Rema mar adentro

 

¿Qué significa “Rema mar adentro” para la Familia Salesiana?

 

Este es solamente un bosquejo de mi pensamiento laico:

 

Debemos seguir el consejo del Santo Padre Juan Pablo II, cuando nos recuerda lo que dijo Jesús a sus apóstoles:

“Estaba él a la orilla del lago Genesaret y la gente se agolpaba a su alrededor para oír la palabra de Dios. Cuando vio dos barcas que estaban a la orilla del lago. Los pescadores habían bajado de ellas y estaban lavando las redes. Subiendo a una de las barcas, que era la de Simón, le rogó que se alejara un poco de tierra; y sentándose, enseñaba desde la barca a la muchedumbre.

 

Cuando acabó de hablar, dijo a Simón: “Boga mar adentro, y echad vuestras redes para pescar”. Simón le respondió: “Maestro, hemos estado bregando toda la noche y no hemos pescado nada; pero, por tu palabra, echaré las redes”. Y, haciéndolo así, pescaron gran cantidad de peces, de modo que las redes amenazaban romperse. Hicieron señas a los compañeros de la otra barca para que vinieran en su ayuda. Vinieron, pues, y llenaron tanto las dos barcas que casi se hundían.

 

Al verlo, Simón Pedro cayó a las rodillas e Jesús, diciendo:”Aléjate de mí, Señor, que soy un hombre pecador”. Pues el asombro se había apoderado de él y de cuantos con él estaban, a causa de los peces que habían pescado. Y lo mismo de Santiago y Juan, hijos de Zebedeo, que eran compañeros de Simón. Jesús dijo a Simón: “No temas. Desde ahora serás pescador de hombres”. Llevaron a tierra las barcas y, dejándolo todo, lo siguieron.

Lucas 5, 1-11

 

El Santo Padre Juan Pablo II en su Carta Apostólica: “Novo Millennio ineunte”, con la imprecación “Duc in altum” nos invita a recordar con gratitud el pasado, a vivir con pasión el presente y a abrirnos con confianza en el futuro, al decirnos: “Jesucristo es el mismo, ayer, hoy y siempre” (Hb 13,8)

 

En el pasaje del Evangelio de San Lucas, vemos indicaciones para nuestra fe: le dice Simón Pedro a Jesús: “Por tu palabra, echaré las redes”. Hagamos lo mismo, por su “Palabra”, vayamos mar adentro, a aguas profundas, pero pertrechados con sus enseñanzas, fuertes en la fe, porque somos fuertes en todo lo que hemos aprendido debemos de leer la Biblia, las Cartas Apostólicas, el Catecismo de la Iglesia Católica (nuestro diccionario para todas nuestras dudas).

 

Y como Familia Salesiana, tenemos un tesoro de enseñanzas Evangélicas en los escritos de nuestros Rectores Mayores, ahora tenemos en las Cartas de nuestro Rector Mayor, el camino para la santificación, para el apostolado.

 

Refiriéndome a Remar mar adentro, no olvidemos el Aguinaldo 2002, nos lleva de la mano a llegar a aguas profundas, a llevar a buen término nuestro apostolado, recogiendo “multitud de peces”.

 

Este año 2005, el Aguinaldo del Rector Mayor es: Rejuvenecer el rostro de la Iglesia, que es la Madre de nuestra fe.

 

Llevar a los jóvenes a las parroquias, a las iglesias, a las Celebraciones Eucarísticas, a todos los eventos que tenemos en nuestro apostolado eclesial. Todos debemos de hacer muy atractivo el ambiente eclesial. Dios nos los pide.  Les pongo dos ejemplos:

 

Hace muchos años, Dios se dirigió a dos personas, les pidió que limpiaran su Iglesia. Que la llenaran de su amor, de su bendición, de su alegría.

 

Uno de los personajes, era un joven rico, muy culto, que recibe el mensaje, cuentan las crónicas que escuchó el mensaje cuando estaba visitando una ermita en ruinas.... primero pensó que era levantar las paredes, después, lo pensó mejor y supo qué le pedía Jesús: le dedicó su vida, para sanear la Iglesia, para hacerla como Jesús nos enseña siempre que sea. Consigue quien lo siga y quiera hacer lo que él hace. Todo con mucho amor, como son sus “florecillas”: se llama Francisco de Asís.

 

El otro personaje, ya tiene más edad, ya es sacerdote y religioso, y recibe el mismo mensaje: Sana mi Iglesia!. No voy a ahondar en la forma en que contestó el mensaje, pero fue diferente a Francisco, en lugar de unir, desunió: su nombre fue Martín Lutero.

 

Dios nos pide lo mismo en este momento, a través del Aguinaldo 2005 del Rector Mayor. ¿Cómo le vamos a responder? ¿Qué vamos a hacer? ¿Qué haremos para volver atractivo el recinto Sagrado? Para que reine la alegría, el poder de atracción, que responda a las expectativas y deseos de los jóvenes. Cada uno de nosotros tiene la respuesta. Lo que no se vale es no hacer nada.

 

 

Cada uno de nosotros, tendrá que hacer un itinerario de “enseñanza evangélica”. Tenemos todos los instrumentos para poder hacerlo. Yo les propongo un método. Tiene un nombre “rimbombante” Sócrates lo llamó “Mayéutica”. Él y sus discípulos seguían ese método para el aprendizaje. Simplemente consiste en leer un párrafo y hacerse preguntas sobre lo que dice ese párrafo. Un requisito indispensable es saber el significado de todas y cada una de las palabras. Al contestar la pregunta, podemos darnos cuenta si entendimos lo que dice el párrafo mencionado. En el momento en que lo comprendamos, lo introyectamos, es decir, lo guardamos en nuestra memoria, ya es parte de nuestro intelecto.

 

Esto es también lo que significa “lectio divina”. Es más elaborado, pero para el caso de nosotros, laicos sencillos, que tenemos como meta servir al Señor, conociéndolo más y más, con este método mayeutico  tenemos para triunfar.

 

Esto es para un laico: Remar mar adentro, en aguas profundas. Abrirnos a Dios, entregarnos a nuestro apostolado, que empieza en nuestra familia y de allí: a los jóvenes y al prójimo.

 

Ya tienen ustedes bastante información en esta página dedicada a Mamá Margarita, lo que significa que está dedicada a la Familia. Quiero recomendarles el “Devocionario del Cooperador Salesiano”. Está impreso en España, se llama “Cooperadores de Dios”. La vida y la oración en el cooperador salesiano. Pueden conseguirlo a través de sus Inspectorías.

 

Les quiero presentar un escrito sobre la niñez de Juanito Bosco, léanlo, analícenlo háganse preguntas (mejor si es en familia, o en sus grupos salesianos) está sacado del libro que leen nuestros hijos en sus colegios salesianos. Recordando que somos herederos de un sacerdote educador, podríamos escenificar los pasajes de la vida de familia de los Bosco.

 

Recuerdo algunos gratos momentos en los Congresos de Cooperadores de mi Inspectoría mexicana. Uno de ellos fue la escenificación de un  momento de la vida de San Juan Bosco: cuando fue a predicar a una iglesia, y le había prometido a los feligreses que si se convertían, si hacían bien la Confesión y Comunión, llovería, tenían un largo tiempo de sequía.... Pasaba el día, comprometidos por Don Bosco para que lloviera, las confesiones eran abundantes, estaba el templo lleno, y no llegaban las lluvias.... Don Bosco, temblando pero con fe, seguía su predicación.... cuando empieza a caer la tarde, y empiezan a oírse truenos... y llega la lluvia.

Disfrutamos tanto de este pequeño “teatro salesiano”, tanto los cooperadores que actuaron en la obra, como los espectadores.

 

Este es sólo un ejemplo, estoy segura de que ustedes han vivido gratos momentos en sus convivios salesianos.

 

Les presento un pequeño preámbulo:

 

 

 

Vamos a entrar al hogar de la familia Bosco, un hogar campesino, allí reina la alegría, la paz, la concordia, es un matrimonio joven. Él, viudo prematuramente, tiene un hijo y una madre anciana y achacosa, pero muy buena y ayudadora. Ella, una joven hacendosa, muy de su hogar.

 

Tienen la vida por delante. Con mucho trabajo y sacrificios, empiezan su vida de casados, tienen tres hijos y todo el futuro por delante, cuando, de repente, enferma el esposo, una pulmonía fulminante y en cuatro días, cambia la vida de esta familia.

 

En estas páginas, donde se narra la niñez de Juan Bosco, quiero que disfruten el tesoro que existe cuando los papás ponen por encima de todo a su hogar, a sus hijos. Margarita Bosco, no tiró por la borda su responsabilidad. En ningún momento pensó: “Soy joven, debo rehacer mi vida”, porque ella sabía que su vida era su familia, se comprometió ante Dios, y ante Dios cumplió, y se comprometió por amor. Su esposo había fallecido, el hogar se quedaba sin timón... pero allí estaba la madre, la “mujer fuerte del Evangelio”, que siguió adelante con todos los sueños que había fraguado con su esposo, él faltaba, pero allí estaba el hogar, los hijos, la abuela enferma, anciana y cansada, pero buena y ayudadora.

 

Y Margarita decide ser padre y madre a la vez, ser ama de casa y campesina, capaz de sacar adelante los campos, las viñas, los animales, la siega, sembrar, levantar la cosecha, llevarla a vender, conseguir “dinero” para que coma su familia.

 

Y todo esto, nos lo enseña el relato: poniendo en primer lugar a Dios. Es en la enseñanza moral de los hijos, en las prácticas de piedad, donde Dios brilló en el seno de ese hogar y lo llevó a grandes alturas, lo convirtió en el hogar cristiano por excelencia.

 

 

 

Años de hogar

 

Margarita tenía veintinueve años, al morir su marido. Era todavía muy joven para el peso que debía sostener. Pero no empleó muchos día compadeciéndose de sí misma. Se arremangó y empezó a trabajar. En casa había ollas que fregar, había que lavar la vajilla, ir a buscar agua, arreglar las habitaciones. Esto en los ratos “libres”; porque las horas “buenas” era para el campo y el establo.

 

Al igual que otras robustas campesinas, cortaba la hierba, araba, sembraba, segaba el trigo, agavillaba, lo acarreaba a la era, trillaba. Cavaba las viñas, pensaba en la vendimia y en el trasiego del vino.

 

Tenía las manos ásperas por el trabajo y sabía acariciar suavemente a sus niños. Porque, es verdad, era una trabajadora, pero ante todo era la madre de sus hijos.

 

Con firmeza y dulzura supo llevarles adelante. Cien años más tarde, escribirán los psicólogos que el niño necesita, para madurar bien en la vida, el amor exigente de un padre, y el sereno y alegre de la madre. Y dirán que los huérfanos corren el peligro del desequilibrio afectivo hacia una sola vertiente, la afeminación sin nervio, los hijos de mamá; la aridez ansiosa, los hijos de papá.

 

Margarita encontró en sí misma un equilibrio instintivo que le hizo unir y alternar la firmeza serena con la alegría tranquila. Don Bosco, en su estilo educativo, le debe mucho a su madre.

 

Una persona grande

 

Dios te ve, era una de las expresiones más frecuentes de Margarita. Dejaba que sus niños fueran a brincar por los prados y les decía, al salir: “Acordaos de que Dios os ve”. Si les veía rumiando resentimientos rencorosos, o a punto de inventar una mentira para salir de apuros repetía: “Acordaos de que Dios ve hasta vuestros pensamientos”.

 

Pero no era un Dios-carabinero el que ella iba esculpiendo en la mente de sus pequeños. Cuando, de noche, lucían las estrellas y ellos tomaban el fresco en el umbral, ella les decía: “Fue Dios quien creó el mundo y puso allá arriba tantas estrellas. Y cuando los prados se cubrían de flores, murmuraba: “Qué de cosas bonitas ha hecho Dios para nosotros”. Durante la siega, en plena vendimia, mientras cobraban aliento, les decía: “Demos gracias al Señor. Qué bueno ha sido con nosotros. Nos ha dado el pan de cada día”.

 

Después de la tormenta y el granizo, cuando todo había quedado asolado, la mamá les invitaba a reflexionar: “El Señor nos lo dio, el Señor nos lo quitó. Él sabrá porqué. Si hemos sido malos, recordemos que con Dios no se juega”.

 

Así que, Juan aprendió a ver, junto a la mamá, junto a los hermanos, junto a los vecinos, a otra persona, a Dios. Una persona grande. Invisible, pero presente por doquier. En el cielo, en los campos, en el rostro de los pobres, hasta en la voz de la conciencia, que iba diciendo: “Has hecho bien, has hecho mal”. Una persona en la que su madre ponía confianza ilimitada e indiscutible. Era padre bueno y providente, daba el pan de cada día, permitía, a veces, ciertas cosas( la muerte de papá, el granizo sobre la viña) difíciles de entender: pero “Él” sabía porqué, y eso bastaba.

 

Jugando a la tala

 

Tenía Juan cuatro años, cuando su madre puso en sus manos por vez primera tres o cuatro hatos de lino enriado para deshilachar. Un trabajo fácil, pero trabajo. Así empezó a colaborar con la familia, que vivía del trabajo de todos.

 

Más tarde se unió a los hermanos para hacer los servicios de la casa: ir por leña, encender el fuego soplando sobre las brasas escondidas bajo la ceniza (para ahorrar las pajuelas cubiertas de azufre), sacar agua del pozo, desgranar legumbres, barrer las habitaciones, limpiar la cuadra, llevar las vacas al pasto, vigilar la cocción del pan en el horno...

 

Pero terminados estos pequeños trabajos (vigilados por la mamá), llegaba el tiempo de jugar. No había que buscar espacio: la casa estaba cercada de prados. Los amigos esperando: muchachuelos llenos de vida, a veces bastos y deslenguados. Van en busca de madrigueras de topos, nidos de pájaros. Juegan partidas interminables.

 

Uno de los juegos que les gusta es “la tala”, una especie de béisbol primitivo. Una tarde, llega Juanito a casa antes de tiempo, chorreando sangre. El palo puntiagudo de la tala le ha dado violentamente en un carillo. Margarita está preocupada. Y mientras le cura va diciendo:

 

-Un día vas a venir con un ojo fuera. ¿Por qué vas con esos chicos? Ya sabes que hay alguno que no es muy bueno.

-Entonces, por darle a usted gusto, no volveré más. Pero, mire, mamá: cuando yo estoy con ellos, son mejores. No dicen palabrotas.

 

Margarita le deja ir

 

El atrevimiento va creciendo más de prisa que la estatura. Juan tiene cinco años, José siete. Margarita les envía a apacentar un hatillo de pavos. Los animales cazan insectos mientras los dos hermanitos juegan. De pronto, José repasa sus dedos y grita. Falta un pavo.

 

Busca con afán. Nada. Un pavo es muy grande, no puede perderse así como así. Detrás del seto vivo, descubre Juan a un hombre. Y piensa enseguida: “Él lo ha robado”. Llama a José y se acerca resuelto:

 

-Devuélvanos el pavo.

 

El forastero le mira maravillado:

-¿Un pavo? ¿Y quien lo ha visto?

-Usted lo ha robado. Sáquelo fuera. Y si no, gritaremos “¡al ladrón!” y le darán a usted de palos.

 

Con cuatro azotes se puede hacer correr a dos chiquillos. Pero el aire resuelto de los muchachos hace perder la tranquilidad a aquel tipo. Hay campesinos por el contorno, y si se ponen a gritar, todo puede suceder. Así que saca un talego escondido en el seto, y extrae el pavo.

-Quería gastaros una broma.

-No es una broma de hombre honrado –replican los chavales mientras se va.

 

Por la noche, como siempre, se lo cuentan a la mamá.

-Os habéis librado de un peligro.

-¿Por qué?

-Porque, ante todo, no estabais seguros de que fuese él.

-Pero allí cerca no había nadie más.

-No basta eso para llamar a un ladrón. Además, vosotros sois unos chiquillos y él era un hombre. ¿Y si os hubiera hecho algo?

-Entonces, ¿teníamos que dejarnos robar el pavo?

-No es malo ser valientes. Pero es mejor perder un pavo, que quedar mal parado.

-Hum, -murmura Juanito pensativo- Será como usted dice, mamá. Pero era un pavo precioso y gordo.

 

La vara en el rincón

 

Margarita era una madre dulcísima, pero fuerte y enérgica. Sabían muy bien sus hijos que, cuando decía no, era que no. No había capricho capaz de hacerle cambiar de parecer.

 

En un rincón de la cocina estaba siempre “la vara”: un mimbre flexible. Nunca la usó, pero tampoco la quitó del rincón.

 

Un día hizo Juan una gorda. Tal vez por las prisas de ir a jugar, el hecho es que dejó abierta la conejera y los conejos se escaparon al prado. Menudo trabajo hubo para poderlos recoger.

 

De vuelta en la cocina, señaló Margarita el rincón:

-Juan, trae la vara.

-¿Qué va usted a hacer?

-Tráela y verás.

 

El tono era decidido. Juan la tomó, y entregándosela desde lejos:

-Quiere usted medir con ella mis espaldas...

-¿Y cómo no, si me las haces tan gordas...?

-Mamá, no volveré a hacerlo.

La madre sonreía. Y el niño también.

 

Otro día, de sol achicharrador, vuelven Juan y José de la viña medio muertos de sed. Margarita va al pozo, saca un cubo de agua fresca, y con el cazo de cobre da de beber, primero, a José.

 

Juan pone cara de enfadado. No le ha gustado la preferencia. Cuando la mamá va a darle de beber a él, dice con la cabeza que no quiere. Margarita calla. Lleva el pozal a la cocina y cierra la puerta. Pasa un instante y entra Juan:

-Mamá...

-¿Qué pasa?

-¿Me da de beber a mí también?

-Creía que no tenías sed.

-Perdón, mamá.

-Así está bien- y le acercó el cazo goteando.

 

Juanito tiene ocho años. Es un chico estupendo. Sus risotadas llenan la casa. Es pequeñito y fuerte. Tiene los ojos negros, los cabellos ensortijados y espesos como la lana de un cordero. Le gustan las aventuras y el peligro. No se queja nunca de los rasguños en las pantorrillas.

 

Ya ha subido a más de un árbol para cazar nidos de pájaros. Pero una vez le fue mal. Había un nido de currucas muy escondido en la resquebrajadura de un tronco. Metió el brazo dentro hasta el codo, pero luego no podía sacarlo fuera. Prueba que te probarás, el brazo se le hinchaba en aquella especie de mordaza. José, que le miraba desde abajo, tuvo que ir corriendo a llamar a su madre. Margarita se acercó con una escalerilla de mano, pero tampoco tuvo suerte. Se vio obligada a ir en busca de un campesino con una hacha. Juan, mientras tanto, sudaba y trasudaba. Y José siempre abajo (con más miedo que él) le gritaba: “Aguántate bien ¡que ya llegan!”.

 

El campesino envolvió el brazo del chiquillo con el delantal de Margarita y comenzó a golpear el tronco. A los siete y ocho hachazos, salió el brazo fuera.

Margarita no tuvo valor para reñirle. Estaba más mortificado que un perrito mojado. Solamente le dijo:

-Ya sabes que no quiero que me hagas una cada día.

 

El diablo en el desván

 

Una noche de otoño, está Juanito con su madre en casa de los abuelos. Es la hora de la cena. La numerosa familia está en derredor de la mesa, envuelta en una oscuridad, apenas rota por la luz de un candil. Cuando he aquí que se oye ruido sobre el techo. Una, dos, tres veces. Miran todos hacia arriba, sin apenas respirar. Una pausa silenciosa. Y de nuevo, en el desván, un rumor misterioso, seguido de un ruido que se arrastra sobre el suelo despacio, poco a poco. Las mujeres se santiguan, los niños se aprietan contra sus madres.

 

Una vieja empieza a contar con palabras circunspectas cómo, en tiempos pasados, se pían en el granero ruidos prolongados, gemidos, gritos espantosos. “Era el diablo. Y ahora ha vuelto”, murmuró santiguándose.

 

Juan rompió el silencio diciendo tranquilamente:

-Yo creo que es la garduña y no el diablo.

 

Le hacen callar por inoportuno. Y mientras tanto, suena un batacazo, se oye lento y quejumbroso arrastrarse. El desván de madera, a donde todos miran asustados, es un largo sotechado que sirve de granero.

 

Juanito rompe de nuevo el silencio, brinca sobre una silla y dice:

-Vamos a ver.

-Estás loco. Margarita, detenlo. ¡Con el diablo no se juega!

 

Pero el muchacho ya está en pie, toma una linterna, la enciende, agarra un palo. Margarita le dice:

-¿No sería mejor esperar hasta mañana?

-Mamá, ¿también usted tiene miedo?

-No. Vamos  a verlo juntos.

 

Suben las escaleras de madera. Se les unen otros, alumbrando con linternas y blandiendo palos. Empuja Juan la puerta del desván, levanta la linterna para ver mejor. Y grita una mujer apurada:

-Allí, en aquel rincón... ¡mirad!

 

Miran todos: un cesto de mimbre, boca abajo, se tambalea, se mueve, avanza. Juan da un paso adelante.

-¡no! ¡cuidado! ¡es un cesto embrujado!

 

Lo agarra Juan con una mano y lo tira al aire. Una gallina gorda y desgreñada, allí prisionera, quién sabe desde cuánto tiempo, salta fuera como una bala de fusil, cacareando.

 

En torno a Juan, ríen, ahora, todos como locos. El diablo era una gallina. Se ve que el ligero cesto estaba apoyado contra la pared en equilibrio inestable. Como quiera que, metidos entre los mimbres, debieron quedar algunos granos de trigo, había ido la gallina a picar y el cesto le cayó encima, dejándola prisionera. El pobre animal cansado de estar dentro y hambriento buscaba la forma de salir, arrastrando el cesto de un lado para otro, y el cesto iba golpeando otros objetos del desván, provocando los batacazos y el lento arrastrarse por el pavimento.

 

La mancha de aceite crecía

 

Margarita va al mercado de Castelnuovo, cada jueves. Lleva a cuestas dos bultos con quesos, pollos y verduras para vender. Vuelve con telas, velas, sal, y algún regalito para los niños, que salen a esperarla a la puesta del sol, corriendo por el sendero.

 

Un jueves, durante una larguísima partida a la tala, el pequeño trozo de madera fue a dar al tejado.

-En el armario de la cocina hay otro –dice Juan- voy a alcanzarlo.

 

Va corriendo. El armario es demasiado alto para él y tiene que subirse a una silla. Se levanta sobre la punta de los pies, extiende bien su brazo, y ¡patacrac! Un vaso de aceite que estaba sobre el armario cae al suelo, se rompe y el aceite se extiende sobre las rojas baldosas, . José, al ver que su hermano tarde en volver, corre a galope. Contempla el desastre y se lleva las manos a la boca:

-¡Dios mío, la mamá esta noche...!

 

Quieren arreglarlo. Toman la escoba. Se dan prisa a recoger los trozos. Pero la mancha de aceite, ¿quién la quita? Se hace cada vez mayor, como el miedo.

 

Juan guarda silencio durante más de media hora. Luego saca del bolsillo su navajita, va a la mimbrera, corta un hermoso mimbre flexible y se pone a un lado a mondarlo. Mientras tanto, trabaja su mente: va estudiando lo que le dirá a la mamá.

 

Al fin queda la corteza del mimbre llena de adornos y dibujitos.

A la caída del sol, salen al encuentro de la madre. José, se queda un poco atrás. Juan, al contrario, corre:

-Buenas tardes, mamá-¿Cómo está?

-Bien. Y tú, ¿has sido bueno?

-Hum, mamá, mire, -y extiende el mimbre embellecido.

-¿Qué has hecho?

-Esta vez merezco que me pegue. Por desgracia, he roto el vaso de aceite.

 

Le cuenta todo lo sucedido y termina:

-Le he traído una vara porque me la merezco. Tómela, mamá.

 

Y extiende el mimbre mirándola de arriba abajo, con sus ojillos medio arrepentidos, medio pícaros.

 

Margarita le contempla un momento y después estalla en risas. También ríe Juan. Le toma la mamá por la mano y caminan hacia casa.

-¿Sabes que me estás resultando un picarón, Juan? Me disgusta lo del vaso de aceite, pero estoy contenta porque no has venido a contarme mentiras. Otra vez, presta más atención, porque el aceite anda muy caro.

 

José, que ha visto deshacerse la tempestad que temía, se acerca también. José, tiene ya diez años, crece sereno y tranquilo. Le falta la vivacidad y el bullicio de Juan. Es paciente, tenaz, ingenioso. Quiere mucho a la mamá y a su hermanito, y tiene un poco de miedo a Antonio.

 

Antonio tiene siete años más que Juan y está resultando un adolescente cerrado en sí mismo, con algunas manifestaciones violentas y rudas.

 

Golpea salvajemente a los hermanitos y le toca a Margarita correr para quitárselos de las manos. Es probable que únicamente se trate de un muchacho hipersensible, traumatizado por las muertes tan seguidas de su madre y de su padre.

 

Tiempo primaveral

 

La vida de la familia Bosco es una vida pobre. Entre las pocas casas de I Becchi, la de los Bosco  es la más pobre. Es una construcción de planta baja y un piso, que sirve de habitación, henil y cuadra.

 

En la cocina se guardan los sacos de harina, y al otro lado de una delgada pared rumian dos vacas. En la planta superior, están las habitaciones para dormir, pequeñas, oscuras y de techo muy bajo.

 

Reina la pobreza, pero no la miseria, porque allí todos trabajan, y el trabajo del campesino produce poco, pero produce. Las paredes están desnudas, encaladas. Los sacos de maíz no son muchos, pero se van vaciando despacio, y terminan por bastar. Las vacas tiran del carro y del arado. Así que dan poca leche y mezquina. Pero es suficiente.

 

Por eso, a los muchachos de la casa Bosco no les alcanza la tristeza ni la agresividad. En medio de la pobreza puede uno ser feliz, con paciencia.

 

Entre los ocho y los nueve años, Juan empieza a tomar parte activa en el trabajo de la familia, a compartir su vida austera y dura.

 

Se trabaja de sol a sol, y el sol de verano se levanta pronto. “A quien madruga, Dios le ayuda”, decía Margarita a los muchachos al despertarles al alba.

 

El desayuno matutino era de simple y puro alimento: una rebanada de pan y agua fresca. Juan aprende a cavar, a segar hierba, a manejar la podadora, a ordeñar las vacas. Es todo un campesino. Viaja a pie. La diligencia pasa lejos, por la carretera de Castelnuovo, y cuesta. De noche duerme sobre un jergón, lleno de hojas de maíz.

 

Los pies del pobre

 

Si de noche había un enfermo grave en las casas vecinas, iban a despertar a Margarita. Sabían muy bien que nunca se negaba a echar una mano. Ella despertaba a uno de los hijos, para que le acompañase y le decía:

-Vamos. Hay que hacer una obra de caridad.

 

“Hacer una obra de caridad”. Con esta simple expresión, en aquellos tiempos, se juntaban muchos “valores”, que hoy llamamos generosidad, servicio, entrega, amor verdadero, altruismo.

 

“En el invierno –recordaba don Bosco- venía a menudo a llamar a nuestra puerta un mendigo. Había nieve y pedía dormir en el pajar”. Margarita, antes de que se acostara, le daba un plato de sopa. Después le miraba los pies. Las más de las veces en muy malas condiciones. Las albarcas ya gastadas, dejaban penetrar el agua y el lodo. Ella no tenía otro par para regalarle, pero le envolvía los pies con unos trapos y se los tapaba como mejor podía.

 

En una de las casas de I Becchi habitaba un tal Cecco. Había sido rico, pero todo lo había malgastado. Los muchachos se burlaban de él. A veces le llamaban “cigarra”. Las mamás, en efecto, se lo enseñaban a los niños contándoles la fábula de la hormiga y la cigarra: “Mientras nosotros trabajábamos como hormigas, él cantaba, se iba de parranda. Andaba alegre como una cigarra. Y ahora, mira a qué se ha reducido. Aprende”.

 

El viejo tenía vergüenza de pedir limosna, y a veces pasaba hambre. Margarita, cuando ya era de noche, dejaba sobre el alféizar un pucherito de potaje caliente. Cecco iba a recogerlo, en medio de la oscuridad.

 

Juan aprendía. Antes la caridad, que el ahorro. Había un muchacho que hacía de mozo en una alquería próxima. Se llamaba Segundo Matta. Por la mañana, el amo le daba una rebanada de pan negro y ponía en sus manos el ramal de dos vacas. Tenía que llevarlas a pastar hasta el mediodía. Al bajar al valle se encontraba con Juan, que llevaba también las vacas al pasto, y tenía en la mano una rebanada de pan blanco. Por aquel entonces, un pan así era un refinamiento.

 

Un día Juan le dijo:

-¿Me quieres hacer un favor?

-Con mucho gusto.

-Me gustaría que nos cambiásemos el pan. El tuyo debe ser mejor que el mío.

 

Segundo Matta se lo creyó, y durante tres meses –él mismo es quien lo cuenta- siempre se encontraban, se cambiaban el pan. Solamente cuando llegó a hombre, el señor Matta se acordó de ello y entendió que Juan Bosco era un chico de buen corazón.

 

“Mi madre me enseñó a rezar”

 

la caridad que se hacía en I Becchi era por amor de Dios, no por filantropía o por sentimiento. En la familia Bosco el Señor era de casa. Margarita era iletrada, pero sabía de memoria muchos pasajes de la Historia Sagrada y del Evangelio. Y creía en la necesidad de rezar, esto es, de hablar con Dios, para tener la fuerza necesaria para vivir y hacer el bien.

 

“Mientras fui pequeñito –escribe don Bosco- ella me enseñó las oraciones. Me hacía poner de rodillas con mis hermanos por la mañana y por la noche, y todos juntos rezábamos las oraciones”.

 

El cura vivía lejos, y ella no esperó nunca a que hallase tiempo para ir a enseñar el catecismo a sus hijos. He aquí algunas preguntas y respuestas del Compendio de la doctrina cristiana que Margarita había aprendido de pequeña, y que enseñó a Juan, José y Antonio:

 

-¿Qué debe hacer un buen cristiano por la mañana, al despertar?

-La señal de la cruz.

-Una vez levantado y vestido, ¿qué debe hacer un buen cristiano?

-Ponerse de rodillas, si se puede, delante de una imagen devota, y renovando con el corazón el Acto de fe, en la presencia de Dios, decir con devoción: Os adoro, Dios mío...

-¿Qué se debe hacer antes de empezar a trabajar?

-Ofrecer el trabajo a Dios”.

 

Una de las primeras “prácticas religiosas”, en las que Juanito participó, fue en el Rosario. Era, por entonces, la oración de la tarde de todos los cristianos. Repitiendo cincuenta veces el Ave María, también los campesinos de I Becchi hablaban con la Virgen, más madre que reina. Al desgranar el rosario, su pensamiento volaba a los hijos, los campos, la vida, la muerte. Juan empezó a hablar así a la Virgen y sabía que Ella le miraba y le escuchaba.

 

En las Memorias recuerda también don Bosco su primera confesión: “Fue mi madre conmigo a prepararme. Me acompañó a la iglesia, se confesó ella primero, me recomendó al sacerdote. Después me ayudó a dar gracias”.

 

A la escuela

 

Probablemente Juanito acudió a la primera clase elemental, a los nueve años, durante el invierno de 1824-25. por entonces las clases empezaban el 3 de noviembre y terminaban el 25 de marzo. Era el “tiempo de calma” en los campos. Antes y después, hasta los brazos de los chiquillos eran necesarios, lo mismo en casa que en el campo.

 

Como quiera que la escuela municipal de Castelnuovo distaba cinco kilómetros, su primer maestro fue un campesino que sabía leer. Después, su tía Mariana Occhiena, hermana de Margarita y sirvienta del sacerdote-maestro de Capriglio, pidió al sacerdote un puesto en su escuela para el sobrinito.

 

Don Lacqua accedió, y Juan estuvo como huésped de la tía probablemente durante tres meses. Lo mismo sucedió durante el invierno de 1825-26. pero, en aquella estación, Antonio (ya con sus diecisiete años) empezó a poner mala cara.

 

-¿Por qué enviarle todavía a la escuela? Sabiendo leer y firmar ya basta. Que tome la azada, como hemos hecho los demás.

 

Margarita intentaba ponerle en razón:

-Según va pasando los años, hace falta más instrucción. ¿No ves que hasta los zapateros y los sastres van a la escuela? Tener en casa uno que sepa de cuentas, no será inútil.

 

Apenas aprendió a leer, los libros se convirtieron en su pasión. Se los pedía prestados a don Lacqua, y se pasaba muchas tardes del verano, a la sombra de un árbol, devorando sus páginas. Cuando iba con las vacas al pasto, estaba dispuesto a cuidar las de los amigos, con tal de que le dejaran leer en paz.

 

Pero no se convirtió en un solitario. Le gustaba leer, y le seguía gustando jugar a trepar por los árboles.

 

Una tarde, juntamente con sus amigos, vio sobre la rama de una robusta encina un nido de jilgueros. Subió hasta él y vio que había pajarillos, a punto para meterlos en la jaula. Estaba el nido en la punta de la rama.

 

Juan se lo pensó un poco y dijo a sus amigos: “Los agarro”. Despacio, despacio fue deslizándose por la rama, cada vez más delgada y flexible. Alargó la mano, tomó los cuatro pajarillos y se los metió en el seno.

 

Se trataba de volver atrás, a lo largo de la rama, que se había inclinado hacia adelante, con su peso. Se fue arrastrando despacio, cuando de repente le resbalaron los pies. Se quedó colgado sólo de las manos, a una altura de miedo. Con un golpe de habilidad y fuerza volvió a enganchar la rama con sus pies, pero luego ya no pudo moverse. Todo esfuerzo para ponerse a caballo de la rama fue inútil. Le sudaba la frente. Desde abajo, gritaban y saltaban los amigos, pero no resolvían nada.

 

Cuando los brazos no le aguantaron más, se dejó caer en el vació. Un golpe tremendo. Quedó sin sentido unos minutos. Luego, logró sentarse.

-¿Te has hecho daño?

-Creo que no –logró susurrar.

-¿Y los pajaritos?

-Aquí están. Vivos. –metió la mano dentro de la camisa y los sacó. –pero me han costado caros...

 

Intentó caminar hacia su casa, pero temblaba de arriba abajo y tuvo que sentarse de nuevo. Cuando pudo volver a ella y entrar, dijo a José:

-Estoy malo, pero no digas nada a mamá.

 

La cama surtió sus efectos, pero sintió durante muchos días los dolores del tremendo golpe.

 

Un mirlo pequeñito

 

Los pájaros le volvían loco. Había alcanzado un nido con un mirlo pequeñito y lo había criado. En la jaula, entretejida con ramitas de sauce, le enseñó a silbar. El pájaro aprendió. Al ver a Juan le saludaba con un silbido modulado, saltaba alegre sobre los barrotes, le miraba con un ojito negro-brillante. Era un mirlo simpático.

 

Pero, una mañana el mirlo no le saludó con un silbido. Un gato había deshecho la jaula y se lo había comido. No quedaba más que un mechón de plumas ensangrentadas. Juan se echó a llorar. Su madre quiso calmarle, diciendo que todavía encontraría mirlos en los nidos. Pero Juan siguió sollozando. No le importaban nada los otros mirlos. Era a “aquel” al que lloraba, a su pequeño amigo, que se lo habían matado y no volvería a ver.

 

Estuvo triste unos días, sin que nadie, ni nada pudiera devolverla la alegría. “Finalmente –cuenta Lemoyne- se detuvo a pensar sobre la inutilidad de las cosas de este mundo, y tomó una resolución superior a su edad: se propuso no apegar más su corazón a ninguna cosa de la tierra”. Unos años más tarde, repitió las mismas palabras, con motivo de la muerte de su amigo, y muchas otras veces.

 

Da gusto reconocer que Juan Bosco no llegó a cumplir nunca el propósito. También él, como nosotros, con corazón de carne, necesitaba amar cosas pequeñas y grandes. Llorará con el corazón hecho pedazos la muerte de don Calosso, de Luis Comollo, y a ver a los primeros muchachos detrás de los barrotes de la cárcel. Dirá de quien hacía daño a sus muchachos: “Si no fuera pecado, le desharía con mis propias manos”. Sus muchachos testimoniarán sobre él con insistencia monótona: “Me quería mucho”. Uno de ellos, Luis Orione, escribía: “Caminaría sobre carbones ardiendo, para volver a verle una vez siquiera y decirle: gracias”.

 

La ascética de aquel tiempo enseñaba que “pegar el corazón a las criaturas” era malo. Mejor no correr el riesgo, amando poco. La del Vaticano II, (1962-65), nos dirá que, es verdad, no hay que transformar las criaturas en ídolos, pero que Dios nos ha dado el corazón para amar sin miedo. El dios de los filósofos es impasible. Pero el Dios de la Biblia, no: él ama y se irrita, sufre y llora, tiene estremecimientos de alegría y sonrisas de ternura.

 

Su tierra

 

A los nueve años empieza el chiquillo a salir del pequeño cascarón de su familia, a mirar alrededor. Juanito miraba y descubría su propia tierra. Hermosa, ondulada, tranquila. Allí crecían las moras, las viñas, el maíz, el cáñamo. Pastaban las vacas y las ovejas. Los bosques extensos y frondosos eran como manchas de un verde intenso. Los campesinos, que labraban lentamente bajo el sol, eran hombres pacientes, tenaces. Gente fiel a su propia tierra, en la que había echado raíces, como los árboles. No tenían vergüenza de quitarse el sombrero ante el sacerdote y ante Dios, y cuando cerraban la puerta de su casa, se encontraban como reyes en medio de su familia.

 

Saltimbanqui

 

Los nueve años de Juanito están marcados por el “gran sueño”: la multitud de muchachos, el Hombre que lo amonesta: “No con golpes, sino con mansedumbre”, la Señora le predice: “A su tiempo lo entenderás todo”.

 

A pesar de las prudentes palabras de la abuela, aquella noche nació una luz para el futuro. El sueño de los nueve años condiciona el modo de vivir y de pensar de Juan Bosco. Y condiciona también la conducta de su madre durante el tiempo que sigue. También para ella es la manifestación de una voluntad superior, una señal clara de la vocación sacerdotal de su hijo. Sólo así se puede explicar su tenacidad en conducir a Juanito por el camino que le había de llevar hasta el altar.

 

En el sueño, Juan vio toda una turba de muchachos, y se le ordenó que les hiciera el bien. ¿Por qué no empezar en seguida? Conoce ya a algunos: a los compañeros de juego, a los mozuelos que viven en las granjas esparcidas por el campo. Algunos son muchachos muy buenos, otros son vulgares, blasfemos.

 

Durante el invierno, muchas familias se juntaban para pasar la velada en alguna cuadra grande, donde bueyes y vacas proporcionaban la calefacción. Mientras cosían las mujeres y fumaban los hombres, Juan empezó a leer a sus amigos los libros que le prestaba Don Lacqua: Bertoldo y Bertoldino, Los Pares de Francia. Alcanzó un éxito rapidísimo. “Todos me reclamaban en el establo –cuenta él mismo-. Allí se reunía gente de toda edad y condición. Y todos disfrutaban escuchando inmóviles, durante cinco o seis horas, al pobre lector, de pie sobre un banco para que todos le vieran y oyesen”.

 

El best-seller de aquellas veladas era Los Pares de Francia. Narraba las maravillosas aventuras un tanto complicadas de Carlomagno y sus paladines: Roldán, Oliveros, Garrelón el traidor, el obispo Turpín, las carnicerías de la espada mágica Durindaina. Escribe don Bosco: “Empezaba las narraciones con la señal de la cruz y el rezo del Avemaría”.

 

Suena la trompeta por la colina

 

Al llegar la primavera cambian las cosas. Las historias no atraen. Juan entiende que le toca hacer algo “más maravilloso”, si quiere reunir a sus amigos. ¿Qué hacer?

 

La trompeta de los saltimbanquis resuena por la colina cercana. Es la feria. Juan va allí con su madre. Allí se compra, allí se vende, allí se discute, allí se trampea. Y allí se divierten. La gente se amontona en derredor de los prestidigitadores y acróbatas. Juegos de prestigio, ejercicios de destreza dejan boquiabiertos a los campesinos. También él podría hacer eso mismo. Sólo que antes, ha de aprender los secretos de los equilibristas y los trucos de los prestidigitadores.

 

Pero los grandes espectáculos sólo se ven en la fiesta mayor del pueblo: los equilibristas andan sobre la cuerda, los prestidigitadores hacen “juegos de manos”, sacan palomas y conejos de los sombreros, hacen desaparecer a una persona, la cortan en dos y aparece luego íntegra. También son admirados los “sacamuelas son dolor”.

 

Pero para contemplar estos espectáculos hay que pagar la entrada, una perra gorda. ¿De dónde sacarla? Margarita responde, después de ser consultada:

 

-Arréglatelas como puedas, pero no me pidas dinero. No tengo. Juan se las arregla. Caza pájaros y los vende, fabrica cestos y jaulas y contrata con los vendedores ambulantes, recoge hierbas medicinales y las lleva al boticario de Castelnuovo.

 

De este modo alcanza poder colocarse en las primeras filas de los espectáculos. Observa atentamente y entiende el equilibrio que presta aquella barra larga y delgada que se llama “balancín”, advierte el rápido movimiento de los dedos que esconden el truco. Llega a descubrir trampas burdas.

 

Arrancar una muela cariada era, en aquellos tiempos, una tortura para todos. El primer anestésico no se empleó hasta 1846 en América. Juan asiste, en una feria de 1825, al espectáculo de “arrancar una muela sin dolor”, gracias a unos polvos mágicos. El campesino que se presta para la operación tiene una muela que verdaderamente le duele mucho. El prestidigitador, después de meter los dedos en los polvos, en medio del fragor de trompetas y tambores, se la saca al tirón seco de una llave inglesa que lleva escondida bajo la manga. El campesino se pone en pie gritando, pero las trompetas arman barullo, y el prestidigitador lo abraza casi hasta ahogarle, gritando: “¡Gracias, gracias! ¡Un éxito rotundo!”. Juan es uno de los pocos que ha visto resbalar la llave inglesa y se va riendo.

 

En casa ensaya los primeros juegos. “Los repetía día tras día, hasta aprenderlos”. Para hacer salir un conejillo de los sombreros, para andar sobre la cuerda floja, se requieren meses de ejercicio, de constancia, de revolcones. “¿Lo creeréis? –escribe don Bosco- a mis once años hacía juegos de manos, daba el salto mortal, caminaba con las manos, saltaba y bailaba sobre la cuerda como un profesional”.

 

Espectáculo en el prado

 

Por la tarde de un domingo, en pleno verano, Juan anuncia a sus amigos su primer espectáculo. Sobre una alfombra de sacos extendidos sobre la hierba, hace milagros de equilibrio con botes y cacerolas suspendidas en la punta de la nariz. Hace abrir de par en par la boca a un joven espectador y le saca fuera una docena de pelotitas coloradas. Trabaja con la varita mágica. Y al fin, danza sobre la cuerda y camina por ella, entre los aplausos de los amigos.

 

Corre la voz de casa en casa. Aumenta el público: pequeños y grandes, muchachas y muchachos, hasta los viejos. Los mismos que le oían leer en el establo Los Pares de Francia. Ahora le ven hacer bajar, desde las narices de un ingenuo campesino, un río de monedas, cambiar el agua en vino, multiplicar los huevos, abrir el bolso de una señora y sacar volando una paloma. Ríen, aplauden.

 

Hasta su hermano Antonio iba a ver los juegos –escribe Lemoyne-, pero nunca se ponía en las primeras filas. Se escondía detrás de un árbol, aparecía y desaparecía. A veces, se burlaba del pequeño saltimbanqui:

-Mira el payaso ese ¡el gandul! Yo me rompo las costillas en el campo y él ¡haciendo de charlatán!

 

Juan sufría. Algunas veces suspendía es espectáculo, para volverlo a empezar doscientos metros más allá, en donde Antonio acababa por dejarle en paz. Aquel muchacho era un charlatán “especial”. Antes de empezar el último número, sacaba del bolsillo el rosario, se ponía de rodillas e invitaba a todos a rezar. O bien, repetía el sermón oído por la mañana en la parroquia. Era la entrada que pedía al público y que hacía pagar a chicos y grandes. Más tarde, Juan será muy generoso para regalar su trabajo, pero, a fe de buen piamontés, exigirá siempre un precio: no en dinero, pero sí el compromiso con Dios y con los muchachos pobres.

 

Y después, el brillante final. Ataba una cuerda a dos árboles, subía a ella y caminaba sosteniendo un rudimental balancín, entre improvisados silencios y aplausos frenéticos.

 

“Tras algunas horas de diversión –escribe-, cuando yo estaba bien cansado, cesaban los juegos, se hacía un breve oración y cada cual volvía a su quehacer”.

 

Primera Comunión

 

La Pascua de 1826 cayó en el 26 de marzo. Aquel día hizo Juan su primera Comunión, en la iglesia parroquial de Castelnuovo. Así la recuerda:

 

“Mi madre estuvo a mi lado. Durante la cuaresma, me había ayudado a confesarme tres veces. “Juanito mío –me repitió varias veces-, Dios te va a dar un gran regalo; procura prepararte bien. Confiésalo todo, arrepentido de todo, y promete a nuestro Señor ser mejor en lo porvenir”. Todo lo prometí; si después he sido fiel, Dios lo sabe”.

 

“Aquella mañana me acompañó a la sagrada mesa, e hizo conmigo la preparación y acción de gracias. No quiso que durante aquel día me ocupase en ningún trabajo material, sino que lo empleara en leer y rezar. Me repitió muchas veces:        
-“Este es un gran día para ti. Dios ha tommado posesión de tu corazón. Prométele que harás cuanto puedas, para conservarte bueno, hasta el fin de tu vida. En lo sucesivo, comulga con frecuencia; dilo todo en confesión; sé siempre obediente; ve, de buen grado, al catecismo y a los sermones; pero, por amor de Dios, huye como de la peste de los que tienen malas conversaciones”.

 

“Recordé los avisos de mi madre y procuré ponerlos en práctica, y me parece que desde aquel día, hubo alguna mejora en mi vida, sobre todo en la obediencia y en la sumisión a los demás, que al principio me costaba mucho”.

 

El invierno más duro de su vida

 

El invierno siguiente fue para Juanito el más duro de su vida. Había muerto la abuela (madre de Francisco), y Antonio, con sus dieciocho años, andaba cada vez más “lejos” de la familia. Sus cuartos de hora de violencia se hicieron más frecuentes.

 

En los últimos días de octubre, indicó Margarita la posibilidad de enviar a Juanito un año más a la escuela de don Lacqua. Así podría aprender los primeros rudimentos de latín. Antonio reaccionó bruscamente:

 

-¡Qué latín ni que ocho cuartos! ¿Para qué queremos el latín en casa? ¡Trabajar! ¡Trabajar es lo que hace falta!

 

Con toda probabilidad, indicó Margarita la posibilidad de una carrera eclesiástica para Juan, pero Antonio debió opinar que era una utopía irrealizable. “Para hacer un cura –oirá decir muchas veces Juan- se necesitan diez mil liras”. Una cantidad disparatada para una familia campesina de aquellos tiempos.

 

Con la excusa de llevar unos recados a la tía Mariana y al abuelo, que vivían en Capriglio, Juan logró ir más de una vez hasta don Lacqua, durante el invierno 1826-27. pero Antonio tragaba quina. Hasta que un día estalló la guerra. Lo cuenta don Bosco:

 

“Un día, delante de mi madre, y después, delante de mi hermano José, dijo Antonio en tono imperativo:

-¡Ya he aguantado bastante! ¡Quiero acabar con tanta gramática! Yo me hice grande y fuerte y nunca vi un libro.

 

Dominado en aquel momento por el pesar y la rabia, respondí lo que no debía:

-Tampoco el burro ha ido a la escuela y es más grande que tú.

 

A tales palabras se puso furioso y, gracias a mis piernas, pude ponerme a salvo de una lluvia de golpes y pescozones. Mi madre estaba afligidísima. Yo lloraba”.

 

Entre tensiones, cada vez más enconadas, las cosas marcharon adelante durante algunos días. Antonio era testarudo, Juan no se dejaba poner los pies encima y reaccionaba vivazmente. Después, por un libro que Juan había colocado en la mesa junto a su plato, estalló la escenita que hemos contado al empezar este relato, Juan no pudo escapar y fue maltratado por el hermano.

 

Fue la mañana siguiente, cuando Margarita le dijo aquellas tristes palabras: “Es mejor que te vayas fuera de casa”.

 

Y en un día nebuloso de febrero, llegó Juan a la granja Moglia, en la que fue aceptado como mozo, gracias a su afligido llanto.

 

Y así termina la niñez de Juan Bosco y empieza su adolescencia.

 

Del libro “Don Bosco, una biografía nueva”

por Teresio Bosco SDB