Juanito Bosco en la
escuela de Mamá Margarita
Padre
Rafael Sánchez Vargas SDB
Ediciones
Don Bosco
México
“En la bula de la Canonización de Santo Tomás de Aquino se dice que, aun en el caso de que no hubiera hecho ningún milagro, cada artículo de su SUMMA era un milagro..
Y también ahora se
puede muy bien decir que cada año de la vida de Don Bosco, cada día, cada
momento de esta vida fueron un milagro, una serie de milagros”. Palabras de
S.S. Pío XI, después de promulgar el decreto de la aprobación de los milagros
para proceder a la Beatificación de Don Bosco.
...¿te acuerdas
madre? Mi primer libro (Incienso) te lo ofrecí a ti... parece apenas ayer, y ya
pasaron doce años... Una sola frase te expresaba todo mi sentir: A MI MADRE,
QUE ME ENSEÑÓ A REZAR.
Este otro libro te
lo dedico también.
Pero permíteme que
no sea sólo a ti. Quiero que mi dedicatoria sea para todas las madres cristianas,
primeras maestras de Religión y las mejores catequistas: sobre sus rodillas se
aprende el divino lenguaje de la Oración, para entenderse con Dios y se
descubre el camino del Cielo.
Para vosotras,
pues, oh Madres –las de ahora y las de mañana y siempre- son estas páginas que
esbozan la niñez de Juanito Bosco, al amparo de una escuela excepcional: la de
Mamá Margarita.
Su ejemplo os
ayudará a recordar una palmaria y muchas veces incomprendida verdad: que en
vuestras manos está el destino y la suerte de la sociedad.
Meditad vuestra
divina y a la vez tremenda responsabilidad: estrecháis en vuestro regazo los
tesoros mayores de la tierra, que son los niños.
“Los niños
(advertía San Juan Bosco), ¡Son algo sagrado! Son almas en las cuales está
grabada la imagen de Jesús Redentor.
No lo olvidéis: un
día Dios os pedirá cuenta de cómo habréis sabido resguardar su propia Imagen en
las almas de vuestros hijos.
Dichosas vosotras,
oh madres cristianas, oh calladas artífices del mejor de los talleres, que es
el hogar, si aprendéis mejor, en la santa escuela de Mamá Margarita, este arte
incomparable: el de pulir y perfeccionar la Imagen de Jesús en cada uno de los
seres que son la prolongación y la más pura irradiación de vuestro propio ser.
Guadalajara,
Jalisco, México.
Fiesta del dulce
Nombre de María.
12 de septiembre
de 1953.
(Síntesis)
la primera grande
revelación del apostolado de Jesús fue a los doce años.
Y fue una
revelación en que se manifestó como pequeño y grande catequista. (“Al cabo e
tres días José y María lo hallaron en el Templo, sentado en medio de los
doctores, oyéndolos y preguntándoles... Cuantos le oían se maravillaban de su
inteligencia y de sus respuestas...” Lucas 2, 46-47)
Los doce primeros
años de Juanito Bosco nos dan también la primera grande revelación de su
apostolado.
Y en esa
revelación se nos manifiesta (reflejo de Jesús Niño) como pequeño y grande
catequista.
Estudiarlo, principalmente
en este aspecto, es el objeto predominante de esta primera parte de la Vida de
San Juan Bosco que va del 1815 al 1827.
Es la historia de
su niñez, blanca y pura como un lirio del campo, envuelta en llamaradas de
santo celo por el Reino de Dios.
Antes, empero, de
hacer resaltar este apostolado, queremos hacer resaltar su sólida formación
cristiana –base de este apostolado- poniendo de relieve la singular figura de
Mamá Margarita, modelo de madres cristianas; y después la intervención directa
de la otra Madre, la del cielo (¡María Auxiliadora!), la Señora de sus Sueños y
su divina Maestra.
Estas dos Madres
sacaron de Juanito Bosco al más grande catequista de los tiempos presentes.
Os invito a que
vayamos juntos, en devota peregrinación, hasta Becchi, la Cuna de la Obra
Salesiana.
Podemos
imaginariamente, partir de Turín, la Capital del Piamonte, señorial y moderna
al mismo tiempo, que actualmente cuenta
con más de un millón de almas.
Al amparo de esta
gran ciudad, eminentemente eucarística y mariana, prosperan dos de las mayores
maravillas italianas de caridad cristiana, mundialmente famosas: La pequeña
Casa de la Divina Providencia de San José Cottolengo y la Casa del Oratorio de
San Francisco de Sales. Ambas en la barriada de Valdocco.
La primera obra
deja una sensación irresistible de compasión inmensa hacia la miseria humana,
expuesta allí, (como en una exposición sin término y en casi todas sus
inagotables manifestaciones); y deja también una marcada admiración hacia San
José Cottolengo, Santo de ayer apenas y parece medieval, quien de su confianza
en Dios, completa, sin reticencias de ninguna clase, y de su caridad
incomparable derramada como un buen bálsamo (aceite y vino de amor de Buen
Samaritano) sobre una Ciudad de Dolor, ha hecho y sigue haciendo la mejor
Apología de la Religión Cristiana.
La segunda Obra,
materialmente pegada a la anterior, y que surgió casi contemporáneamente, es,
en otro orden, toda una revelación también de milagros de caridad moderna (y
tan antigua como el Evangelio), a favor particularmente de la niñez y juventud
desvalidas.
Y no cabe duda que
visitando la conmovedora y estupenda Casa del Oratorio de Valdocco, Capital del
mundo Salesiano, queda, entre otras mil deliciosas impresiones, una santa
curiosidad de conocer los pormenores de la vida extraordinaria de San Juan
Bosco, cuyas obras son apenas de ayer y ya se han arraigado en el mundo entero.
No os canséis
buscando en guías turísticas el camino que nos llevará a Becchi, la cuna
humildísima de la Obra Salesiana. Tengo andada más de una vez la senda y placer
hallaré en ser vuestro guía.
El recorrido de
Turín a Becchi es sólo de 27 kilómetros. Emprendamos, pues, la marcha.
Atravesamos “Piazza
Vittorio Emmanuele” y después de recorrido uno de los grandes puentes del Río
Po, vamos a salir a la pequeña plaza del Santuario a la Gran Madre de Dios y
poco después le decimos adiós a Turín.
La esbelta y
atrevida Cúpula que acabamos de dejar atrás, a mano izquierda, sobre la Colina
de Superga, como en un mausoleo imponente, guarda las tumbas de la Casa Saboya,
la dinastía tal vez más vieja de Europa.
Por buena
carretera llegamos hasta la Ciudad de Chieri, que se halla como a la mitad de
nuestra gira.
Aquí doblamos a la
izquierda y proseguimos hasta una población que ya tiene nomenclatura
salesiana:
Castelnuovo Don
Bosco (antes Castelnuovo de Asti)
Ahora tenemos que
doblar a la derecha y entrar por carretera de menos importancia. No os impacientéis. ¡Ya estamos cerca!
Unos cuantos
kilómetros más y sin necesidad de tocar Murialdo (que Don Bosco reconoce como
su tierra natal y que ya tendremos ocasión de visitar con calma) llegamos, por
fin, a Becchi.
Os sorprendéis,
¿verdad? Claro, no es ni una aldea siquiera. Es un simple caserío. Ahora se
llama Colle Don Bosco: Colina Don Bosco.
Becchi posee al
presente una magna Obra Salesiana, con Santuario a María Auxiliadora ay con un
grandioso Instituto llamado Bernardi-Semería, para la enseñanza de las Artes
Gráficas.
Pero lo que ahora
nos importa a nosotros es subir la pequeña Colina, y contemplar, tal como era
hace ciento cincuenta años, la sagrada Casita donde nació nuestro Santo Padre
Don Bosco.
¿Es la misma? Sí,
la misma, gracias a Dios. Se ha querido conservar, en lo que cabe, intacta
(hechos sólo los imprescindibles retoques de conservación), como una verdadera
reliquia, esta pobrísima casita que fue testigo del nacimiento y de la niñez de
nuestro Santo.
¡Cómo se agolpan
las lágrimas a los ojos!... ¡Cómo late fuerte el corazón al contemplar la
destartalada escalera e madera y al recorrer con una devoción única esta
desmantelada vivienda, que es el germen fecundo de cerca de dos mil
construcciones salesianas esparcidas por la faz de la tierra.
Una vez visitado
Turín, Valdocco queda guardado en la memoria y en el corazón. Pero una
impresión aún más honda, aún más imborrable deja Becchi, que tiene algo del
sabor del cielo del Establo de Belén.
Y vamos a buscar
el principio de una historia que, siendo auténtica historia moderna, tiene
sabor de7 leyenda.
Descorramos el
telón del tiempo... y desandemos (¡no mucho camino!... ¿verdad?) siglo y medio.
Es el 16 de agosto
de 1815. aún hay aire de fiesta e el ambiente: ayer se conmemoró la Asunción de
la Santísima Virgen a los Cielos.
Y ved: como un
regalo de la misma Madre de Dios, nace hoy en la pobrísima casucha de la Colina
de Becchi el futuro Apóstol de la Virgen Auxiliadora, que en la tarde del día
siguiente es bautizado en la Iglesia de Capriglio con los nombres de Juan
Melchor.
Se llaman sus
padres Francisco Luis Bosco y Margarita Occhiena.
¿Qué abolengo
tienen?
“Eran, confesará
humildemente Don Bosco en sus memorias, campesinos que con el trabajo y la
frugalidad se ganaban honestamente el pan de la Vida”.
Apunto aquí, a
modo de brevísima reseña, los principales datos cronológicos de la familia
Bosco.
El padre nació el
4 de febrero de 1784. se casó muy joven, tuvo un hijo por nombre Antonio el 3
de febrero de 1803. enviudó el último de febrero de 1811 y pasó a segundas
nupcias con Margarita Occhiena el 6 de junio de 1812.
Margarita había
nacido el 1 de abril de 1788, en Capriglio, aldea a 7 kilómetros de Murialdo.
El primer hijo de
ambos nació el 8 de abril de 1813 y se llamó José.
El segundo y
último fue Juan Melchor.
Con rápidos y
fuertes rasgos Don Bosco describe el esfuerzo denodado de este noble campesino
para mantener a su anciana madre y a sus tres hijos.
“Mi buen padre, casi
únicamente con su sudor, proveía al sustento de la abuela septuagenaria,
afligida de varios achaques; de tres niños, de los cuales el mayor Antonio,
hijo de primeras nupcias; el segundo José, el más pequeño Juan, que soy yo, y
además de dos jornaleros que trabajaban con él en las faenas del campo.
¡Qué poco le
duraron a Juanito los mimos y caricias del amor paternal!...
y decir que él,
como pocos hombres en la tierra, disfrutaría de los gozos de la paternidad... qué
tendría el título de Pater Multarum Gentium (Padre de muchos pueblos)... y que
sobre su tumba gloriosa se colocaría este epitafio: Orphanorum Pater (Padre de
los Huérfanos).
Jamás olvidaría
aquellas siete palabras de fuego salidas de los labios de su madre y que se le
clavaron en el corazón como siete espadas:
¡Pobre hijo mío,
ya no tienes padre!
“Yo no llegaba aún
a los dos años, narra él mismo, cuando Dios misericordioso me hirió con gran
desgracia.
Mi amado padre,
lleno de vigor, en la flor de la edad, animadísimo en dar educación cristiana a
sus hijos, un día, habiendo llegado del trabajo a casa bañado en sudor,
irreflexivamente bajó a la subterránea y fría bodega.
Debido al brusco
cambio de temperatura, se le manifestó aquella misma tarde una violenta fiebre,
acompañada de un ligero constipado.
Resultó inútil
todo cuidado y en pocos días se encontró al borde de la muerte.
Confortado con
todos los auxilios de la Religión, recomendando a mi madre la confianza en
Dios, cesaba de vivir a la buena edad de 34 años, el 12 de mayo de 1817.
No sé lo que haya
ocurrido en aquella luctuosa circunstancia: solamente me acuerdo y es el primer
hecho de mi vida del que guardo memoria, que todos salían del cuarto del
difunto y yo quería a toda costa permanecer allí.
-¡Ven, Juan, ven
conmigo!... repetía mi adolorida madre.
-Si no viene papá,
yo no quiero ir, contesté.
-¡Pobre hijo mío!
Replicó mi madre, ven conmigo... ¡Tú ya no tienes padre!
Dicho esto rompió en
sollozos, me tomó de la mano y me llevó fuera, mientras yo lloraba, porque ella
lloraba, ya que en aquella edad no podía ciertamente comprender cuán grande
infortunio fuese la pérdida del padre”.
¡Pobre huerfanito
de escasos dos años!
No cabe duda: en esta
edad “no puedes comprender cuán grande infortunio sea la pérdida del padre”.
Pero para ti no
habrá palabra que te fascine más y que más quieras encarnar en tu vida que ésta
que oíste entre los sollozos de tu madre viuda: ¡Padre!...
Será como una canción
te lo diré con el poeta de la India R. Tagore:
“Que te envolverá
con su música...
Que te tocará en
la frente como un beso de bendiciones...
Que llevará tu
corazón como las dos alas de tus sueños...
Que, cuando la
noche negra se tienda en tu camino, será sobre tu cabeza, como una estrella
fiel...
Y se sentará en la
niña de tus ojos...
La voz de tu
padre, Juanito, enmudeció con la muerte, pero su canción te seguirá hablando en
tu corazón vivo...”
Y hasta el umbral
de este hogar, desgarrado por la muerte, llegó el espectro terrible del hambre.
Juanito no tuvo
entonces conciencia de este nuevo flagelo que azotaba a su familia.
“Desde aquel día
(de la muerte del padre), narraría él más tarde, hasta la edad de cuatro o
cinco años, no me acuerdo de cosa alguno. De esta edad en adelante me acuerdo
de todo lo que hacía”.
Esta laguna de su
memoria, de los dos a los cuatro o cinco años, quedó llenada suficientemente
por las narraciones de su madre.
Y a base de ellas nos
hará Don Bosco en sus memorias unas descripciones tan plenas de patética
veracidad, tan palpitantes de sobrio dramatismo, y de un realismo tan completo
que parecerán páginas de Manzoni describiéndonos análogas escenas del hambre en
Milán en el año 1628.
He aquí la
narración:
“Este hecho puso a
toda la familia en la consternación. Había cinco personas que mantener; las
cosechas del año, único recurso nuestro, quedaron fallidas por una terrible
sequía; los comestibles llegaron a precios fabulosos. El trigo se pagó hasta a
25 francos la “emina”; el maíz o la “meliza” a 16 francos.
Muchos testigos
contemporáneos me aseguran que los mendigos pedían con ansiedad un poco de
salvado para ponerlo a hervir con los garbanzos o con los frijoles para tener
qué comer.
Se encontraron
personas muertas en los campos con la boca llena de hierba, con la que habían
intentado apaciguar su rabiosa hambre.
Mi madre me contó
muchas veces que dio alimento a la familia hasta que tuvo; después entregó una
suma de dinero a un vecino llamado Bernardo Caballo, para que fuese en busca de
comestibles.
Este amigo fue a
varios mercados y no pudo adquirir nada ni aun a precios exorbitantes.
Regresó al caer la
tarde, cuando ya era ansiadísima su vuelta; pero el anuncio de que nada traía
consigo sino dinero, el terror invadió la mente de todos; ya que en aquel día,
habiendo recibido cada uno un escasísimo alimento, se temían las funestas
consecuencias del hambre por la noche.
Mi madre, sin
desfallecer, fue con los vecinos para que le prestaran algún comestible, pero
no encontró quien estuviera en grado de venir en ayuda suya.
-mi esposo –dijo
entonces, en punto de muerte me recomendó que tuviese confianza en Dios. Venga,
vamos a arrodillarnos y recemos.
Después de breve
oración se levantó y dijo:
-¡En los casos
extremos se deben emplear medios extremos!
En seguida, con la
ayuda del mencionado Bernardo Caballo, se fue al establo, mató un ternero y
haciendo cocer una parte a toda prisa, pudo con ella saciar el hambre de la
desfallecida familia.
Después se pudo,
para los días siguientes, conseguir provisiones de cereales, que, a carísimo
precio, lograron hacer llegar de lejanos países.
Cada uno puede
imaginar cuánto haya debido sufrir y fatigarse mi madre en aquel calamitoso año.
Pero con un trabajo denodado, con una economía constante, con un ahorro de las
más menudas cosas, y con alguna ayuda verdaderamente providencial se pudo pasar
aquella crisis alimenticia.
Estos hechos me
fueron muchas veces contados por mi madre y confirmados por los vecinos y
parientes.”
“La madre
cristiana (qué bien lo dice E. Enciso Viana en el Evangelio de la Madre), sabe
que ella es la clave de la sociedad, el eje de la Patria y la cantera encargada
de suministrar santos que en el cielo gocen y alaben al Señor por toda la
eternidad.
Que es la
cooperadora de dos de las obras más grandes de Dios: en su seno se reproduce de
alguna manera la creación y sobre sus rodillas se opera la santificación.”
Mamá Margarita,
¡dichosa y santa madre cristiana! Ella sí tenía perfecta conciencia de su gran
misión maternal.
Y en esos términos
Mamá y Margarita se eslabonaron tan inseparablemente en ella que así ha pasado
a los dominios inmortales de la historia.
“Mamma Margherita”
suena a canción de cuna en el dulce lenguaje italiano...
“Mamá Margarita”,
así la llamaba Juanito... así la llamó ya sacerdote Don Bosco y así la han
llamado y la seguirán llamando con ternura filial y como si pronunciasen con
devoción una jaculatoria, todas las generaciones salesianas.
Le dedicamos a
esta mujer, de grandeza espiritual extraordinaria, una mención de admiración y
cariño.
Notemos
incidentalmente un curioso y significativo detalle. Mamá Margarita nació en
1788. su hijo Juan Bosco moriría en 1888.
De extremo a
extremo, madre e hijo complementan un siglo. Y en este círculo que los circunda
en la órbita del tiempo parece convertirse también como en una misma aureola de
santidad que los envuelve a los dos en una sola ráfaga de luz.
¡Don Bosco fue,
antes que todo, el fruto sazonado de una madre santa!
Nacido Margarita
un año antes que estallara la Revolución Francesa, parece colocada por la
Providencia Divina como broche de oro, entre el morir de una época y el nacer de
otra, en la que su hijo Juan ocuparía un puesto de privilegio como genio del
Bien y como un gran líder de vanguardia en el movimiento social cristiano.
Tenía ella doce
años cuando su tierra piamontesa, tras la batalla de Marengo, se convertía en
provincia francesa, aprisionada dentro del puño de hierro napoleónico.
Y después por más
de quince años seguidos, asistiría, desde las tierras de Castelnuovo, al ir y
venir de tropas, al flujo y reflujo de una marea creciente de sangre y
conquistas, de impiedades y ambiciones, de deslumbrantes grandezas y
repugnantes devastaciones del omnipotente emperador de Francia y casi señor de
Europa, Napoleón Bonaparte.
Era iletrada. Pero
en cambio recibió una sólida instrucción religiosa y una auténtica educación
cristiana a base de sacrificios y fortaleza de ánimo.
He aquí como el
príncipe de los biógrafos de San Juan Bosco, el gran escritos salesiano D. Juan
B. Lemoyne dibujó con sobrios rasgos la semblanza espiritual de Mamá Margarita:
“Aun jovencita
había aprendido a dividir su tiempo entre la oración y el trabajo. La iglesia,
a donde iba a cumplir sus deberes religiosos, asistiendo a la Santa Misa,
frecuentando los Santos Sacramentos, escuchando la palabra de Dios, era el
lugar de sus delicias, el centro de sus afectos; mientras que provista de una
fuerza de voluntad no común y de la gracia divina, regulaba todas sus acciones
según la ley del Señor y a la tal ley ponía como solo límite de la propia
libertad.
Por tanto, recta
de conciencia, en los afectos, en los pensamientos, segura en los juicios
respecto de los hombres y de las cosas, de modos desenvueltos, franca en el
hablar, no sabía lo que eran titubeos o temor”.
Cuando a los 24
años se casó, el 6 de junio de 1812, con Francisco Luis Bosco, ya estaba
preparada para formar un hogar como esposa y madre cristiana.
El casi repentino
fallecimiento de su consorte la hizo, irremediablemente, surgir a primer plano.
Y en verdad estuvo a la altura de las circunstancias.
Como su figura se
agigantó entonces y sin perder la ternura y delicadeza de sus rasgos femeninos
y particularmente maternales, se revistió, como de una coraza, de un temple tan
masculino y paternal que imprimió a su carácter y a su vida una reciedumbre
capaz de afrontar serena todos los embates de la fortuna.
Y así la preparó
Dios par el gran magisterio de educadora y santificadora de su hijo más
pequeño.
“La psicología no
juzga exagerada la aserción de Jean
Paul al decir que el niño aprende más en los cuatro primeros años de su vida
que durante cuatro años de universidad.
“Realmente es
exagerado el dicho de que la educación del niño se concluye a los seis años de
edad; pero es verdad que, para su ulterior educación, las primeras impresiones
son en absoluto decisivas, y que el valor de la educación posterior depende de
la solidez y perfección de los cimientos colocados en los primeros años.
En cambio omitir
la educación de la primera edad viene a ser –como dice Fenelón- un segundo
pecado original; algo importante y necesario faltará al alma durante toda la
vida (Thamer Toth. Formación religiosa de los jóvenes. P. 100- 102-104)
De los dos a los
nueve años puede decirse que Juanito no tuvo ninguna otra escuela regular y
permanente fuera de la de su mamá Margarita.
Y así como entonces
aprendió Juanito a hablar y despertó a todas las más firmes impresiones del
vivir; así como entonces adquirió la primera robustez física de roble, del
mismo modo también fue entonces cuando echó los fundamentos básicos de su
espiritualidad y de su peculiar gigantesca santidad.
Con un don de
asimilación tan singular como el de este niño precoz, puede decirse que toda el
alma de Margarita se volcó en el virgen y sediento recipiente del alma de
Juanito.
Oigamos a Don
Bosco mismo dándonos testimonio de la excelencia educativa de su madre:
“Pasada aquella
terrible penuria (del año 1817) y vueltas las cosas domésticas a estado mejor,
le fue hecha propuesta de un conveniente partido a mi madre; pero ella repuso
constantemente: Dios me ha dado un esposo y me lo ha quitado; al morir él me
confió tres hijos, y yo sería madre cruel si los abandonase en el momento en
que tienen mayor necesidad de mí.
Se le replicó
serían confiados a un buen tutor, que tendría gran cuidado de ellos.
-El tutor, repuso
la generosa mujer, es un amigo, yo soy la madre de mis hijos: no los abandonaré
jamás, aun cuando se me quisiera dar todo el oro del mundo.
Su cuidado máximo
fue instruir a sus hijos en la religión, encaminarlos en la obediencia y
ocuparlos en cosas compatibles a aquella edad.
Desde que yo era
pequeñuelo me enseñó ella misma las oraciones.
Apenas fui capaz
de asociarme a mis hermanos, me hacía poner con ellos de rodillas, mañana y
noche y todos juntos rezábamos las oraciones en común y la tercera parte del
rosario.
Me acuerdo que
ella misma me preparó a la primera Confesión, me acompañó a la iglesia; comenzó
a confesar ella misma, me recomendó al confesor, después me ayudó a dar
gracias. Ella continuó prestándome la misma ayuda hasta que me juzgó capaz de
hacer solo dignamente la Confesión”.
He apuntado arriba
que Mamá Margarita era iletrada. Pero para ser la maestra de Juanito le llevaba
sobradas ventajas a los más grandes sabios según el mundo.
Tenía la ciencia de
Dios. Sabía interpretar el libro de la Vida y sabía también leer el gran libro
de la Naturaleza, “que narra la gloria de Dios”.
El P. Lemoyne que
oyó y escribió casi bajo el dictado mismo de Don Bosco, la vida de esta
verdadera mujer fuerte, nos la presenta adornada de no comunes dotes catequísticas”
“Ella estaba
convencida que al amor de Dios, a Jesucristo, a María Santísima, el horror al
pecado, el temor de los castigos eternos, la esperanza del paraíso, de nadie se
aprenden tan bien ni se graban tan profundamente en el corazón, como por los
labios maternos”.
“Mamá Margarita
conocía la fuerza de tal educación cristiana. Siendo mujer de gran fe, encima
de todos sus pensamientos como también sobre sus labios estaba siempre Dios”
(P. Ricaldone, Oratorio Festivo, p. 204)
Para tener una
idea de sus enseñanzas nos basta oír algunas de sus lecciones prácticas:
“Juanito, ¡Dios te
ve!
Te ve cuando te
encuentras lejos de mí, solo en el campo. Cuando el rencor quiera adueñarse de
tu corazón, recuerda: Dios ve hasta los últimos pliegues de tu pensamiento.
Cuando tengas
intención de decir alguna mentira, recuerda: Dios ve hasta los últimos rincones
de tu alma y penetra a los más ocultos pensamientos.
¡Dios te ama!...
señalándole, en una noche tranquila el cielo estrellado:
Juanito ¡cuánto
nos ama Dios!... es Él quien ha creado par nuestro bien la tierra y todas las
cosas, y ha colocado sobre nosotros tantas estrellas. Si es tan bello el
firmamento, ¿qué cosa no será el Paraíso?
En primavera, ante
el campo lleno de verdor y hermosura, al rayar el día, o en los esplendores de
un ocaso tranquilo:
“Juanito ¡cuántas
cosas bellas ha hecho Dios para nosotros!...
Ante el
espectáculo sublime y terrorífico de la tempestad, mientras relampagueaba el
rayo o ensordecía el retumbar del trueno:
“Juanito, ¡qué
poderoso es el Señor!...
¿Quién podrá
resistirlo? No cometamos, pues, pecados”.
Cuando el azote
del granizo devastaba los viñedos y arruinaba las cosechas exclamaba:
“El Señor nos lo
ha quitado. Él es el dueño. ¡Todo es para nuestro bien!: pero sepamos que para
los malos son castigos, y con Dios no se juega”.
Cuando el temporal
era bueno y la cosecha abundante, exclamaba agradecida:
“Demos gracias al Señor...
¡Qué bueno ha estado con nosotros dándonos el pan de cada día!”
en invierno,
mientras estaban reunidos junto al fuego, y afuera caía la nieve y soplaba el
viento huracanado:
“Cuánto debemos
agradecer al Señor que nos provee de todo lo necesario. Dios es verdaderamente
Padre: Padre nuestro que estás en los cielos!”.
Pero las
principales lecciones de Margarita las daba con su vida entera... el ejemplo
viviente de su obrar cristiano era más elocuente que todo lo que podía decir
con palabras..
La madre sobrevive
en el hijo no solamente en su ser humano, sino que es el heredero de su alma.
Con cuánta razón
Juan Bautista Lemoyne afirma: “Juanito copió en sí todas las virtudes de su
madre. Nosotros veremos resplandecer en él la misma fe, el mismo amor a la
oración, la misma fortaleza, la misma intrepidez, el mismo candor, el mismo
celo por la salud de las almas, la misma sencillez y benevolencia de modales,
la misma caridad y laboriosidad incansable, la misma prudencia en el emprender
y llevar a término los asuntos y vigilar con suma caridad a las personas que
del él dependían, la misma calma en las adversidades, la misma confianza en el
Señor; dotes todas que se reflejaron en él al sentir de Margarita y que se
imprimieron en su alma como la lente fotográfica imprime sobre la placa las
imágenes que tiene delante”.
Pero mérito
especialísimo de Mamá Margarita fue descubrir el talento y el genio peculiar
de Juanito, y sin atrofiarlos, corregir
lo malo que podía haber en ellos y encauzar lo mucho bueno por los santos
caminos de Dios.
Nuevamente nos
valemos de las palabras del Padre Lemoyne, que tan profundamente conoció a Dio
Bosco: “Juan manifestaba una mente en extremo despejada; apego a sus propios
juicios; tenacidad de propósitos, y su buena madre lo acostumbró a una perfecta
obediencia, no halagándole el amor propio, sino persuadiéndole a doblegarse a
las humillaciones inherentes a su estado.
Al mismo tiempo no
ahorró ningún medio para que pudiese dedicarse a los estudios y esto sin
afanarse exageradamente, dejando que la Divina Providencia determinase el
tiempo oportuno.
El corazón de
Juanito, que debía tener inmensas riquezas de afecto para todos los hombres,
estaba lleno de exuberante sensibilidad, que podía haber resultado peligrosa si
hubiese sido secundada. Pero Margarita no rebajó jamás la majestad de madre a
tontas caricias o a compadecer o tolerar lo que tenía sombras de defecto,
evitando al mismo tiempo todo modo áspero o manera violenta que lo exasperase o le fuese motivo de
enfriamiento en sus afectos filiales.
Juanito tenía
aquel sentido de seguridad en el obrar que es necesario a quien está destinado
a dirigir, pero que puede fácilmente degenerar en soberbia. Y Margarita no
titubeó en reprimir los pequeños caprichos desde un principio, cuando él aún no
podía ser capaz de responsabilidad moral.
Después lo verá
ocupar el primer lugar entre sus compañeros con el fin de hacerles el bien y
observará en silencio sus acciones, no contrariará sus pequeñas empresas y no
sólo lo dejará libre para que obre a su gusto, sino que le procurará los medios
necesarios, aun a costa de privaciones. Así ella se insinuará dulce y
suavemente en su ánimo y lo plegará a hacer siempre lo que ella quiera.
Aprovecha mucho
observar debidamente a esta dignísima madre cristiana en su oficio de
educadora.
Viendo tanta
juventud crecer descaminada e irreligiosa se observa que una de las principales
causas es que las madres no enseñan ya las oraciones y el catecismo a sus
hijos. El sacerdote en el templo enseña con celo las verdades eternas a los
niños; el maestro en la escuela, si es buen cristiano, hace estudiar y explica
el catecismo; pero será siempre una instrucción limitada a aquel momento y
frecuentemente perturbada por mil distracciones, de tal suerte que todos los jovencitos
aprende, pero no todos quedan impresionados.
En cambio la
instrucción religiosa que imparte una madre con la palabra, con el ejemplo, con
el confrontar la conducta del hijo con los preceptos particulares del
catecismo, hace que la práctica de la Religión se convierta en una segunda
naturaleza y se aborrezca el pecado por instinto como por instinto se ama el
bien y el ser bueno se convierte en hábito y la virtud no cuesta gran esfuerzo.
Un niño educado así deberá hacerse violencia a sí mismo para llegar a ser
malvado.
Margarita conocía
la fuerza de tal educación cristiana; por esto muy a tiempo y con grande amor
enseñaba a los hijos las oraciones y el catecismo; y así hizo con Juan, el cual,
si bien era el más pequeño de los hermanos, sin embargo, desde que fue asociado
a los otros en el rezo de las oraciones de la mañana y de la noche, no sólo se
convirtió en el más fervoroso en cumplir estos deberes, sino que era el primero
en recordarlo cuando llegaba la hora.
Cada domingo y
cada fiesta de precepto ella lo conducía con sus hermanos a escuchar la Santa
Misa a San Pedro, la Iglesia de la población de Murialdo, donde el capellán
predicaba y daba un poco de catecismo, que Margarita no dejaba de continuar por
su cuenta todas las noches y que también Juanito gustaba tanto de repetir a la
mamá, a la abuela, a los hermanos y a los compañeros.
Escuchemos algunos
breves diálogos entre Mamá Margarita y Juanito. Ellos nos darán más luces sobre
la índole del pequeño educando y sobre las sencillas, pero utilísimas y
prácticas lecciones educativas de esta primera plasmadora de la santidad de Don
Bosco.
Tiempo de verano.
Juanito tiene apenas cuatro años. Entran a casa José y él, muertos de sed.
Piden agua a mamá. Complaciente ella la da, pero ofrece primero el vaso José. Juanito disgustado de la preferencia
hace una señal con la cabeza manifestando que no quiere agua. Margarita sin
decir palabra, retira el vaso y lo coloca sobre la mesa. Un momento de
silencio...
Tímidamente habla
Juan:
-Mamá...
-¿Qué quieres?
-¿Me da un vaso
con agua también?
-Creía que no
tenías sed...
-Mamá, perdóname.
-Está bien. Toma y
bebe.
Otra vez, Juanito
ha hecho alguna travesura.
-Ven, Juan.
-Aquí estoy, mamá.
-¿Ves aquella
vara?
-Si, la veo.
-Tómala y
tráemela.
-¿Qué quieres
hacer?
-Tráemela y verás.
-Aquí la tienes,
mamá. ¡Ah! ¿quieres emplearla sobre mis espaldas?
-¿Y por qué no, si
tú haces tales travesuras?
-Mamá, perdóname,
no has haré más...
Mientras Mamá
Margarita se hallaba en el pueblo vecino, Juanito, que tiene ocho años,
habiendo puesto la mano donde no debía, rompe el recipiente del aceite...
¿limpiar la mancha? ¡inútil! ¿qué
hacer? Arranca de un árbol una rama y prepara con esmero una vara y sale al
encuentro de Mamá Margarita.
-Y bien, mamá,
¿cómo estás? ¿has tenido buen paseo?
-Sí, querido
Juanito. ¿y tú?... ¿estás contento? ¿te portaste bien?
-¡Oh mamá, mira –y
le presenta humildemente la vara.
-¡Ah! ¿has hecho
alguna travesura?
-Sí y esta vez merezco en verdad que me
castigues.
-¿Qué te ha
sucedido?
-Por desgracia he
roto el vaso del aceite.
Juanito narra lo
acaecido y añade:
-Sabiendo que
merezco un castigo, he traído la vara, para que la uses sobre mis espaldas, sin
que te molestes en ir a buscarla.
-Me duele mucho,
Juanito, la desgracia que te ha sucedido, pero como tu modo de obrar me revela
tu inocencia, te perdono. Sin embargo, acuérdate siempre de este consejo:
“Antes de hacer una cosa, piensa en sus consecuencias”. ¡Ten, pues, juicio!
¿Posible?...
Juanito todos los días me llegas con alguna novedad... ahora un raspón, ayer un
golpe en la cabeza, antier en rasguño en la cara. ¿Por qué vas con esos
compañeros? ¿No ves que son malos?
-Mamá,
precisamente por esto los frecuento. Cuando me hallo en medio de ellos, están
más quietos, son más buenos y no dicen malas palabras.
-Y entre tanto
llegas a casa con la cabeza rota.
-Ha sido una
desgracia.
-Está bien, pero
no vuelvas más con ellos.
-¡Mamá!...
-Si es por
agradarte, no iré más; pero piensa: cuando me encuentro en medio de ellos,
hacen como yo quiero y no pelean más.
-Está bien,
Juanito... no quiero impedirte que hagas el bien a tus compañeros... pero, al
cuidarlos, no te olvides de cuidarte a ti mismo.
-Gracias, mamá, haré
como tú dices... y ¡Dios te lo pague!
Corona de alabanzas a Mamá Margarita
Su mayor timbre de
gloria.- “La sabia dirección con que hizo de Juan un apóstol, un santo, es el
mayor timbre de gloria de esta mujer que bajo el vestido de aldeana atesoraba
un corazón digno de una reina. (Carlos D’ Espiney. Vida de Don Bosco.
Alma sacerdotal.- “Mamá Margarita...
era digna de ser madre de Don Bosco: tenía un alma sacerdotal y sus solicitudes
más próvidas era para las almas de sus hijos”. (Sac. Angelo Amadei. Don Bosco y su
Apostolado.
Tenía el sentido
innato de la educación.- “Esta pobre piamontesa iletrada tenía el sentido
innato de la educación. Nada ni nadie puede reemplazar a la madre; ni el
sacerdote en el púlpito o en la catequesis, ni le maestro en la escuela; sólo
ella puede formar los corazones. Es una tarea sublime que Margarita Bosco
comprendió instintivamente y ¡con qué ardor se aplicó a ella!...
Llevó a sus hijos
a la práctica de las virtudes cristianas, más con su ejemplo y la dulce firmeza
de sus procedimientos, que por la voz de la autoridad que se impone. Con un
exquisito sentido de la medida, sabía mantenerse a igual distancia de la
severidad, que levanta la voz, se muestra intratable, recurre a los medios
violentos, y de la falsa dulzura que trata de llegar a sus fines con
adulaciones, zalamerías y ruegos. Ni tontas caricias, ni gritos desaforados.
La calma , la
serenidad, el dominio de sí, la verdadera dulzura, armas poderosas, casi
siempre victoriosas. No golpeaba a sus hijos, pero nunca cedía ante ellos;
amenazaba, pero se entregaba al primer signo de arrepentimiento; cerraba los
ojos ante esas menudencias que tienen tanta importancia para ciertas madres
modernas, pero los abría bien grandes ante las malas inclinaciones de sus
hijos, para enderezarlas en el acto; sonreía ante los accesos de alegría
bulliciosa de sus muchachos, mas no les permitía capricho alguno. Sobre todo,
inspiraba a sus hijos, para hacerse obedecer, una ternura muy viva por ella y
un temor extremo de desagradarla. Y ese doble sentimiento alimentado en el
corazón de sus tres pequeños cristianos, le permitía llegar a sus fines...
¡Esta humilde mujer sin instrucción fue, sin saberlo, la que formó el
pensamiento pedagógico y educador de San Juan Bosco...” (S. Auffray. “Un gran
Educador” y “La Pedagogía de un Santo”)
“Oh, sabia
dirección la de esta madre que tanto contribuyó a hacer de su hijo un santo y
un verdadero apóstol: lo que constituye la indiscutible gloria de esta humilde
mujer que bajo la vestidura modesta, humilde y sencilla de aldeana, atesoraba
un corazón de reina buena!....” (F Copelli. “Vida de San Juan Bosco”)
Transmitió su
propio espíritu a su hijo Juan Bosco.- “En San Juan Bosco veremos
heroicamente transmitido el mismo
espíritu de fe, el mismo celo, aquel amor a la fatiga y sobre todo aquella
caridad, aquella acristiana vigilancia, aquella necesidad de estar lo más
posible en medio de los jóvenes, aquella paciencia en escuchar todas sus
palabras, aquel premuroso y prudente interrogarlos con que los invitaba a
reflexionar sobre su propia conducta, de que le había sido maestra incomparable
su querida madre” (Lemoyne, “Vida”)
San Juan Bosco,
producto de una Madre Santa.- “En el principio era la madre...
Sin querer faltar
al respeto debido a las Sagradas Escrituras y sin intención alguna de cometer
un abuso profano en la Palabra inspirada, me permito empezar así el relato de
la Vida de Don Bosco.
En el principio
era la madre...
..Un niño es el
resultado de lo que su madre quiere que sea: un bandido o un criminal si el
ideal de la madre es la anarquía y el pecado; un santo, si ella misma va camino
al Paraíso” (Juan Goergensen “Don Bosco”)
En la viudez se
vio qué temple de mujer era Margarita.
“Hombre para las fatigas
y los negocios, permanecía mujer y se convertía casi en matrona en la gentileza
de ánimo y en la cortesía delicada de los modales hacia la suegra que su esposo
le había encomendado... Sabía en toda ocasión servirse del nombre de Dios para
guiar los pasos de sus hijos.
Con ellos era
bondadosa y al mismo tiempo austera. Los quería francos y leales y lo obtuvo.” (Filipo Crispolti “Don
Bosco”)
“La niñez de Don
Bosco, tan atrayente, tan reveladora, no se comprende sino al lado de Mamá
Margarita. El uno digno de la otra. La formación de Juanito es fruto de aquella
bondad, de aquella ponderación y de aquel atinado criterio cristiano de que
Dios revistió a la magnánima mujer de Capriglio, la cual se sirvió de tales
dones para cultivar en el alma de aquella criatura privilegiada los gérmenes de
la virtud y hacer florecer las primicias de la santidad” (Cardenal Salotti, “Il
Santo Giovanni Bosco”)
“Si la pequeña
casita donde nació y pasó sus primeros años Don Bosco, pudiera hablar. ¡Cuántos
ejemplos edificantes nos podría exponer!... La buena Margarita, bajo la mano de
la Divina Providencia, que tan terriblemente la había probado, hizo ver toda la
virtud cristiana que poseía. En vez de lamentarse... con ánimo valiente, se
entregó por entero a la educación de sus hijos y a proporcionarles el sustento
de la vida... Margarita formará siempre el verdadero modelo de las madres
cristianas”. (J. B. Francesia “Vita di Don Bosco”)
Mamá Margarita,
mujer de exquisito sentir cristiano y de gran prudencia...(Luis Terrone. “Un
gran pescador de almas”)
“La providencia,
que todo ordena maravillosamente, dispuso que en la escuelad e esta mujer
admirable se formara el corazón del gran hombre, sacerdote ejemplar, educador
incomparable, futuro apóstol que tantas almas había de modelar en el troquel de
la suya; el hombre extraordinario que debía dar su nombre al siglo en que
vivió. Peor el método educativo de Margarita, causa eficiente de todo este
bien, no se encuentra en tratados de pedagogía; es la consecuencia inmediata de
una vida vivida real y totalmente en Dios” (J. Romero.”Beato Juan Bosco”)
“¡Oh, si todas las
madres cristianas leyeran la vida de esta santa mujer, cuánto bien
sacarían!...”. (Cardenal Pedro Maffi)
Juanito había
llegado ya a los ocho años.
“Mi madre, cuenta
él mismo en sus memorias, ansiaba mandarme a la escuela, pero era demasiado
difícil por la distancia, ya que estábamos a cinco kilómetros de la población
de Castelnuovo.
Mi hermano Antonio
se oponía a que yo fuera al Colegio”.
Aquí comienza el
largo viacrucis de Juanito. Por una parte Margarita, ansiando vivamente sacra
de la noche de la incultura a esta inteligencia vívida, lúcida, sedienta y
ardorosa, que sin cultivo intelectual corre peligro de quedar como un
abandonado yermo.
Por otra parte la
oposición sistemática del hermanastro Antonio cuya obtusa mentalidad discurría
así: ¿Qué necesidad hay de mandar a ese muchacho a las aulas?... ¡Qué endurezca
como yo las manos en el manejo de la azada!... ¡Bueno será ver dentro de poco
al señorito con los zapatos limpios y la mesa puesta!...
-Mandarlo a la
escuela –respondía Margarita- no hago ninguna preferencia. También José fue a
que le enseñaran a leer y escribir y tu padre ha usado contigo igual
miramiento.
-Pero usted ha hablado
de Colegio...
-Mira, hasta el
presente hemos ido adelante y bien en nuestros asuntos, y el Señor nos ha
ayudado siempre. Convéncete que ninguno consumirá tu parte. Ahora es una
necesidad estudiar. Hasta los zapateros y los herreros estudian: se ha convertido
en cosa común ir a la escuela.
Pero Antonio,
terco como un mulo.
La firmeza de la
madre se impone, sobre la tozuda oposición del hijastro y Juanito se prepara,
al fin, a frecuentar la escuela, llevando como despechado y mordaz augurio de
Antonio este apóstrofe: -¡Qué vaya a la escuela y que salga un Salomón!
¡Se ha vencido el
gran obstáculo! Juanito va a poder finalmente penetrar al sagrado recinto de la
escuela...
Es durante el
otoño... Madre e hijo emprenden el camino a Capriglio. Ambos se irán forjando
ilusiones:
La madre tal vez
piense: al fin mi pequeño Juan va a poder cultivar su inteligencia en la
ciencia como tiene cultivado el corazón en la virtud... ¡Lástima que yo no
tenga estudios!... Con qué interés le hubiera enseñado a leer, como le he
enseñado a rezar y a ser bueno... Pero e maestro llenará este vacío que a mí me
ha sido imposible llenar.
Tal vez Juanito
vaya pensando:
¡Hasta que al fin
puedo emprender la marcha hacia la escuela!... ¡Cuántas y cuántas veces he
querido realizar este amado sueño de mi vida y se ha desvanecido como una vana
ilusión!... ¡Oh, cómo sabré ahora aprovecharme bien de esta gracia de Dios!...
Están ya en
Capriglio... Están ya en la escuela... Atraviesa la puerta, de la mano de su
madre, el vaquerillo de Becchi, bajo de estatura, tímido de porte y con aire
humilde...
Margarita expone
su asunto al maestro: Juanito su hijo, es aún muy pequeño para ir a
Castelnuovo... Le suplica, por tanto, lo acepte en Capriglio a recibir sus lecciones...
Pero el maestro no
condesciende a su petición...
“No está obligado
a recibir en clase a muchachos de otros municipios”... Becchi corresponde a Castelnuovo
y no a Capriglio.
¡Pobre Juan!...
¡Ironías de su mala estrella!... donde menos debería encontrar obstáculos
encuentra al opositor, al inconsciente de Antonio.
Y mientras los
ojos de Juanito se arrasan de lágrimas las puertas de la escuela se cierran
frente a él...
“Margarita, vivamente
contrariada, no sabía que partido tomar... ¿Quedaría Juanito derrotado?
¿Quedarían enterrados en la Colina de los Becchi “sus cinco talentos” que, al
nacer, recibió de la mano dadivosa de la Divina Providencia?
Capriglio (tierra
de su madre) le niega la escuela. Pero, ¡qué! ¿en Capriglio no puede
encontrarse otra escuela que satisfaga el hambre y la sed de instrucción que
tortura el alma de Juan?
Oh feliz idea...
Margarita recuerda que allí hay un campesino, amigo suyo, que sabe leer de
corrido el Santoral y dos o tres libros más, único tesoro de su agreste biblioteca. Irá con él, y de seguro
que le otorgará el inmenso favor.
¡Madre e hijo
descubrían las insospechadas riberas de un nuevo mundo! Lo visitaron. Le expuso
Margarita el problema. Y chispearon de júbilo los grises ojos de Juan, clavados
antes perplejos en la extraña figura de aquel campesino “intelectual” que no
titubeó en responder a la invitación con gesto magnánimo:
¡Pues yo seré su
maestro!... y el primero que tuvo Juanito fue este rústico maestro, tipo de
leyenda, que en el libro del santoral (¡con olores de santidad!) le enseñó a
Juan el divino secreto de la primeras letras.
¡Difícil concebir
una escuela más primitiva!
Pero ¡qué a tono
con una vida que tendría que luchar a brazo partido contra corriente,
precisamente para adquirir la robustez de roble indispensable para una misión
extraordinaria!
Sospecharía este
anónimo patriarca campesino que iba a adquirir espiritualmente el derecho de
padre del saber de aquel muchacho rubio y despierto y que vendría a ser, por
tanto, el abuelo de millones de analfabetos que aprenderían a leer en las
escuelas de su hijo espiritual?
¡Patriarca
campesino de las futuras escuelas de Don Bosco, bendito seas!...
“La letra con
sangre entra”, afirma uno de nuestros adagios. ¡Qué a propósito en el caso de
Juanito!
Las lecciones las
recibió en el distante Capriglio y durante la temporada invernal.
¡Cuánto fuego necesitó
en su corazón para perseverar hasta el fin! Pero perseveró y aprendió a leer
bastante y a escribir un poco.
Impulso suficiente
para convertirlo –en la reducida órbita en que se movía- en un autodidacta.
Y así, cuando al
llegar la primavera, la necesidad de volver a las imperiosas labores del campo,
lo obligó a decir con tristeza “adiós” a su primera escuela y a su primer
maestro, Juanito ya pudo penetrar por sí solo en el sagrado ámbito del estudio
del Catecismo.
Estudiar por sí
solo y profundizar la condensada teología del Catecismo, él, que desde los
cinco años había tenido como pasión dominante rodearse de niños para
enseñarles. Catequista nato, esta Ciencia de las ciencias que lleva al
conocimiento de Dios y señala el camino de la Vida Eterna...
Si le hubiera
sorprendido en cualquier mañana de primavera, ¿cómo se le hubiera encontrado a
Juanito?
A la sombra de un
árbol o al borde de una peña, después de cumplida su faena campesina, mientras
pace entre la hierba el reducido ganado que pastorea, se queda con el pequeño
libro del Catecismo, estudiando y meditando....
¡Oh pequeño y
grande apóstol!... Dios bendiga tus afanes y te abra paso para que conozcas
cuán grande es la misión a que Él te destina!
¡Oh escuela
divina, a la sombra de un árbol, en donde el mismo Espíritu es directamente el
Maestro que le revela los impenetrables Misterios de Dios!
¡Qué fecunda va a
ser esa soledad! ¡Qué pentecostés maravilloso va a brotar de ese silencioso y
prolongado retiro del huérfano pastorcillo, hijo de Margarita!
Últimos meses del
año 1824. a Juanito se le abrió una nueva providencial perspectiva.
Inesperadamente su tía Mariana, hermana de Mamá Margarita, se encontró en
situación excepcional para poder interceder por él. Habiendo muerto en esos
días el ama de llaves de la casa del Padre De Lacqua, sacerdote de mucha
piedad, en Capriglio, la tía Mariana sustituyó en su puesto a la difunta.
Ella amaba mucho a
Juanito. Fácil fue interceder en su favor. La petición fue bien recibida y
quedó aceptado gratuitamente, y con la ventaja de que halló allí, al amparo de
su tía, como en propia casa.
Las clases
principiaron en el mes de noviembre y duraron hasta fines de marzo de 1825. total,
cinco meses, los más inclementes del año. Casi cuatro kilómetros era el
recorrido diario, con lluvia, nieve, fango y frío.
Pero bien valía la
pena. El Padre Lacqua pronto adivinó el tesoro que se escondía dentro de las
humildísimas apariencias de aquel vaquerillo de Becchi, y se empeñó de veras en
ayudarlo lo más que pudo.
Se preocupó de su
instrucción, pero más aun de su educación cristiana. Habiendo descubierto su
piedad y su amor al estudio, perfeccionaba en Juanito las verdades bebidas de
los labios maternos. Le señalaba los medios necesarios para conservar el alma
en gracia de Dios, lo instruía con precisión en lo referente a la manera de
acercarse con fruto al Santo Sacramento de la Penitencia y sobre la necesidad
de las mortificaciones cristianas y la vigilancia de las propias acciones,
hasta las más insignificantes, para que no quedaran dañadas por la soberbia.
En sus memorias,
Don Bosco le dedica un recuerdo lleno de gratitud a este su primer maestro
sacerdote: “Mi maestro era –escribe- un
sacerdote de mucha piedad, llamado Don José De Lacqua, el cual me tuvo muchos
miramientos, se ocupó de muy buena gana de mi instrucción y aun más, de mi
educación cristiana.
El Padre Valentín
SDB, que está enriqueciendo a la Congregación Salesiana con muy concienzudos y
fecundos estudios sobre San Juan Bosco, señala muy atinadamente que Juanito
halló en le Padre De Lacqua a su primer director espiritual. “Lástima, lamenta
el citado escritor, que esta educación espiritual fuera pronto interrumpida por
la oposición de su hermanastro Antonio y que no tuvo (de tejas abajo) a nadie
más (a excepción de Mamá Margarita), hasta el feliz encuentro con Don Calosso
(otro sacerdote del que de propósito hablaremos adelante), que será en verdad
su verdadero guía” (Salesianun. Anno XIV, pag. 344)
Intentemos dibujar
la semblanza de Juanito, próxima ya a los nueve años.
Ni por retratos ni
por pinturas nos es dable recabarla.
Pero los
pormenores recibidos de sus coetáneos nos ayudan lo suficiente para calmar
nuestra sana curiosidad.
Era de estatura
media. Ágil de cuerpo. Semblante lleno y ovalado. Bien regulares la nariz y los
labios, siempre dispuestos a una suave sonrisa. Mentón bien torneado y
gracioso. Ojos grises, penetrantes, que, según el brillo, hacían cambiar la
expresión de su fisonomía. Cabellos encrespados y rubios.
Naturaleza
ardiente y sanguínea. Temperamento equilibrado. De buen humor, alegre jovial,
pero no disipado; antes bien, con la seriedad ponderada del niño precoz y
perspicaz, sediento de aprender. Hablaba poco y observaba mucho. Talento de
imitación sin igual. Memoria prodigiosa. Imaginación creadora y en plena
actividad. Inteligencia que merecía con todo derecho llamarse verdadero
talento; clara, lúcida, rápida, capaz de ver lo que aun no estaba al alcance de
los demás. Buen sentido práctico y positivo. Digno patrimonio de su raza
piamontesa. Fuerza de voluntad incontrastable. Innato sentimiento del deber, y
encima de todo, un corazón grande, verdaderamente grande, en el más elogioso
grado que pueda imaginarse. Pocos corazones creo que hayan latido en el mundo
con tan nobles y tan humanos y tan divinos sentimientos como los suyos.
Juanito ya está
preparado para aprender –al menos en parábolas- el lenguaje del cielo.
Tiene sólo nueve
años. Pero ya ha tenido las más grandes y mejores escuelas de la vida:
La escuela del
dolor que lo comenzó a adoctrinar a los dos años y que no lo dejará mientras
viva en esta tierra.
La Santa Escuela Maternal
que le enseñó sobre todo a rezar y a vivir diariamente la heroicidad práctica
de su fe cristiana.
La escuela de la
pobreza, cuya cátedra tuvo su primer asiento en la desmantelada casucha de
Becchi y lo acompañará hasta el último respiro. Y entre las buenas también, la
escuela del anónimo campesino que lo introdujo por la senda de la
alfabetización a la sagrada escuela del Catecismo y del Apostolado
Catequístico.
¡Ya estaba maduro
para entrar a la Escuela del Amor!
A los nueve años
tuvo el gran sueño de su vida.
¡Aquí está la
calve de toda la Misión y de la existencia entera, terrena y celeste, de San
Juan Bosco!
Sin este sueño,
brújula del mar de su vida, hubiera sido tal vez “un desorientado”. No hubiera
tenido su vivir la armonía natural y sobrenatural que lo colocaría entre los
gigantes de santidad del cristianismo con una floración de frescos amaneceres.
¡Soñó un sueño!
Pero no fue un soñar de niño de ardiente fantasía. Fue un sueño revelador y
misterioso como los de José, el hijo de Jacob, y como los de San José, el
esposo de María Santísima.
Tratar de narrar a
nuestro modo este sueño sería robarle gran parte de su encanto.
Mejor que lo
cuente el mismo Juanito, tal como lo narró, apenas soñado, al pequeño auditorio
familiar; tal como lo contaría más tarde, ya sacerdote y próximo fundador, a su
Santidad Pío IX, quien le ordenaría dejarlo escrito con las demás cosas de
orden sobrenatural de su vida, como una preciosa herencia para sus hijos.
“Me pareció que
estaba en un patio espacioso, donde se hallaban reunidos una gran cantidad de
niños.
Unos reñían, otros
jugaban, no pocos blasfemaban.
Al oír aquellas
blasfemias, me lancé en medio de ellos empleando puños y palabras para hacerlos
entrar en orden.
En aquel momento
apareció un personaje venerando, noblemente vestido. Un manto blanco cubría su
persona, y su cara era tan luminosa que no podía mirarla.
Me llamó por mi
nombre, y me ordenó ponerme a la cabeza de aquellos niños, añadiendo estas
palabras:
-No con golpes,
sino con mansedumbre y caridad habrás de ganarte estos amigos tuyos. Disponte,
pues, inmediatamente a instruirlos sobre la fealdad del pecado y la belleza de
la virtud.
Confuso y
espantado, contesté que yo era un pobre niño ignorante, incapaz de hablar de
Religión a aquellos jovencitos.
En aquel momento
los muchachos cesaron de sus riñas, alborotos y blasfemias, y se reunieron en
torno de aquel señor.
-¿Quién sois vos,
que mandáis cosas imposibles?
-Precisamente
porque tales cosas te parecen imposibles debes hacerlas posibles con la obediencia y la adquisición de la
ciencia.
-¿Dónde podré
adquirir la ciencia?
-Yo te daré la
Maestra bajo cuya disciplina podrás hacerte sabio, y sin la cual toda sabiduría
se convierte en necedad.
-Pero ¿quién sois
vos que así me habláis?
-Yo soy el Hijo de
Aquella a quien tu madre te ha enseñado a saludar tres veces al día. Mi nombre
pregúntaselo a mi Madre.
En aquel momento
vi junto a Él una Señora de majestuoso aspecto, vestida con un manto que por
todas partes resplandecía, como si cada una de sus puntas fuese una estrella
brillantísima.
Observando que mi
confusión aumentaba con mis preguntas y respuestas, me indicó que me acercara a
Ella, y tomándome de la mano:
-Mira –me dijo.
Al mirar advertí
que aquellos niños habían huido todos y en su lugar vi una multitud de
cabritos, perros, gatos, osos y otros varios animales.
-He aquí tu campo:
he aquí donde debes trabajar –continuó diciéndome la Señora- hazte humilde,
fuerte, robusto, y lo que ocurre con estos animales, deberás hacerlo tú con mis
hijos.
Volví entonces la
mirada, y he aquí que, en lugar de los animales feroces, aparecieron otros
tantos corderos que, saltando y
triscando, acudían en torno de Ella, balando como para festejar a aquel Señor y
a aquella Señora.
Yo me puse a
llorar y le rogué me hablara de modo que pudiera entenderle.
Entonces Ella me puso la mano sobre la cabeza, diciéndome:
-¡Todo lo
entenderás a su tiempo!
Dicho esto me
despertó un rumor y todo había desaparecido.
Quedé aturdido.
Tenía las manos y la cara adoloridos por las bofetadas y golpes recibidos de
aquellos pilluelos.
Después, aquel
Personaje y aquella Señora, así como las cosas dichas y oídas ocuparon de tal
modo mi mente que ya no me fue posible conciliar el sueño”.
Juanito Bosco nos
va a manifestar cuales fueron las primeras variadas interpretaciones del sueño,
en familia:
“Por la mañana, lo
más pronto que pude, conté el sueño, primero a mis hermanos, que se echaron a
reír; después a mi madre y a mi abuelita. Cada uno dio su interpretación.
José dijo: Tú
serás pastor de cabras, ovejas y otros animales.
Mi madre: ¡Quien
sabe si llegues a ser sacerdote!...
Antonio: Tal vez
serás capitán de ladrones.
Pero la abuela,
que sabía mucha teología y era del todo analfabeta, dio la sentencia
definitiva, diciendo:
-¡No hay que hacer
caso de los sueños.
Yo era del parecer
de mi abuela: con todo, no me fue posible arrancarme de la mente este sueño”.
¿Quién conquistó
la palma de la victoria en este torneo de interpretaciones?
José, poco mayor
que Juanito, no tenía alcances para meterse en las honduras de la
interpretación.
Simplemente
afirmó, comentando literalmente la visión que Juan sería pastor.
Pero los labios
dijeron mucho más de lo que fue la intención de su mente.
De sus labios
brotó una verdadera profecía:
Juanito sería
pastor, ¡Pastor de almas!... y su campo sería tan grande que invadiría con él
toda la tierra. Su rebaño tan numeroso (permitiéndome la expresión bíblica)
como las estrellas del cielo y las arenas del mar.
Antonio en su
sentencia, que emitió no como una interpretación sino como un insulto, puso
todo el veneno que guardaba en su corazón:
-Tal vez serás
capitán de ladrones.
Pero sin quererlo,
también lanzó al porvenir una de las mejores profecías.
El poeta cubano
Andrés de Piedra Bueno, en una estrofa felicísima de su gran poema a Don Bosco,
condensa así la profecía:
“¿Ladrón? No sabe
el hermano
el sentido
verdadero:
ha de robar tantas
almas
con el imán de su
ejemplo
y ha de violar
tantas puertas
para que el bien
pase adentro
que nunca ladrón
más alto
tendrá tesoros tan
buenos...”
¿Y que decir de la
abuela? Don Bosco, con el buen humor que siempre tuvo, advirtió fina y pintorescamente,
que la abuela sabía mucha teología y era del todo analfabeta.
Dos afirmaciones
antagónicas y que sin embargo tienen un hondo sentido humano de la verdad.
La abuela dijo:
-¡No hay que hacer
caso de los sueños!
Este criterio de
la abuela (y que Juanito se empeñó, aunque inútilmente, en querer tomarlo como
propio) es, por vía ordinaria, el criterio llano y sencillo de la experiencia y
la actitud normal de todos los que tienen sentido común. Es el ordinario
principio “de los moralistas” dentro de la ortodoxia católica:
-¡No hay que hacer
caso de los sueños!
Tíldase de
supersticioso el tomar a lo serio los sueños.
“Los sueños,
sueños son”.
Tiene sabor de
refrán ya este inmortal verso con que pone punto final Calderón de la Barca a
su drama: “La vida es sueño”.
Pero esta vez la
sensata interpretación de la abuela fue la única que no tuvo consistencia ante
la realidad conjunta de la vida extraordinaria de San Juan Bosco.
Don Bosco se
encuentra en la serie de los santos canonizados, como el más rico y fecundo,
tal vez, en sueños de orden sobrenatural.
Desde los nueve
años hasta el fin de su vida los “sueños” lo irán guiando en todas las sendas,
con carácter de auténticas revelaciones, como la estrella de oriente guiara a
los Reyes magos.
Esta vez, querida
abuela, el milagro de una revelación echó por tierra tu atinada experiencia de
setenta años.
¿Y la madre? Creo
que obtuvo el primer premio de la interpretación. Creo que Margarita entendió
mejor que nadie el mensaje maravilloso del cielo que revelaba la misión
extraordinaria del más pequeño de sus hijos.
Y resumió todo un
mundo de emociones, de previsiones y sorpresas celestiales en esta sencilla
pero elocuentísima frase que pronunciaba con el temblor de una Anunciación:
-¡Quién sabe si llegues
a ser sacerdote!...
Tres revelaciones de la Virgen María en los tiempos
presentes
Me permito, casi
como un paréntesis con gozos de Tabor, el enlace de tres nombres: Becchi,
Lourdes, Fátima, que se me antojan irradiando una misma luz divina, aunque con
diversos matices.
Tal vez el enlace
parezca atrevido, pero nada más por lo insólito, de ningún modo por lo
inconsistente.
¿Quién iba a decir
que estos tres poblados de mínima importancia en la geografía humana iban a
tener una importancia singularísima en la Geografía Divina?
Becchi. Lourdes. Fátima...
tres destacadas revelaciones de la Madre de Dios para los tiempos presentes.
Observemos las
tres fúlgidas fechas en que reciben estos ignorados poblados la materna
consagración celeste: 1825-1858-1917 ... ¡Caben dentro del círculo de un mismo
siglo!
En Becchi es la
Virgen Auxiliadora, que habla entre los celajes del alma, que se revela en un
misterioso sueño.
En Lourdes y en
Fátima es la misma la que habla, pero a plena luz solar, como Inmaculada Concepción
y como Santísima Virgen del Rosario.
La misma Madre de
Dios, que acude en estos últimos tiempos manchados de tanta maldad (siempre
Auxiliadora nuestra), para cambiar los lobos en corderos; a los pecadores
empedernidos en contritos penitentes; a los hombres de odio y guerra en
cristianos de amor y paz.
Pero lo más
significativo, lo que más me place hacer resaltar en estas tres revelaciones
contemporáneas, es el detalle de los instrumentos elegidos, todos niños, y todos
niños campesinos: en Becchi, en Lourdes, en Fátima.
Precede un niño,
Juanito... (¿No os place la coincidencia? El precursor se llamaba Juan....)
Sigue una niña,
Bernardita...
Y al fin un niño y
dos niñas: Francisco, Jacinta y Lucía...
“Gracias te doy,
oh Padre, porque escondiste estas cosas a los sabios y a los prudentes, y las
revelaste a los pequeñuelos...!” (Mat. 11-25)
Yo imagino que
Apósto es el amanecer.
Apóstol el
radiante mediodía.
Apósto el devoto
atardecer.
¿Tuvo Juanito
inmediatamente después de este sueño conciencia de su misión extraordinaria?
Sin duda hubo en
él una lucha interior entre tomar este sueño como simple sueño y el acogerlo
como una verdadera revelación.
Pero la lucha,
aunque posiblemente tremenda, fue breve y triunfó la convicción de que el sueño
era efectivamente un Mensaje del Cielo.
Dos razones apoyan
esta aserción.
La primera son las
mismas palabras de Don Bosco. La segunda, el hecho de que de inmediato Juanito
se puso en cuerpo y alma a cumplir con la orden celestial.
Subrayemos las
palabras del Santo en “sus Memorias”:
“Yo era del
parecer de mi abuelita. (de no hacer caso de los sueños). Con todo añade: No me
fue posible arrancarme de la mente este sueño”.
No me fue posible.
Dios es irresistible cuando llama a una vocación extraordinaria.
Este sueño fue,
por tanto, la revelación de su vocación de Apóstol.
La segunda
aserción es tan firmemente confirmada por los hechos como la primera:
Será Apóstol desde luego.
Extraño caso:
Jesús no esperó para ungirlo como apóstol a que llegase a la edad madura, como
había esperado a Pedro de Betsaida y a sus compañeros del mar de Galilea.
A Juanito lo ungió
apóstol a los nueve años. Y él adquirió inmediatamente conciencia de su
consagración. No aguardó a escalar las gradas del altar como sacerdote para
iniciar su apostolado de pescador de almas; apenas recibió el llamado fue
apóstol en obra.
Muy antes ya
presentía tal vocación. Escribe en sus Memorias: La idea de reunir a los niños
para enseñarles el catecismo había brillado en mi mente desde que tenía sólo
cinco años. Esto formaba en mí el más vivo anhelo, me parecía la única cosa que
debía hacer en la tierra.
La idea había
brillado a los cinco años.
A los nueve años
la luz de esta idea fue ya tan resplandeciente que Juanito como en un mar de
luz se sintió anegado en ella.
¿Qué maravilla si
para realizarla se lanzara a la ejecución de proyectos, que rompiendo moldes
antiguos, entraban, como avanzadas de una revolución, en la táctica moderna del
apostolado católico, en la que Juan Bosco tiene méritos subidísimos de
precursor y descubridor?
“Juanito demuestra
Don Ricaldone, fue catequista nato.
A la edad de cinco
años ya vislumbraba la misión catequística como la más bella y más amada.
Dios lo había
enriquecido, en grado eminente, de las dotes más destacadas del catequista
modelo: celo ardiente por las almas, pureza y santidad de vida, memoria prodigiosa,
ingenio perspicaz, don de hacerse amar, aptitud sorprendente en hacer
interesantes las cosas expuestas, claridad y simplicidad de palabra; habilísimo
en impresionar los sentidos y la imaginación de los jóvenes, inagotable en
crear parangones, comparaciones, apólogos, parábolas y sobre todo, eficacísimo
en atraer, formar y santificar la juventud” (D. Ricaldone. “Oratorio Festivo” pag.
201-202
Nada mejor para
corroborar esta encomiástica aserción que la narración plácida y familiar de
Don Bosco en sus memorias, exponiéndonos su apostolado en acción:
“Vosotros me
habéis preguntado muchas veces a qué edad haya comenzado a ocuparme de los
niños.
A la edad de diez
años yo hacía lo que era compatible con mi edad y que era una especie de
Oratorio Festivo.
Escuchadme. Era
aún muy pequeño, y estudiaba ya el carácter de mis compañeros. Y mirando a
alguno en el rostro, las más de las veces descubría los proyectos que él tenía
en el corazón. Por esto en medio de mis coetáneos era muy amado y muy temido.
Cada uno me quería
o como juez o como amigo. Por mi parte hacía el bien a quien podría, pero el
mal a ninguno.
Los compañeros
además me querían mucho para que en caso de riña tomase su defensa. Puesto que,
aunque era más bajo de estatura, tenía fuerza y valor para infundir temor a los
compañeros de mayor edad; al punto que naciendo riñas, altercados, pleitos de
cualquier género, yo resultaba árbitro de los litigantes y cada uno aceptaba de
buen grado el fallo que estuviese por proferir.
Pero los que los
reunía en torno mío y los entusiasmaba hasta la locura, eran las narraciones
que les contaba. Los ejemplos oídos en los sermones o en los catecismos; la
lectura de los “Reales de Francia”, de “Guerino Maschino”, de “Bertoldo”,
“Bertoldino”, me suministraban mucha materia.
Apenas mis
compañeros me veían, corrían en turba para que les narrase alguna cosa aquel
que con trabajos comenzaba a entender lo que leía.
A éstos se unieron
muchos adultos, y alguna vez al ir y venir de Castelnuovo, alguna vez en un
campo, en un prado, yo era circundado de centenares de personas que acudían
para escuchar a un pobre niño, que, fuera de un poco de memoria, estaba ayuno
de la ciencia, pero que entre ellos aparecía como un grande doctor. Monoculus
rex in regno caecorum. En el reino de los ciegos el tuerto es rey.
En las estaciones
invernales además todos me querían en el galpón, para que les contase alguna
historieta. Allí se reunía gente de toda clase y condición y todos gozaban de
poder pasar la tarde, cinco o aún seis horas, escuchando inmóviles al lector de
los “Reales de Francia” que el pobre orador exponía de pie sobre una banca, a
fin de que fuese visto y oído de todos.
Pero como se decía
que venían a escuchar el sermón, así antes y después de mis narraciones,
hacíamos todos la señal de la santa cruz con la recitación del Ave María
(1826)”.
Quien hubiera
visto a Juanito, poco después del sueño, en los días festivos en el altiplano
de Becchi circundado de incontable muchedumbre de gente menuda y gente grande,
embobada contemplándolo ejecutando un programa variadísimo de acrobacias y una
serie de artes estupendas de prestidigitador, hubiera creído que aquel Juanito
pacífico, que anteriormente se rodeaba de un grupo de compañeritos para
enseñarles el catecismo y que juzgaba esto como su más vivo anhelo y la única
cosa que se debía hacer en la tierra, se había echado a perder, convirtiéndose
en un prosaico –aunque insuperable- Saltimbanqui.
Porque era de
maravilla contemplar cuanto hacía:
¡Estaba desconocido!
¿Se le había metido algún diablillo en el cuerpo para hacer de él tal y tan
extraña transformación? Oh no, el hijo de Margarita sigue alumbrado por la idea
que brilló en su mente a los cinco años.
Pero para
realizarla cumplidamente acaba de descubrir un método nuevo: ¡El apostolado
alegre!
Extraño método a
primera vista; más que extraño, ¡revolucionario en extremo!
Pudo observar
frecuentemente, con esa sagacidad genial que siempre tendría, que la enseñanza
de la Religión en los templos había perdido par la inmensa mayoría
(especialmente para los muchachos), el interés, el atractivo, la curiosa
frescura de algo nuevo e inusitado... y había quedado relegada a algo
rutinario, apolillado, vetusto.
En cambio en cada
fiesta de pueblo, cuando llegaban con su abigarrada algarabía los saltimbanquis
y titiriteros y plastaban sus tiendas próximas a la Iglesia, la casa de Dios
quedaba casi abandonada y la turba de los grandes (siempre niños) y la de los
rapaces (siempre inquietos) iban como atraídos por una fuerza magnética a
solazarse con las últimas novedades de estos ambulantes pregonadores del eterno
carnaval mundano.
¡Cuántas
invectivas inútiles había lanzado el bueno del señor Cura contra estos
procedimientos paganizantes que iban matando en el pueblo la savia de la fe
cristiana.
¡Era como predicar
en el desierto! Sus ovejas estaban sedientas de beber “vino en odres nuevas!...
e iban con el primero que se las ofrecía.
Juanito comprendió
en su intuición precoz de los nueve años lo que ni el Señor Cura de su pueblo
ni casi ninguno de aquella generación de apóstoles podía comprender: El
Apostolado alegre.
Hacer del día del
Señor un Gran Día Festivo, con todos sus atractivos divinos y humanos; con todo
el júbilo del cielo y de la tierra. Esta sería la única fórmula para
contraponerse al mall, combatiéndolo en su mismo campo y con armas
equivalentes.
Juanito no era (ni
lo fue nunca Don Bosco) un teorizante; un empírico y hueco soñador. Antes que
anunciar una teoría puso el ejemplo cautivante de una práctica.
Con él iba a
principiar el Apostolado Alegre. Tendría todos los atractivos (y más aun) de
los maravillosos saltimbanquis y tendría todo el influjo sobrenatural de una
enseñanza religiosa.
El mismo daría en
la explanada de Becchi las mismas funciones bulliciosas que arrebataban a Dios
tantas almas: pero él las emplearía para llevar almas a Dios.
A fuerza de
observación y práctica, de tenacidad y osadía, de confianza en Dios y de fuerza
incontrastable de su destino singular, y, desde luego, después de no pocos
porrazos y golpeaduras, pudo robarles a los saltimbanquis y titiriteros todos
sus secretos y transformarse en el más capaz de ellos. ¡Algo inverosímil! ¡Casi
uno se resistiría a creerlo si no fuera que consta como un irrefutable hecho
histórico!
Tras el rápido
aprendizaje objetivo, un domingo en la tarde debutó en su “premiere” como
Maestro.
Se anunció la
función en todos los contornos: “El hijo de Margarita va a dar una ¡función sensacional!
¡mejor que la de los maestros en el arte acrobático!... no deje ninguno de
tomar parte”... sea por la novedad, sea por el interés simple de pasar una
tarde divertida, lo cierto es que hubo un “lleno completo”. La explanada de
Becchi estaba a reventar.
¡Y principió la
función!
Juan sobre la
cuerda tendida en el viento, de árbol a árbol, comenzó a caminar teniendo el
abismo bajo sus pies. El corazón de Margarita latió más fuertemente.
Un estruendoso
aplauso llenó los aires. Un hurra enloquecedor salió de la boca boquiabierta de
la turbamulta infantil. Y Juanito, sereno, tranquilo, fue y vino por aquel
camino casi invisible, cual si caminara por el aire. Se colgó de la misma
cuerda con una sola pierna, quedando todo su ágil y elástico cuerpo flotando el
en vacío.
La gente no
resollaba, se hubiera podido oír hasta el zumbido de las moscas. Luego colocó
en la cuerda las dos piernas y quedó con todo el cuerpo hacia abajo oscilando
serenamente... como mecido por la brisa... y de repente... ¡sobre la misma
cuerda traza en el aire una circunferencia perfecta y volando por los aires va
a caer parado en la muelle alfombra del césped!
Un delirante
aplauso, acompañado de gritos de entusiasmo y asombro clausuran este primer
número del programa. ¿Qué vendrá después?... Juanito sube a una silla. El silencio se
impone de nuevo. Y cuando todos se esperan... “otra cosa”, el pequeño apóstol,
con una unción muy suya, con una vivacidad y un porte cautivadores, pronuncia
“tal cual”, todo el sermón que oyó esa mañana durante la Misa parroquial.
¡Notadlo, todo el sermón de un hijo, y con un sabor a cielo que dejó
estupefactos a todos los oyentes!
-Qué portento de
memoria –decían unos.
-Qué predicador
tan extraordinario cuando sea sacerdote –se decían otros.
¡Qué celo y qué
santidad de apóstol desplegará este Caudillo del bien! Se decían los que más
profundamente escrutaban el porvenir. Hasta los más tibios y alejados de la
piedad no dejaron de sorprenderse porque estas palabras, que tenían una
resonancia de la otra vida, si les tocaba el corazón...
cuando menos
pensaron había terminado el segundo número. Juan ante el silencio general, bajó
de la silla de predicador y frente a una mesita que colocó en el centro del
espectáculo se puso a hace sus primeros juegos de prestidigitador... este
número fue variadísimo y hubo en él cosas increíbles para aquel sencillo
público.
Iban de sorpresa
en sorpresa y unos a otros ensartaban las más azoradas preguntas:
-¿Cómo habrá hecho
para cambiar el agua en vino?
-¿Y cómo para
estrangular un pollo y resucitarlo después?
-¿Y cómo para
sacar sin tenerlas antes unas monedas frente a nuestras mismas narices?
Y en medio de este
asombro general, Juanito, sin más rodeos entra en su nuevo número religioso.
Sube a una silla y
principia a entonar el rezo del Santo Rosario. Alguno que otro de los
cristianos flojos o de los chiquillos indóciles tienen la intención de
escabullirse, para no tomar parte a este acto religioso.
Pero Juan sabe
imponerse con pocas pero decididas palabras:
¡Ninguno se vaya!
¿No somos todos hijos de la Santísima Virgen? Todos, pues, debemos honrarla
como buenos hijos. Además solamente los que tomen parte al rezo tendrán derecho
a tomar parte en el espectáculo.
¡Y obedecen todos!
Y tras el rezo general tienen l gusto e contemplar a Juanito de nuevo sobre la
cuerda. ¡Y dio sus mejores muestras de equilibrista! Saltaba, corría, caminaba
sobre la cuerda tendida, como si estuviera jugando en el verde prado!
Y esto con un
dominio tan completo; con una alegría tan natural; con un desenfado tan
perfecto como si hubiera sido este el oficio de toda su vida!
Y allí mismo, en
ese púlpito único en su especie, habló para despedirse de la multitud
diciéndoles con amable cortesía:
-¡Todos, chicos y
grandes, quedan invitados para venir a gozar del próximo espectáculo que habrá
el domingo que viene! Id con Dios--- y buenas tardes...
ni que decir los
aplausos y los gritos y aclamaciones con que se despedían los concurrentes de
este extraño espectáculo en donde habían sentido el baño reconfortante para sus
vidas de una alegría toda nueva, toda pura y vivificante ¡La alegría como un
Don de Dios!
En sus Memorias
Don Bosco después de narrar dramática y detalladamente sus proezas de Apóstol
Saltimbanqui, añade unas aclaraciones que nos ayudarán a comprender mejor su
proceder en este nuevo campo de su Apostolado Alegre.
Dejemos su palabra
a nuestro Santo Padre:
“De estas
reuniones eran excluidos todos los que hubiesen rehusado tomar parte a las
prácticas religiosas.
Aquí vosotros me
haréis una pregunta:
-Para ir a la
feria, a los mercados, para asistir a las exhibiciones de charlatanes, para
proveer cuanto era necesario para estas diversiones, era necesario el dinero, y
éste, ¿de dónde lo tomaba?
Sigue diciendo Don
Bosco: “A esto yo podía proveer de muchos modos. Todos los centavos que mi madre me daba y otros que me
daban para pequeños gustos o para golosinas, las pequeñas propinas, los
regalos, todo era puesto en servicio de esta necesidad.
Además, yo era
habilísimo en cazar pajarillos con trampas, con jaulas, con ligas o con lazos.
Era muy experto en la cuestión de nidos. Hecha provisión suficiente de estos
objetos, yo sabía venderlos muy bien.
También los
hongos, las hierbas tintóreas, las setas, eran para mí manantial de dinero.
-¿Y mi madre,
estaba contenta de que tuviese una vida tan disipada y derrochase el tiempo
haciendo de charlatán?
Os diré que mi
madre me quería muy bien; y que yo le tenía una confianza ilimitada y sin su
permiso no habría movido un pie. Ella sabía todo, observaba todo y me dejaba
obrar. Antes bien, cuando necesitaba alguna cosa, me la suministraba de muy
buena gana.
Los mismos
compañeros y en general todos los espectadores, me daban con placer cuanto me
fuese necesario para proporcionarles estos ambicionados pasatiempos”.
¿No es verdad que
ya en germen hallamos aquí los futuros procedimientos de San Juan Bosco en el
ejercicio de su apostolado social cristiano?
Ante todo,
enérgico saneamiento del ambiente, eliminando todo lo manchado de pecado, lo
amoral o irreligioso. Después, el portentoso secreto de saber sacar dinero
hasta de debajo de las piedras, con mil pintorescas industrias, reconociéndolo
medio indispensable como arma del bien, para contraponerlo a la maldad que lo utiliza
como instrumento de perdición. (¡Mammonae iniquittis”)
Y por último, el
arte de valerse de los demás como aliados valiosísimos en el desempeño de sus
actividades recristianizadoras. Nunca trabajará solo. Hará que un ejército de
colaboradores lo ayuden, lo secunden y combatan con él las santas batallas del
Reino de Dios.
En uno de los
últimos días de mayo de 1826 Juanito hizo su Primera Comunión. Tenía diez años
y medio. Demasiado tarde, ¿verdad?
¡qué lejos estaba
aún de abolirse la maligna huella del Jansenismo que relegaba hasta los doce o
trece años la primera llegada de Jesús Eucarístico a las almas, cuando ya en
éstas se había mancillado la flor de la inocencia.
Pero gracias a
Dios y a la excepcional correspondencia a la gracia de este pequeño apóstol, la
niñez de Juanito a los diez años y medio era todavía una flor impoluta como un
fresco lirio.
¡Lástima que no
existiera aún la fotografía, que nos hubiera transmitido este acto
trascendental de su vida!
Pero, podemos consolarnos,
quedó algo mejor que esta bella exterioridad. Porque, al fin y a la postre, la
lente fotográfica no capta sino la materia y apenas si deja, muy vagamente
entrever el espíritu. En cambio nos queda de ese día todo el perfume divino
conservado, como en relicarios de oro, en dos manuscritos de Juan donde están
los consejos maternales y la consignación suya de los beneficios principales
que la Eucaristía obró en su alma.
Estos dos documentos
son como dos “instantáneas” que han podido llegar hasta nosotros para
mostrarnos las fisonomías radiosas de dos almas grandes.
He aquí los
consejos conmovedores, saturados de consumada experiencia cristiana, de una
madre, digna de ser madre de un santo:
“Hijo mío, tengo
la dulce confianza de que Dios ha tomado verdaderamente posesión de tu corazón
esta mañana. Prométeme conservarte bueno y puro hasta el fin de tu vida.
Comulga frecuentemente, pero ten cuidado con los sacrilegios, y para eso confiésate
con franqueza. Sé obediente; asiste con gusto al catecismo y al sermón; y huye
como de la peste, de las malas compañías”.
A estas directivas
maternas Juan añade la siguiente sincera declaración, (que es toda una
revelación de su carácter y de su correspondencia a la gracia):
“Yo me esforcé en
practicar estas recomendaciones, y desde ese día me pareció que mejoraba mi
vida. Aprendí, sobre todo, a obedecer, a someterme, cuanto antes trataba de
hacer mi capricho y oponerlo a las órdenes del que me mandaba”.
“Asiste con gusto
al sermón”... había sido uno de los consejos que Juan había recibido de su
madre el día memorable de su Primera Comunión. ¿Quién iba a decir que tan
pronto de la práctica de este consejo conseguiría Juan una de las más
providenciales gracias para su sacerdocio!...
“Una cosa que me
preocupaba sobremanera (nos dice en sus memorias) era la falta de una iglesia o
capilla para ir a cantar, a rezar con mis compañeros. Para escuchar un sermón o
asistir a un catecismo precisaba emprender una caminata de cerca de 10
kilómetros, entre ida y vuelta, a Castelnuovo o a la próxima aldea de
Buttigliera. Era este el motivo porque se venía gustosamente a escuchar los
sermones del saltimbanqui. En aquel año (1826) una solemne misión que tuvo
lugar en la población de Buttigliera me brindó la oportunidad de escuchar
muchos sermones. La fama de los predicadores atraía gente de todas partes. Yo
también iba con muchos otros. Hechas una instrucción y una meditación por la
tarde, quedaban libres los oyentes para volverse a sus casas”.
Una de aquellas
tardes, bella y apacible, regresaba Juanito a casa en medio de la multitud que
había ido a escuchar la divina palabra de los misioneros. Y entre los fieles
desandaba también el camino “un cierto Padre Calosso de Chieri, hombre muy pío,
el cual, si bien agobiado por los años, hacía aquel largo trayecto para ir
también a escuchar a los misioneros. Acababa de ser nombrado Capellán de
Murialdo”. (Memorias)
Fortuitamente, al
parecer, se hallaron juntos, a mitad de la caminata, el viejo sacerdote y el
pequeño Soñador de Becchi. ¿Qué misteriosa corriente de simpatía enlazó de
pronto estas dos almas, una en el primer amanecer y otra en el último ocaso de
su vida?
Tal vez el anciano
iba pensando a los postreros rayos del sol poniente:
Pronto voy a
morir... ¿A quién pasaré la antorcha de mi Sacerdocio para que cuando yo
desaparezca no se apague, sino que siga, herencia mía, luminosamente palpitando
en otras manos sacerdotales?
Tal vez el niño
iba pensando:
¡Quién me diera
heredar el Sacerdocio de este santo anciano para que sobreviva en mí la
¿luminosa antorcha de su apostolado que declina!...
y la cansada y
lánguida mirada del sacerdote se detuvo de pronto en aquel muchacho que, con la
cabeza descubierta, cabellos revueltos y encrespados, que caminaba con gran
silencio, en medio de los otros...”
y se rompió el
silencio entre ambos.
El sacerdote quiso
sondear la capacidad intelectual y espiritual del niño, saber su historia.
He aquí el
diálogo, tal como nos lo dejó escrito Don Bosco en sus Memorias:
-“Hijo mío, ¿de
dónde vienes? ¿has acaso ido también tú a la misión?
-Sí, Padre, he ido
a los sermones de los predicadores.
-¿Qué cosa habrás
podido entender? Tal vez tu mamá te habría hecho algún sermón más oportuno...
¿No es verdad?
-Es verdad. Mi
madre me hace frecuentemente buenos sermones; pero voy también muy contento a
escuchar los de los misioneros, y me parece haberlos entendido.
-Si tú me sabes
decir cuatro palabras de los sermones de hoy, yo te daré cuatro monedas.
-Dígame solamente
si desea que yo le diga algo del primero o del segundo sermón.
-Como más te
plazca, con tal que me digas cuatro palabras. ¿Te acuerdas de qué se trató en
el primer sermón?
-En el primer
sermón se habló de la necesidad de darse a Dios a tiempo y no diferir la
conversión.
-¿Y qué cosa se
dijo en aquel sermón? –agregó maravillado el venerando anciano algún tanto
maravillado.
-Lo recuerdo muy
bien y si quiere le repito todo.
Y sin esperar más,
comencé a exponer el exordio, después los tres puntos, esto es, que el que
retarda su conversión corre gran peligro de que le falte el tiempo, la gracia o
la voluntad. Él me dejó continuar por otra media hora, en medio de la multitud.
Después me
interrogó así:
-¿Cómo te llamas?
¿Quiénes son tus padres? ¿Has asistido mucho a la escuela?
-Mi nombre es Juan
Bosco. Mi padre murió cuando era yo pequeño. Mi madre es viuda y son cinco
personas las que debe mantener. He aprendido a leer y a escribir un poco.
-¿No has estudiado
el Donato o la gramática?
-No sé que cosa
sean.
-¿Te gustaría
estudiar?
-Mucho, mucho.
-¿Qué cosa te lo
impide?
-Mi hermano Antonio.
-¿Por qué Antonio
no quiere dejarte estudiar?
-Porque habiendo él
tenido voluntad de ir a la escuela, dice que no quiere que otro pierda el
tiempo estudiando, como él lo ha perdido; pero si yo pudiera ir, sí que
estudiaría y no perdería el tiempo.
-¿Por qué motivo
desearías estudiar?
-Para abrazar el
estado eclesiástico.
-¿Por qué motivo
quisieras abrazar este estado?
-Para acercarme,
hablar e instruir en la religión a tantos compañeros míos, que no son malos,
pero se vuelven malos, porque ninguno se toma cuidado de ellos.
Ese modo de hablar
mío, desenvuelto y, casi diría audaz, causó gran impresión en aquel santo
sacerdote que mientras yo hablaba, no me quitó nunca la mirada de encima”.
El Capellán de
Murialdo realmente se encontraba absorto y estupefacto ante este caso singular.
Este rapazuelo a quien él creía apenas capaz de haber captado unas cuantas y
borrosas ideas de los sermones oídos en Buttigliera le había recitado de pe a
pa, con lúcida comprensión, todo el primer sermón y cuanto se le permitió del
segundo.
¡No cabía duda! Se
hallaba frente a un verdadero prodigio de talento y de memoria. Frente a la
“margarita escondida” de la parábola evangélica... ¡Lástima de tesoro enterrado
en el caserío de Becchi! De este muchachuelo de ojos límpidos como la inocencia
misma, de rostro sereno y puro como un rayo de sol, y con tales dotes, ¡oh, qué
gran sacerdote podría salir!...
descubierto el
tesoro, conocidos los pormenores de esta combatida y tormentosa vocación, no
dudó ya ni un momento de que la Divina Providencia lo había puesto en su senda
para que él lo sacase del polvo del camino para colocarlo entre los Elegidos de
Dios. ¡Él sería su maestro!
Llegados a un
punto del camino en que era preciso que se separasen los dos, se despidió el P.
Calosso con estas palabras:
-“Puedes estar
contento... Yo pensaré en ti y en tus estudios. El domingo ve con tu mamá a
verme y terminaremos de arreglar todo”.
¡Aquella fue una
tarde feliz! ¡El anciano sacerdote ya tenía un heredero a quien transmitir la
antorcha de su Sacerdocio!
¡El niño-Soñador
ya vislumbraba cómo el Sacerdocio de aquel anciano iba a sobrevivir en él como
una antorcha luminosa que no se apagaría jamás!...
El Padre Calosso
va a ser el primer maestro y guía estable de Juanito, el que le marcará una imborrable
huella luminosa en el amanecer de su carrera sacerdotal.
“Al domingo
siguiente (dice Don Bosco en sus memorias) fui, en efecto, a verlo con mi madre
y se convino que él mismo me daría clase una vez al día, empleando el resto
para tener satisfecho a mi hermano Antonio. Este se contentó fácilmente, porque
esto debía principiar después del verano, cuando los trabajos del campo no dan
gran cuidado.
Yo me puse en
manos del P. Calosso, que solamente desde hacía algunos meses se hallaba en
aquella capellanía. Me hice conocer de él enteramente. Toa palabra, todo
pensamiento, toda acción mía, le era manifestada. Esto le agradó mucho, porque
de tal manera con fundamento me podía guiar en lo espiritual y en lo temporal.
Conocí entonces
qué quiere decir tener un guía estable, un fiel amigo del alma, del que hasta
aquel tiempo había estado privado. Entre otras cosas me prohibió pronto una
penitencia que yo acostumbraba hacer, no adaptada a mi edad y condición.
Me animó a
frecuentar la Confesión y la Comunión, y me enseñó acerca del modo de hacer
cada día una breve meditación, o mejor dicho, un poco de lectura espiritual.
Todo el tiempo que
podía, en los días festivos, lo pasaba con él. En los días feriales, en cuanto
podía, le iba a ayudar en la Santa Misa. Desde aquella época he comenzado a
gustar qué cosa sea vida espiritual, ya que antes obraba más bien materialmente
y como máquina que hace una cosa sin saber la razón”.
¡Qué feliz aquel
otoño de 1826, cuando Juanito acaba de
cumplir los once años! Mañana tras mañana abandona Becchi y marcha con su
gramática italiana, rumbo a Murialdo.
Y allí se queda
hasta el mediodía, con el Padre Calosso. Le toma la lección, le explica la del
día siguiente. Le corrige los ejercicios escritos y nunca deja de darle otros
nuevos para enseñarle a poner en práctica los principios aprendidos.
¡Bueno cuánto más
fue el aguinaldo de aquella Navidad! El P. Calosso, alegre y satisfecho de los
adelantos de su discípulo, le anuncia una nueva de grande gozo:
-Ha llegado para
ti la hora de estudiar la gramática latina. ¡Ánimo, Juanito, creo poder
asegurarte que para la Pascua la habremos terminado por completo!
Y así fue. Cuando
las campanas de Murialdo anunciaron la Gloria de la Resurrección de 1828
Juanito sentía que en su corazón replicaban a Gloria.
Principiaba a
traducir... ¡Ya asistía a las funciones de Iglesia saboreando, cada vez mejor,
la liturgia del misal! ¡Al fin iba siendo suyo el santo, el divino idioma de la
Iglesia Católica!
Ahora si, sus doce
años podían paladear (pregustando en la lejanía el Sacerdocio) el
“Introibo ad altare Dei”
¡Entraré al altar
de Dios!
¡Del Dios que
alegra mi juventud!
Las horas
matinales que Juanito pasaba a la sombra de la Iglesia Parroquial de Murialdo no
podían ser más felices... eran un remanso de paz y a pulmones llenos respiraba
el ambiente, impregnado e incienso, de su vocación sacerdotal.
Pero no era este
ambiente de Tabor para una vocación como la suya, el más propicio... necesitaba
el embate furioso de la contradicción para robustecerse física y moralmente.
La Señora del
sueño le había dicho: Hazte humilde, fuerte y robusto.
Y quien se iba a
encargar, durante tres años cuando
menos, de darle clases prácticas (de cerca y a la larga distancia) “en la mejor
escuela”; la de la contradicción, iba a ser su incomparable hermanastro
Antonio, que la tenía a toda hora contra el “Señorito”... que se exasperaba
hasta la furia cuantas veces lo veía con un libro en la mano... que como
enemigo malo parecía destinado para arrancar de cuajo la tierna plantita de la
vocación de Juan...
Primera embestida:
del otoño de 1826 a la primavera del 27: tolera sólo (a regañadientes) que Juan
vaya con Don Calosso: pero únicamente por las mañanas. El resto del día debe
trabajar en el campo como los demás.
Segunda embestida:
¡Al diantre con los estudios! Primavera, Verano y Otoño del 1827: ¡No debe ir
Juan a clases!... Y Juan no va a clases y tiene que ver llegar la fecha dorada
de sus doce años (¿qué niño no sueña sus mejores sueños de oro a tal edad?) en
la brega denodada de campesino tostado por el sol como los trigales y los
viñedos de la campiña.
Tercera embestida:
Pone el grito en el cielo, porque Juan vuelve en el invierno a las clases de
Don Calosso...
Y triunfo final:
Una tarde de febrero de 1828 (fría, lluviosa, con los senderos cubiertos de
nieve) Juanito abandona Becchi: no para ir camino de Murialdo, no, sino para
salir casi sin rumbo fijo, a buscar una colocación para ganarse la vida lejos
del hogar materno.
Margarita
comprende que esta situación es insostenible. Antonio tiene 24 años, y ya es
pedirle un imposible tratar de convencerlo de que Juan necesita estudiar,
porque su vocación no es la del campo sino la del santuario... Mientras soplan
vientos mejores, toma una decisión heroica
para ella y para Juan: “Hijo mío, le dice entre sollozos, es menester
que te vayas; ya lo ves: Antonio no se calma. Marcha a merced de Dios; ve a
buscar trabajo a las granjas vecinas; si no lo encuentras, llega hasta Moncucco
y pide a la familia Moglia; es rica y buena; ella te acogerá.
Antonio cantó
victoria:
¡El Señorito al
fin, quedaba fuera de combate!
Pero una voz
suave, como una brisa (la voz de una Madre), iba repitiendo al oído del niño
derrotado este “ritornello” divino:
Hazte humilde,
fuerte y robusto...
F I N