Margarita
Bosco: Una Madre Ejemplar
A Auffray
SDB
PREFACIO
De
la edición francesa de 1931
A
pedido de numerosos lectores de nuestra “Vida del B. Don Bosco”, hemos sacado de
ella las páginas en que aparecía la atrayente figura de la madre del Santo,
Mamá Margarita. Pero, si en dicha biografía, nuestra pluma se detuvo con
complacencia sobre los métodos de educación de esa mujer admirable, esbozó
apenas el papel representado por ella en la obra naciente del Beato. El
librito, que hoy presentamos al público, llena ese vacío.
Los
capítulos nuevos que encontrará el lector –más o menos la mitad- han sido
copiados de las “Scene morali di famiglia”, del P. Lemoyre, escritas con los
recuerdos de Don Bosco y casi dictadas por él, y que nos dan un retrato de
cuerpo entero de ese modelo de madre.
En
esta hora en que la célula social, la familia, está expuesta a los asaltos del
mundo, de la literatura, de la legislación; en estos momentos también en que
muchas madres olvidan o descuidan los deberes esenciales de su cargo, hemos
pensado que no debía dejarse perder semejante ejemplo: al lado, o mejor dicho,
por encima de las teorías, nada supera a una lección de vida, dada por un gran
corazón.
Confiamos
en que estas páginas fortalecerán a algunas madres en la alta idea que deben
tener de su misión; sostendrán el esfuerzo de las que estuvieren a punto de
desalentarse en el rudo trabajo de la formación de sus hijos; enseñarán a
algunas la mejor manera de proceder para encarrilar y mantener en el camino del
deber las almas de sus pequeños; abrirán quizás los ojos a algunas otras que no
pensaban en la sublime tarea que les incumbía. A todas les demostrarán las repercusiones lejanas de la primera
educación. El Beato Don Bosco, ese hombre de las creaciones maravillosas, ese
educador insigne, ese santo de vida tan atrayente ¿hubiese sido lo que fue con
otra madre? Cabe dudarlo.
Tomad
pues este libro: leedlo, releedlo, prestadlo, hacedlo circular, dadlo de
regalo; con él penetrará el espíritu del evangelio en nuestros hogares, para
consolidarlos o rehacerlos. ¿Quién no siente que, en medio de la crisis moral
por que atravesamos, la obra urgente es la restauración religiosa de la
familia, base de la raza y de la nación?
A
todas las mujeres de la Acción Católica que sienten en su corazón el deseo de
ser “madres de una raza santa”, ofrecemos este modelo de energía, abnegación y
espíritu cristiano en la educación de sus hijos.
Una
verdadera joven cristiana
Capriglio
es un encanto de aldeíta piamontesa, prendida en la ladera de una de ls
múltiples colinas que rodean la llanura de Monferrato. Forman un verdadero
rosario estos villorrios cuyas casitas se desparraman como gigantes cuevas de
topos, surgiendo del sueño a escasa distancia una de otras. En estas
ondulaciones maduran los grandes vinos de Italia, pues nos hallamos en pleno
país de Asti. Quinientas a seiscientas almas pueblan la aldea, muy
desparramada: aunque la mayoría de las casas se agazapan en torno de la
iglesia, hay granjas y quintas que distan media hora de la parroquia.
En
este rincón de verdes arboledas, en este oasis de paz y de silencio, aislado de
todos los grandes caminos, nació, el 1º de abril de 1788, la pequeña cuya
historia pasamos a relatar.
En
la pila bautismal, adonde, según es costumbre en el católico Piamonte, la
llevaron el mismo día del nacimiento, recibió el nombre de Margarita; Margarita
Occhienna, hija de Melchor Occhienna de
Dominga Bossone.
Sus
padres eran campesinos acomodados, que contaban a la sazón con dos hijos, y
tuvieron después otros dos.
Los
ejemplos que de ellos recibió fueron excelentes, a juzgar por algunos rasgos de
su juventud que, después de su muerte, sesenta años más tarde, contaba su hijo.
Esos hechos demuestran una fuerza de voluntad poco común, una “habilidad de
espíritu” particular y, sobre todo, una vigilancia del corazón muy cristiana.
Cuando
llega la primavera, toda esa región del Monferrato es un encanto: las colinas
se cubren de tupidas frondas o despliegan sus pámpanos las viñas, mientras en
los estrechos vallecitos verdean las praderas donde pace el ganado.
En
todas direcciones hay paseos que solicitan la impaciencia de la juventud. A
menudo, los domingos por la tarde las amigas de Margarita, almas ligeras y
disipadas, trataban de asociarla a su pandilla bulliciosa.
-No,
gracias, no insistan.
-¿Por
qué?
_Prefiero
quedarme con mis padres.
-Un
paseíto no hace mal nunca.
-Si
ya lo di esta mañana, al ir a Misa; cuatro kilómetros, ida y vuelta, es
bastante.
Y
dejaba partir a esa cabecitas huecas...
A
veces, la audacia de éstas llegaba aún más lejos. En aquellos tiempos, las
fiestas lugareñas atraían ya a la juventud de las aldeas vecinas, que acudían
en grupos, sobre todo para el baile. Este se celebraba generalmente en la plaza
del pueblo, y dos o tres músicos alquilados para la circunstancia, se
encargaban de dar animación a los bailarines, hasta entrada la noche, y más
también. El peligro de semejantes diversiones puede ser grave; ¿no podría
decirse otro tanto de la vuelta de esa juventud, de noche, por caminos
desiertos y oscuros? Las jóvenes juiciosas de Capriglio lo sentían
instintivamente y se abstenían; pero, en cada nueva ocasión, las buenas
amiguitas volvían a la carga. Bien acicaladas como convenía a las
circunstancias se detenían frente a la casa de Occhienna.
-¿Y,
Margarita, vienes esta vez?
-¿A
dónde corren tan arregladas?
-A
Buttigliera, donde hay fiesta.
-Ya
conozco esas fiestas: no me llaman la atención.
-Vamos
a bailar, habrá música y nos divertiremos en grande.
-No,
gracias.
-Pero,
¿por qué?
-Si
se los digo, se van a enojar.
-Dilo.
-Pues
bien, quien quiera divertirse en compañía del diablo no podrá pretender un día
ser feliz en compañía de Jesucristo.
Y
Margarita plantaba a sus compañeras, tan desencantadas que, ciertos días, se
volvieron algunas derecho a casa.
¡Era
una linda muchacha esta piamontesita! El aire puro del campo, las faenas
rurales, una alimentación sobria pero sana, daban a sus mejillas y a toda su
persona ese aspecto de salud, esa frescura que subrayan el encanto de la
juventud. Eso solo debía atraerle simpatías.
Pero
además era juiciosa. Se destacaba entre todas por una virtud francamente
simpática, alegre, abierta, sin artificio. A esta virtud algunos la envidiaban;
otros la habrían querido comprometer. Y he aquí por qué, cada domingo, en el
momento de salir para la segunda Misa, a la cual acudía sola, pues, sus padres
habían asistido a la primera, ella encontraba a dos pasos de su casa un grupo
de jóvenes que pretendían acompañarla hasta la iglesia. Nada podía desagradarle
más. Pero ¿cómo librarse de estos inoportunos? Se le ocurrió una idea: partió
para la iglesia mucho antes de la hora y su compañía acostumbrada, cansada de
aguardarla, volvió a su casa o cariacontecida se dirigió al templo. Pero el
juego fue descubierto y de nuevo los molestos se instalaron a la puerta de la
casa de Margarita una media hora antes de su marcha. ¿Qué hacer? Comenzó
contestando amenamente a los saludos de estos muchachos y luego, con paso muy
suelto y hasta precipitado, se apresuró en su camino hacia la iglesia. Durante
los primeros minutos los jóvenes siguieron sus pasos, pero como cuanto más
adelantaba ella tanto más ellos alargaban sus trancos, sucedió que los
campesinos, un tanto pesados y además enfundados en sus trajes domingueros,
comenzaron a resoplar como fuelles para conservársele a la par. A poco
comprendieron que, corriendo así detrás de la joven (que por lo demás reía de ellos,
a hurtadillas), desempeñaban el papel
de tontos y abandonaron la partida.
El
regreso de la iglesia era cosa más fácil. Margarita volvía en compañía de una
viejita célebre por sus reflexiones como latigazos y sus aceradas respuestas.
Con ella no había temor. Su presencia constituía el escudo más seguro.
Se
ha comprendido que esta niña era tan traviesa como virtuosa. Tampoco era
miedosa.
Aquel
año, una nueva ofensiva del enemigo había atraído por toda la región de Asti
destacamentos de tropas austriacas que naturalmente vivían a expensas de los
campesinos. Una tarde de octubre, Margarita estaba disponiendo en el harnero
para hacerlas secar allí, las espigas de maíz cosechadas la víspera, cuando a
dos pasos de su casa surgió un pelotón de caballería. Se apearon los hombres en
el campo vecino y soltaron sus caballos que, atraídos por el olor del maíz
fresco, se precipitaron sobre él. Ante este espectáculo, Margarita no pudo
contenerse: se metió entre la caballada, y con gritos y palmadas trata de espantarla;
pero el maíz era por demás sabroso, y
los jamelgos seguían sin inmutarse su merienda, ante la mirada socarrona de las
tropas. Volviéndose entonces hacia los soldados, la joven los increpó en su
dialecto, abochornándolos con su indisciplina y tratándolos duramente; estos,
que no entendían ni una palabra de piamontés se divertían sobremanera al ver la
furia de la paisana. Margarita comprendió entonces que debía manejárselas sola;
empuñando la horquilla de pasto, cayó en medio de los caballos, golpeándolos
primero con el cabo y luego con los dientes, en las ancas y en los hocicos de
los animales, hasta poner fin al improvisado banquete.
Ante
el desparramo de los caballos por el campo, salieron los soldados de su plácida
satisfacción, y corrieron hasta atarlos, sólidamente por cierto, a los árboles
vecinos, que era lo que les correspondía haber hecho desde un principio; pero
nunca se imaginaron que una campesina de dieciséis años sería capaz de hacer
frente a la invasión de su hambrientos animales.
Era
no conocerla.
Los años se suceden y no se
parecen
Esta
joven que se nos presenta tan lista y a la vez tan prudente, tan piadosa y tan
valiente, no pensaba e su rincón perdido de Capriglio sino en vivir como había
vivido hasta ese día. Se veía muy bien creciendo, entrando en años y envejecer
en medio de los suyos, atenta a su salud y necesidades, rodeando de cálido
afecto a los sobrinitos que el cielo enviaría probablemente a sus hermanas y
hermanos. Ninguna ambición albergaba ese corazón de cristiana, sino la de
proseguir oscuramente esa vida de trabajos, regulados por el manejo de la casa
y la marcha de las cuatro estaciones. Pero el cielo había dispuesto de distinta
manera.
El
mundo cambia poco; hace un siglo, en las remotas campiñas piamontesas, los
muchachos juzgaban a las jóvenes lo mismo que hoy en día. Las muchachas
disipadas, aturdidas, propensas a las diversiones sirven para entretener, se
aceptan como compañeras de placer, para ocupar las horas de descanso forzoso,
pero nunca se busca entre ellas a la esposa, por temor de labrarse su propia
desgracia.
En
Murialdo, la aldea más próxima, un buen muchacho, llamado Francisco Bosco,
había quedado viudo el año anterior; casado muy joven, a los dieciocho años,
había tenido un chico que, en 1812, tenía ya ocho años. La preocupación, que le
ocasionaba ese pobre huerfanito, se veía redoblado por el estado de la anciana
abuela inválida. Poseía algunas hectáreas al sol, tres animales en su establo y
dos sirvientes, pero la madre, la dueña de casa hacía demasiada falta en esa
humilde cabañuela de los Becchi, vecina de Murialdo. Resolvió volver a casarse.
Por lo demás, se lo aconsejaban vivamente, murmurando un nombre al oído, pues
la virtud y la capacidad de Margarita Occhienna no habían quedado encerradas
dentro de los límites de su aldea. Hasta más allá de Capriglio se citaba como
una perla rara a esta joven de veintitrés años. Además la gente se visitaba de
una aldea a otra y Francisco Bosco había podido comprobar por sus propios
medios que en lo referente a esta criatura la realidad igualaba, cuando menos,
a la fama.
Un
día pidió su mano.
Consultada,
Margarita comenzó por rehusar. No se creía hecha para ese estado de vida. Pero
su padre la aconsejó: el partido era excelente; Francisco era un cristiano
completo y poseía algún bien; su madre enferma era la mejor de las ancianas,
dulce y resignada como ninguna; en cuanto al niño, darle pronto una madre era
hacerle una obra de caridad.
Margarita
aceptó estas razones. Su corazón compasivo se conmovió ante el niñito que
crecía sin madre y ante esa pobre anciana, la cual ciertamente carecía de
tantos cuidados y aceptó. Y el 6 de junio de 1812, en la iglesia de Capriglio,
unió su corazón al de Francisco Bosco.
La
víspera, según la tradición local, hubo alrededor de la casa explosión de
cohetes, fuegos de salva, farándulas conducidas por un violinista de ocasión,
mucha alegría ruidosa; pero la mañana del matrimonio, al pie de los santos
altares, rodeados por sus parientes y amigos y en el silencio de la humilde
iglesia, había tan sólo dos cristianos conscientes de la gravedad de los
juramentos que iban a cambiar y pidiendo a la Eucaristía la fuerza necesaria
para aceptar y cumplir los deberes de su nuevo estado.
Esa
misma tarde, los esposos Bosco se radicaron en los “Becchi”, grupos de casas
dependientes de la aldea de Murialdo y de la comuna de Castelnuovo.
Esta
aglomeración desparrama sus ocho o diez luces en la cumbre de una de esas
pequeñas colinas que ondulan el valle del Po desde Chieri. Algunas casitas de
labradores, una residencia bastante opulenta, algunos prados descendiendo las
pendientes, un horno común y, por todas partes por donde se extendía la mirada,
una aglomeración de colinas cubiertas de bosques en cuyas espesuras se
refugiaban los desertores de Napoleón: tal era la imagen del villorrio.
Enfrente y como un dedo erguido hacia el cielo, dominaba el paisaje el
campanario de Buttigliera, sobre una lengua de terreno que cierra el horizonte hacia
el este.
En
este marco encantador, Margarita Bosco conoció cinco años de felicidad pura. El
cielo bendijo su unión y le envió dos hijos: José nació el 8 de abril de 181 y
Juan vino al mundo el 16 de agosto de 1815. este último, cuya historia durante
cuarenta años se mezclara con la de la madre, será el fundador de la gran
familia salesiana, un santo, el Bienaventurado Juan Bosco.
Toda
esta nidada de honrados corazones vivía, pues, feliz sobre este rincón de
tierra piamontesa, testigo de sus afanes cotidianos, cuando brutalmente la
desgracia vino a despeñarse sobre el hogar.
Un
atardecer de mayo y después de una ruda jornada de trabajo que lo había hecho
transpirar abundantemente, Francisco Bosco cometió la imprudencia de penetrar
en el sótano del propietario vecino, en cuya casa trabajaba. Salió de allí con
una neumonía violenta, que en cuatro días lo llevó a la tumba. Fue el más
lejano y doloroso recuerdo de infancia del pequeño Juan. Más tarde, a los
treinta años del suceso, todavía lo recordaba. En las noches de verano, cuando,
rodeado por los primeros chicos de su patronato de Turín, evocaba delante de
ellos su más tierna niñez, más d una vez se le oyó relatar la terrible escena:
“No tenía aún dos años cuando murió mi papá –decía- y no recuerdo sus rasgos.
Sólo recuerdo estas palabras de mi madre: “Ya no tienes padre, Juancito”. Todo
el mundo salía de la cámara mortuoria, pero yo me obstinaba en permanecer allí.
“Ven, Juan, ven”, insistía mi madre tiernamente. “Si papá no viene yo no quiero
irme”, respondía. “Vamos, hijo: ya no tienes padre”. Y con estas palabras la
santa mujer, estallando en sollozos me arrastraba. Yo lloraba porque ella
lloraba, pues, ¿qué puede comprender un niño de esa edad? Pero esa frase: “Ya
no tienes padre, Juancito”, me ha quedado en la memoria. Desde este primer
dolor y hasta la edad de cinco años no tengo otro recuerdo de mi infancia.
Una madre que conoce su oficio
Desaparecido
el jefe de la familia, su viuda empuñó las riendas de la dirección y pudo verse
qué mujer superior era esa aldeana sin letras pero cuya fe valía por todas las
experiencias. El trabajo de sus brazos, su valor, su buen humor y su confianza
en Dios hicieron marchar la casa como en tiempos de su marido. Su suegra,
enferma y casi clavada en el lecho, recibió todos los cuidados y presidió el
humilde hogar como la abuela más venerada; sus hijos, sus tres hijos, entre
quiénes no hacía diferencia aun cuando el primero fuera de otro matrimonio,
fueron criados con dulzura y firmeza en el ejercicio de las virtudes cristianas
por esta madre admirable que, desde los veintinueve hasta los cuarenta y cinco
años, no tuvo un momento de reposo hasta tanto no vio a cada uno bien
encaminado.
Esta
pobre piamontesa poseía el sentido innato de la educación. Nada ni nadie, ya
sea el sacerdote desde la cátedra o en el catecismo, o el maestro en la
escuela, puede reemplazar a la madre: ella sola forma los corazones. ¡Tarea
sublime instintivamente comprendida por Margarita Bosco así ¡cómo se dedicaba a
ella!
En
la base de esta educación, como en su cumbre, está Dios. Cada mañana y cada
noche, delante del Crucifijo, los chicos en línea, con las dos mujeres atrás,
se arrodillaban y la oración de esos cinco corazones solicitaba el pan
cotidiano, la fuerza para el deber, el perdón de toda culpa. Apenas había
abierto la razón en esos pequeños cerebros, se les llevaba ante el Sacerdote
para confesar los primeros pecados. En todas las ocasiones se les recordaba la
presencia del gran testigo de nuestros actos y pensamientos, testigo que mañana
será Juez. “Dios os ve, hijos míos, repetía la madre frecuentemente. –Dios os
ve. Yo puedo estar ausente. Él siempre está ahí”. Por lo demás, ella
aprovechaba hasta la menor ocasión para
grabar la idea del Creador en la variedad de sus aspectos en el corazón de sus
hijos. Una noche estrellada, desde el umbral de la casa les decía: “Todos esos
astros maravillosos han sido puestos allá arriba por Dios. Si el firmamento es
tan hermoso ¿qué no será el Paraíso?” o bien, ante una de esas magníficas auroras
que, sobre la cintura nevada de los Alpes limitadores del horizonte, ponía
tintes de hermosura sin par: “¡Cuántas maravillas ha hecho Dios para nosotros,
hijos míos!” el granizo había asolado en todo o en parte la humilde viña de la
familia: “Inclinemos la cabeza, hijos míos, -murmuraba- Dios nos lo quita. Él
es el Dueño, para nosotros es una prueba, para los malos, un castigo”. Y
cuando, las noches de invierno, apelotonados alrededor de un leño llameante,
oían silbar el viento del norte o martillar el techo la lluvia glacial: “Hijos
míos, ¡cuánto debemos amar a Dios que nos suministra todo lo necesario!
Verdaderamente es nuestro padre, nuestro padre que está en los cielos”.
Y
sin embargo, durante esos años terribles, lo necesario por lo cual esa madre
daba gracias a Dios se reducía a veces a muy pocas cosas. 1815 y 1816, para el
Piamonte particularmente, fueron duros por los deshielos tardíos y una sequía
sin igual que aniquilaba las cosechas del país. La pobre casa de los Becchi
conservaba el cruel recuerdo de una noche en la cual no tenían nada,
absolutamente nada, que comer. Hacía dos días, un amigo recorría la campiña y
los mercados para comprar a cualquier precio lo necesario para alimentar esas cinco bocas: trabajo
perdido. Había regresado con las manos vacías. La pobre mujer no sabía a qué
santo encomendarse ante los tres pequeñuelos y la abuela extenuados por el
hambre. Quedaban en el establo las dos humildes bestias a las que toda la
familia campesina pide una parte de su alimentación diaria: una vaca y su
ternero. Pero, sacrificar una, ¿no era comprometer el provenir si la escasez se
prolongaba? El alma de Margarita estaba perpleja: era el momento de rezar. La
familia reunida se puso de rodillas para implorar el consejo del Cielo, después
de lo cual, y como decidida por su oración, la madre acompañada por el vecino
se encaminó derecho al establo. Algunos minutos después el ternero estaba
sacrificado; pocas horas más tarde todos esos estómagos apaciguaban los
sufrimientos que los torturaban hacía varios días.
Esta
madre vigilante no pensaba solamente en las necesidades del cuerpo. Sobre todo
pensaba en la formación del alma y comenzaba por nutrir los pensamientos de sus
hijos con la pura doctrina de la fe. Esta mujer no sabía leer ni escribir, pero
habría recitado de memoria el catecismo y toda la Historia Sagrada,
especialmente, la vida de Nuestro Señor. De su memoria, toda esta doctrina de
vida pasaba machacada pacientemente a la de sus hijos. Sus tareas cotidianas la
hubieran podido dispensar de esta ocupación de la cual se había encargado el
diligente Cura de Castelnuovo; pero en Italia, aun en nuestros días, el
catecismo para niños no se enseña sino en Cuaresma y los chicos debían recorrer
diez kilómetros diarios para ir a la iglesia. Margarita prefirió enseñarles
ella misma todo lo que sabía, haciendo luego comprobar y terminar la
instrucción por el Cura Párroco.
Mantenía
también a los tres chiquillos alejados de las compañías peligrosas, escasas por
cierto en aquel entonces; pero la oveja sarnosa, capaz de infectar el rebaño
entero, se encuentra en todas partes y siempre; y los pequeños Bosco se
codeaban sin saberlo con malos compañeros. Pero la madre, sí lo sabía.
-“Mamá,
¿podemos ir a jugar con Fulano, que nos llama?
-“Sí,
hijitos”.
Y
los niños corrían alegres al frente de la casa.
A
veces, un “no” muy decidido respondía al deseo de los niños, y entonces por
todo el oro del mundo no hubieran traspuesto la puerta de entrada.
Mamá
Margarita tenía también el talento de sacar del más pequeño incidente de la
vida diaria provechosas lecciones para el alma de sus hijos. Un día, “Juanito”
descubrió en el tronco de un sauce un nido de pajaritos y ardió en deseos de
apropiárselo enseguida; pero calculó mal, y su mano, que había deslizado entre
dos ramas, quedó presa como en un cepo; en vano trató de zafarse; tuvo que
llamar a su mamá, que, después de ponerlo en libertad, le dijo: “¿Ves, Juanito?”
así es como la justicia de Dios y de los hombres acaba por apresar a los que no
respetan los bienes ajenos.
En
otra ocasión, Margarita había resuelto dar a un pariente lejano, un perro
guardián, grandote, muy cariñoso con los chicos, pero que gravaba en demasía el
humilde presupuesto familiar. Lo llevaron a su nuevo dueño; pero los niños no
habían regresado todavía y ya el perro estaba en su primitiva casilla.
Nuevamente lo condujeron a su actual propietario, y para mayor seguridad lo
ataron con una cadena; pero, en el primer instante de libertad, el buen dogo
huyó, y volvió a los Becchi; entonces Margarita, enfadada, fue a tomar un palo;
pero, en vez de disparar, el pobre perro agachó el lomo, prefiriendo los golpes
al despido. Enternecida, la madre dijo entonces a sus hijos: “¡Qué fidelidad y
qué apego los de este animal. Si tuviéramos todos la misma sumisión hacia
nuestro Creador, ¡cuánto mejor andaría el mundo, y cuanta gloria sacaría
Dios!”.
¡De
cuántas virtudes no era teatro esa morada! Ante todo, Margarita quería que sus
hijos fuesen trabajadores; ni sombra de ocio en sus jornadas. A los cuatro
años, el pequeño Juan sacaba hebras de los tallos del cáñamo; más tarde, él,
así como sus hermanos ayudaban en los humildes trabajos domésticos: cortar
leña, sacar agua, pelar legumbres, barrer los cuartitos, llevar las bestias al
campo, limpiar el establo, sacudir los frutales del prado, recoger las ramas
secas en los bosques vecinos para alimentar la llama bajo la olla, colgar las
espigas del maíz en los aleros del granero para hacerlas secar, vigilar la
cocción del pan, ordeñar las vacas y mil cosas más. En los Becchi se trabajaba.
Y
se llevaba una vida voluntariamente dura. Esta madre previsora quería preparar
sus hijos para las dificultades de la vida forjándoles el alma resistente a
todo. En la humilde cabaña, tanto en verano como en invierno, el sol hacía
levantar a todos. Nada de mañanas perezosas; se sacudían y después: ¡hop!
Arriba. El desayuno estaba reducido a la más simple expresión: una rebanada de
pan seco; las caminatas a pie, bien largas, no asustaban a ninguna de esas
piernitas y más tarde veremos a Juan ir a clase cuatro veces diarias andando
veinte kilómetros. Por la tarde, si un mendigo de paso solicitaba sus
servicios, o por la noche, si un vecino enfermo apelaba a su caridad, nuestros
muchachos enseguida estaban levantados y se prestaban a todo buen oficio. Y
cuando volvían a su lecho no los acogía un colchón de lana o fucos, sino otro
de sanas y ásperas hojas de maíz. Educación sólida, un poco a la espartana, que
tornó a estos tres niños en vigorosos varones que nunca eludían un trabajo algo
pesado.
Tampoco
protestaban frente a la más insignificante orden de la madre. Mamá Margarita
quería ser obedecida y lo era. Cada jueves se encaminaba a Castelnuovo con la
manteca y los huevos y antes de salir, distribuía las tareas a los muchachos.
Al regresar por la tarde, antes de sacar de la canasta el pedazo de torta que
les traía cada vez era menester que le rindieran cuentas: “Antonio, José, Juan,
veremos si mi trabajo está hecho y bien”. Y cada uno debía probar su plena
obediencia a la madre. “Está bien –decía entonces Margarita, feliz y orgullosa-
está bien, he aquí vuestro pedazo de torta”.
Los
de los Becchi eran pobres, muy pobres, pero precisamente por eso siempre tenían
lugar para el mendigo que llamaba. Los clientes no faltaban, pues la
hospitalidad de la casa era conocida. La mayor parte de las veces se trataba de
pordioseros o de vendedores ambulantes. A veces también, desertores del
ejército de Napoleón, escondidos en los bosques vecinos o auténticos bandidos
perseguidos por la gendarmería. Caída la noche, esa gente venía a golpear en la
puerta que siempre se abría. Al viajero de paso se tendía la escudilla de sopa
y la rebanada de polenta enseñándole en el pajar cercano el lugar que le
aguardaba.
A
veces, carecía del tiempo de guarecerse porque los carabineros aparecían al pie
de la salida: era necesario escurrirse por una puerta mientras éstos, entrados
por la otra, eran invitados a sentarse, beber un poco de vino, entrar en calor
y disponer como en su casa. Sucedió también cierto día que los desgraciados
perseguidos no tuvieron tiempo para escapar y, temblorosos, se escondieron en
el establo, separados de los gendarmes por una pared a través de la cual podían
oír las conversaciones inquietantes de
Pandora, contando sobre las huellas de quienes estaban, pero el derecho de
asilo nunca fue violado bajo el techo de Margarita: la gendarmería sabía que la
casa se abría a todos: a ellos como a sus clientes, sin distinción, con toda
caridad y por eso sus investigaciones de detenían en el umbral de la buena
morada. Y todos estos buenos amigos, como los llamaba Margarita, cuando llegaba
el momento de retirarse, no dejaban, por lo menos en signo de agradecimiento de
doblar la rodilla con la familia, encontrando, en el fondo de la memoria, fragmentos
de oraciones para contestar al Padrenuestro y al Avemaría. Antes de abandonar
el lecho caritativo, los mercachifles permitían a sus huéspedes echar
frecuentes miradas sobre la pacotilla de su comercio para asegurarse que no
vendían mercadería dañosa para las almas.
Margarita
se ingeniaba para acostumbrar a sus hijos a estas virtudes cuyo ejemplo
modelaba el corazón de sus muchachos, más por la dulce firmeza de sus
procederes que por el acento de la autoridad que impone la práctica. Con un
exquisito sentido de la medida sabía mantenerse a igual distancia de la
severidad que levanta la voz, se muestra intransigente, apela a los medios
violentos, y de la falsa dulzura que trata de conseguir sus fines por la
adulonería y los mimos. Ni tontas caricias, ni gritos salvajes: la calma, la
serenidad, el dominio de sí, la verdadera dulzura, armas poderosas, casi
siempre victoriosas. No golpeaba a sus hijos, pero no les cedía nunca;
amenazaba con proceder pero se rendía al primer signo de arrepentimiento; cerraba
los ojos ante esos pecadillos que cobran tanta importancia a los ojos de
ciertos padres modernos, pero los abría bien grandes anta las malas tentaciones
de sus hijos para corregirlos de inmediato. Sonreía ante los accesos de ruidosa
alegría de sus muchachos, pero no les toleraba ningún capricho.
Sobre
todo inspiraba a sus hijos, para hacerse obedecer, una ternura muy viva hacia
ella y un extremo temor de desagradarle. Y este doble sentimiento alimentado en
el corazón de estos tres pequeños cristianos, la hacía llegar a su fin.
Un terceto de cabecitas rebeldes
¡Cuán
curiosos muchachos los hijos de Margarita Bosco! Tres cabezas, tres naturalezas
distintas.
Antonio,
el mayor, el medio hermano, era violento, grosero, celoso, sin la menor delicadeza
de sentimientos, orgulloso de su mayor edad y de sus músculos fuertes, poco
dotado por el lado del espíritu, sabiendo sin embargo leer y escribir, pero
lleno de desprecio para todo cuanto no era trabajo físico: por lo demás, aunque
hosco, capaz de buenos impulsos.
José,
dulce y tranquilo, era a veces un niño terriblemente caprichoso. Antes que
obedecer una orden de su madre, se arrojaba al suelo. Pero ella sin perder la
sonrisa, lo tomaba en las pinzas de sus robustas manos y lo llevaba, lo arrastraba
al sitio de la orden. “Es inútil que te empecines –decía ella- mira que puedo
más que tú sabes que no cedo nunca”.
Este muchachito también poseía un espíritu ingenioso, sabía aprovechar todo y
nunca se encontraba sin medios. Habría sido un excelente comerciante, si la
vida en los campos no le hubiera retenido en la aldea.
Juan,
por el contrario, poseían una naturaleza ardiente y voluntariosa a la vez,
inteligente y serio, hablaba poco y observaba mucho. Esa cabecita redonda,
sólida, cubierta de cabellos ondulados, escondía una rara energía de volunta y
un talento imitativo sin par; además, sentimiento, mucho sentimiento y un
sentido innato del deber. Añadan a estos dones una imaginación que nunca
descansaba, que, desde el umbral de su infancia hasta el término de su vida,
irá edificando sin cesa: hoy nuevas diversiones, mañana sueños, más tarde
vastos proyectos de apostolado.
Estos
tres hermanos ¿se entendía entre sí? José y Juan perfectamente y esto mientras
vivieron; pero con Antonio, era otra cosa; abusaba de su mayor edad para tratar
de imponer su voluntad; y de su fuerza, para dominar a sus hermanos. Como lo
veremos, si la infancia de Juanito fue dolorosa, fue por culpa de Antonio, su
medio hermano. Es increíble lo que tuvo que sufrir el pequeño, de los nueve a
los quince años, por culpa del hermano mayor cuya envidia se empeñaba en querer
que aquél fuera un campesino, cuando Dios, por mil señales evidentes,
manifestaba que lo había elegido para su servicio y provecho de las almas. Esa
envidia hacia sus hermanitos se evidenciaba a veces brutalmente. ¡Cuántas veces
tuvo que intervenir Margarita para sustraer a sus hijos de las trompadas de
Antonio, o para consolarlos después de alguna batalla, en que sus fuerzas
aunque aliadas, habían sido derrotadas! En esos momentos, dominando el dolor
que le causaba ver a sus propios hijos maltratados por el que no era suyo, se
contentaba con avergonzar a ese muchacho grande, nueve años mayor que sus
hermanos, por abusar así de su fuerza. A veces, éste tomaba a mal la
observación y descargaba el resto de su mal humor sobre esa madre tan paciente:
algunos días le vieron cerrar los puños, y adelantarse amenazador, con palabras
hirientes en los labios: “¡Ah, madrastra, madrastra –exclamaba- si no me
contuviera!”.
Margarita,
cuyo brazo nervioso hubiera podido, con dos cachetadas, enfriar esa cólera,
retrocedía un paso, y muy tranquila clavando los ojos en los del niño
enfurecido, le decía: “Eres injusto, Antonio, la rabia te vuelve malo, siempre
te he llamado mi hijo, porque te he considerado como tal, siéndolo de mi
querido Francisco, tu padre. Sabes muy bien que podría darte el castigo que
mereces; pero no, nunca emplearía con mis hijos semejantes medios; eres mi hijo
y no te pegaré. Ahora, has lo que quieras”. Y lo dejaba plantado, absorto,
avergonzado, domado por ese magnífico dominio de sí, que, con el tiempo,
transformó esa naturaleza violenta en la de un perfecto hombre de bien,
estimado y considerado por cuantos lo rodeaban.
Más
tarde, cuando Juan, ya sacerdote, rodeado por una multitud de niños, evocaba
todas aquellas escenas de su infancia, verá a la madre frente a tres voluntades
de muchachos no siempre dóciles ni manuables, recordará los métodos de
paciencia, de sonriente autoridad que desplegaba para conseguir dominarlos, y
tratará de copiar a esa madre. Esta humilde mujer analfabeta fue después, sin
saberlo, la que formó su pensamiento.
Un sueño profético
Hemos
llegado a una página misteriosa, a la historia de un sueño, que no sólo llenará
de emoción el alma del menor de los hijos de Margarita, sino que orientará
definitivamente su vocación.
Una
mañana, al despertar, el pequeño Juan que tendría entonces unos nueve años,
contó que se había visto en sueños, de noche, delante de la puerta, en medio de
una turba de niños que vociferaban, gritaban, blasfemaban y hacían mil
fechorías. Con argumentos y después a fuerza de golpes, quiso hacerlos callar.
Pero un personaje misterioso, acercándose, le dijo: “No, nada de violencia.
Dulzura, si quieres ganar su amistad”. Entonces esos pilluelos que, por un
momento, se habían convertido en fieras de toda clase, se transformaron en
tímidos y dóciles corderitos, mientras que una voz acariciadora de mujer le
decía: “Toma tu cayado y llévalos a pacer. Más tarde comprenderás el sentido de
esta visión”.
“Quizá
seas pastor de ovejas, cabras y otros animales, le dijo plácidamente José.
“A
no ser que te hagas jefe de bandidos”, agregó Antonio con amargura.
“No
demos importancia a un sueño”, murmuró la juiciosa abuela.
Pero
Margarita, envolviendo a su hijo en una amorosa mirada, pensó: ¿Quizá un día
será sacerdote?
Fue
ella quien aceptó. En los años siguientes, el pequeño Juan habló varias veces
confidencialmente con su mamá de su ardiente deseo de ser sacerdote.
“Sacerdote,
sacerdote, -respondía la madre- es fácil decirlo; pero ¿por qué quieres serlo?
¿qué idea te empuja?
“Escuche,
madre, -respondía Juan- si puedo llegar un día al sacerdocio, consagraré mi
vida a los niños; los atraeré, los amaré y me haré querer; les daré buenos
consejos y me prodigaré para la salvación de sus almas”.
Y
ese programa de apostolado ya lo ponía en práctica a su alrededor, en los
Becchi. Durante una corta temporada que pasó, a la edad de nueve años, en casa
de una tía suya, sirvienta del cura de Capriglio, había aprendido a leer de
corrido, y ese modesto talento le servía para animar las largas veladas de
invierno. En las granjas de la villa se disputaban al pequeño lector, por la
vida y colorido que sabía dar a su relato. Encaramado sobre un banco o una
silla, para dominar bien a su público, emprendía la lectura de los “Reali di
Francia”, ante el más sencillo, diverso y atento auditorio; durante horas y
horas, esos buenos piamonteses permanecían suspensos de los labios de Juan.
Superfluo es decir que la sesión se encuadraba entre dos señales de la cruz y
dos fervientes Avemarías.
Durante
el buen tiempo, se convertía en juglar, payaso, saltimbanqui. En un pedazo del
prado de los Bosco, a la derecha de la casa, ataba una cuerda, de un peral a un
cerezo, extendía una alfombra, y los domingos por la tarde, ejecutaba, ante un
público numeroso y de todas las edades, un programa completo de pruebista de
circo, gimnasta, multiplicaba los saltos mortales, hacía las medias lunas,
caminaba con los pies en el aire, etc; prestidigitador, multiplicaba por diez
una docena de huevos, cambiaba el agua en vino, estrangulaba un pollo y lo
resucitaba, sacaba monedas de plata de la nariz de los espectadores;
equilibrista, saltaba, corría, bailaba sobre la cuerda floja, se colgaba de un
pie, luego de dos, en fin, ejecutaba mil proezas de audacia y agilidad.
A
su entender, todo este programa de diversiones no era sino un medio, -el mejor
de todos- para atraer a sí a las gentes e la aldea, que debían pagar su “cotización”,
rezando previamente un buen rosario y escuchando sin duda algún pedazo,
fielmente repetido, del sermón del Cura de Murialdo.
El
que demuestra tal precocidad de espíritu, un amor al bien tan expeditivo, tanto
conocimiento de la doctrina cristiana, parece que posee lo necesario para
acercarse al Sacramento de la Eucaristía. Para Pascua, a fines de marzo de
1826, en la iglesia parroquial de Castelnuovo, recibió por primera vez la
Hostia Divina. De tan grande acontecimiento sólo nos quedan como recuerdos
precisos los consejos dados por Mamá Margarita a su hijo menor, al atardecer de
ese día: “Hijo mío, -le dijo- tengo la dulce esperanza de que Dios ha tomado
verdaderamente posesión de tu corazón esta mañana; prométele conservarte bueno
y puro hasta el fin de tu vida. Comulga a menudo, pero ten cuidado con los
sacrilegios y para eso confiésate con franqueza. Sé obediente, asiste de buena
gana al catecismo y los sermones, y huye de los malos compañeros como de la
peste.
En
el manuscrito en que Juan anotó más tarde esos sabios consejos, se lee a
continuación: “Me esforcé en poner en práctica esas recomendaciones, y desde
ese día me pareció que mi vida mejoraba. Aprendí sobre todo obedecer, a someterme, yo que antes oponía a
menudo mi capricho a las órdenes y consejos de quienes me mandaban”.
Una vocación bien probada
¿Quién
había de creer que el sueño de sus nueve años, que en fondo del alma del
pequeño Juan confirmaba todo un mundo de antiguos deseos, iba a sembrar la
discordia en ese hogar hasta entonces apacible? Sin embargo, fue lo que
sucedió; un obstáculo, que parecía a veces infranqueable, surgió entre el
llamado del cielo y los esfuerzos del pequeño Bosco para corresponder a él, la
voluntad obtusa, pero tenaz, de Antonio, el hermano mayor. Cerca de seis años,
ese muchachón de cortos alcances se opuso a la clara vocación del niño, con el
vano pretexto de que había nacido campesino. En el fondo, había mucha envidia
en esa alma sin grandeza, que no podía tolerar la idea de que su hermano
vistiera sotana, lo que le abriría un mundo de estima y consideración y, sobre
todo, lo substraería de la dura vida campesina.
Por
dos veces, el obstáculo detuvo en su camino a Juan Bosco tan lleno de buena
voluntad.
Unas
semanas después de su primera Comunión, al comenzar la primavera de 1826, la
Providencia pareció querer encaminar al niño hacia el término de sus deseos.
Ese
año, el jubileo, que unos meses antes atrajera a Roma cerca de 400 mil
peregrinos, acababa de hacerse extensivo a toda la cristiandad; en la diócesis
de Turín, podía ganarse de marzo a septiembre. La familia Bosco, más cerca de
Buttigliera que de Castelnuovo, resolvió seguir los ejercicios de dicha
parroquia, que convocaba a sus feligreses durante ocho días. Buttigliera está a
cuatro kilómetros de los Becchi; no era pues cosa del otro mundo recorrer
dieciséis kilómetros diarios para asistir a los dos sermones, por la mañana
temprano, y las dos instrucciones de la noche ¡bien valían esa molestia, las
gracias del jubileo!
Después
de la última predicación, volvían en grupos ya entrada la noche, separándose en
el cruce de los caminos; unos iban rumbo a Becchi, otros a Capriglio, otros a
Murialdo. Un sacerdote, anciano septuagenario, volvía cada día en compañía de esos
buenos cristianos; era Don Calosso, capellán de Murialdo; a pesar de su edad
avanzada, se recorría los dieciséis kilómetros diarios para obtener en el ocaso
de su vida las gracias del perdón del jubileo. Andando, observaba desde
principios de la semana, a ese chiquillo de cabello enrulado y de paso ligero
que, un poco alejado de los demás, parecía prolongar en el recogimiento la
palabra de los misioneros.
-“Hola
pequeño –le dijo una noche- ¿de dónde vienes?
-De
los Becchi.
-¿Has
comprendido algo del sermón de esta noche?
-Pero
todo, señor cura.
-¡Oh!
Todo es mucho. Veamos: repíteme cuatro frases de la instrucción y te daré
cuatro sueldos.
-¿Cuatro
frases del primer punto y del segundo?
-Del
que quieras. ¿Recuerdas por lo menos el tema desarrollado?
-Sí,
el predicador ha hablado de la necesidad de no postergar su conversión.
-¿Y
qué dijo sobre esto?
-Había
tres partes en su discurso. ¿Cuál queréis que os repita?
-La
que quieras.
-Bien.
Os repetiré las tres”.
Y
sin vacilar, el muchachito expuso impecablemente los tres puntos de la primera
instrucción de esa noche. “Al pecador obstinado en su vicio ciertamente un día
le faltarán el tiempo, la gracia y la voluntad de la conversión”.
Alrededor,
las buenas gentes del villorrio se habían congregado y los kilómetros del
camino desfilaban, desfilaban sin sentir. ¡Tanto había cautivado la atención
general el encanto de esa palabra infantil y la admiración por tan maravillosa
memoria!
-“Muy
bien –dijo Don Calosso al oír las últimas palabras del niño- muy bien. Veo que
has retenido perfectamente la primera instrucción. Pero ¿la segunda?
-¿La
segunda? ¿la queréis completa también?
-No.
Dime algunas palabras solamente.
-Y
bien: lo que me ha llamado más la atención es el encuentro del alma del
condenado con su cuerpo cuando resuenen las trompetas sagradas despertando a la
humanidad para el juicio final”.
Y
a continuación, Juan se puso a recitar el diálogo con el que la palabra del
predicador había dramatizado la escena.
El
buen anciano no pudo contener la emoción ante semejante memoria. Prodigioso era
este niño. ¡Qué precocidad de talento! Y de inmediato, en su pensamiento surgió
la pregunta: a quién y para qué podían servir esos dones? ¿Qué hará en la vida
ese niño tan bien dotado? ¿Fuerza útil, fuerza perdida, fuerza nociva? ¿Quién
lo sabe?
Y
el diálogo entre el sacerdote y el niño se reanudó inquieto, curioso, apretado.
-“Cómo
te llamas, hijo mío? ¿Quiénes son tus padres? ¿A qué escuela vas?
--Me
llamo Juan Bosco; perdí a mi padre cuando tenía dos años; mi madre tiene que
alimentar cinco bocas. Sé leer y escribo un poco.
-¿No
te has atrevido a meter la nariz en una gramática?
-¿Qué
es eso?
-¿Te
gustaría estudiar?
-¡Oh!
Sí.
¿Por
qué no lo haces?
-Mi
hermano Antonio no quiere.
-¿Por
qué?
-Dice
que para trabajar la tierra siempre se sabe bastante.
-¿Para
qué querrías estudiar?
-Para
ser sacerdote.
-Y
¿para qué querrías ser sacerdote?
-Para
atraerme a los niños, enseñarles la religión e impedir que sean malos. Me he
percatado que cuando se extravían es por que nadie se interesó por ellos...
pero perdonadme, señor cura. Estamos en casa. Doblo aquí para subir a los
Becchi.
Efectivamente
el niño y su grupo habían llegado al pie de la eminencia que corona la aldea.
El camino no había parecido largo a nadie.
-“¿Sabes
ayudar Misa? –preguntó el anciano a guisa de saludo.
-Un
poco.
-Entonces,
ven a ayudarme mañana. Tengo algo que decirte”.
El
niño acudió y después de su Misa el buen sacerdote sondeó un poco más el alma
del joven campesino. Sacó en conclusión, que estaba llamado a un trabajo más
elevado que el de la tierra. Debía arar, sembrar, cosechar, almacenar, sí, pero
en el campo de las almas.
-Di
a tu madre que venga a verme el domingo; combinaremos todo lo concerniente a tu
porvenir”.
Margarita
Bosco fue a ver a Don Calosso el domingo siguiente y quedó decidido que Juan
iría todas las mañanas a Murialdo a tomar lecciones de latín. Durante el resto
del día continuaría trabajando en el campo, porque Antonio estaba allí, vigilando
celoso, obtuso y tiránico. Estuvo a punto de enfurecerse cuando se enteró de la
resolución tomada. Sólo se apaciguó pensando que esas famosas clases
comenzarían dentro de seis meses en otoño, cuando los trabajos más duros
escaseaban en el campo.
Y
el niño pasó un año delicioso en casa del buen párroco de Murialdo. Siempre lo
recordaba con emoción.
Después
de tres meses de gramática italiana inició el estudio del latín hacia Navidad.
Las primeras declinaciones fueron duras para masticar, nos confiesa él mismo.
Pero atacó el obstáculo con tanta tenacidad que para Pascua ya había visto
enteramente la gramática latina. “Vuestro hijo es un prodigio de memoria –decía
el excelente Don Calosso a Mamá Margarita cuantas veces se encontraban- hay que
seguir mandándomelo”. Así lo habría querido la pobre mujer, pero
desgraciadamente esas pocas horas de clase quitadas al trabajo campesino
tuvieron el don de exasperar a Antonio apenas comenzó la primavera. Inútilmente
el pequeño Juan duplicaba sus esfuerzos en la tarea, sólo estudiaba a
escondidas, a la ida o a al vuelta o ya anochecido, después de terminado el
trabajo: la simple vista de un libro enloquecía a ese muchachón de veinticinco
años, y enfurecía. Un día no aguantó más.
-“Basta:
no quiero ver más esas gramáticas en casa. No hacen falta para vivir. Me he
desarrollado y fortalecido sin haber metido jamás la nariz en esos libracos.
-Razonas
muy mal –contestó Juan.
-Habría
que probarlo.
-Y
bien, nuestro burro es todavía más fuerte que tú y nunca fue a clase. ¿Querrías
parecértele?”
Antonio
dio un salto para alcanzar a su hermano y abofetearlo, pero el muchachito había
desaparecido enseguida de lanzarle su flecha.
Otras
veces el pesado campesino agobiada al niño a sarcasmos para quitarle el gusto
del estudio: “¿Ven a ese señorito? –decía- no es más que un palmo y eso quiere
estudiar. ¿Por qué? Por pereza. Quiere vivir a sus anchas mientras nosotros
continuaremos comiendo nuestra polenta. ¿Crees que aquí todos sudaremos y
penaremos para pagar tus estudios? Era, vamos empuña el pico, nuestro hogar no
necesita sabios”.
Si
encontraba a su hermano menor con un libro en la mano, cuando no podía hacer
otra cosa –día de lluvia o de fiesta- se lo arrancaba y estampándolo en la
pared decía: “Te he repetido cien veces que no quiero verte con la nariz metida
allí. Tú naciste para ser campesino como yo. Métetelo en la cabeza”.
La
situación era demasiado tirante para poder prolongarse. Mamá Margarita lo
comprendió. En el otoño siguiente, por amor de la paz, interrumpió las lecciones
y como con este gesto, tan penoso para dos corazones, todavía no lograba
apaciguar la animosidad del mayor, se decidió al gran sacrificio y exclamo
entre sollozos: “Es mejor que te alejes, Juan. Como ves, Antonio no se calma.
Parte a la buena de Dios: ve a buscar trabajo en las granjas vecinas. Si no lo
encuentras, llega hasta Moncucco y pregunta por la familia Moglia, es rica, es
buena te acogerá. Partirás mañana”.
Y
al día siguiente, una glacial mañana de febrero de 1829, con su pobre lío bajo
del brazo en el cual dos camisas y algunos pañuelos envolvían sus querido
libros, el valiente hombrecito partió a la buena de Dios.
Dios
velaba sobre sus pasos y, tal como su madre había previsto, lo dirigía a
Moncucco. En casa de los Moglia, como en todas las granjas por donde había
pasado, no querían darle colocación: en ese momento el trabajo faltaba y los
peones no se necesitaban hasta fines de marzo; pero rogó de tal modo al jefe de
la familia que acabó por tomarlo. Debía permanecer dos años bajo este techo
hospitalario, peón de granja ejemplar que, habiendo entrado sin sueldo, vio
aumentar sucesivamente su salario, a 15, 30, 50 liras anuales, tan leales y
honestos eran sus servicios. De los trece a los quince años llevó en Moncucco
la vida de los Becchi, durante la semana corría con la atención del establo y
el domingo, en el patio de la granja, reunía los pocos muchachos de la aldea
para enseñarles el catecismo, recitarles fragmentos de oficios o contarles
hermosos cuentos.
Durante
el verano, a la sombra de una morera, celebraba este embrión de patronato
rural, menos numeroso pero no menos atento que el del burgo paterno. Su deseo
de llegar al sacerdocio, más violento que nunca devoraba ese joven corazón: lo
confesaba a sus amos.
-“Pero
¿cómo podrás llegar a estudiar, Giovannino? –preguntaban éstos- en nuestros
días se necesitan de nueve a diez mil francos para llegar a ser sacerdote:
¿dónde los hallarás?
-Nolo
sé, pero estoy seguro que llegaré”.
Y
para no dejar enmohecer las enseñanzas de Don Calosso, continuaba repasando la
gramática latina estudiada con el buen sacerdote, en los campos, mientras
cuidaba los animales o en la granja las tardes de reposo.
En
diciembre de 1829 pareció terminar la pesada prueba: una mañana, camino del prado
de pastoreo, se encontró con su tío Miguel Occhienna, campesino enriquecido en
la ganadería y que siempre le demostró simpatía.
-“Hola
Juan, ¿estás contento en lo de Moglia?
-¿Cómo
quiere que esté contento? Todos aquí son muy buenos conmigo, por cierto, pero
no hay que hacerle, no puedo ahogar en mi corazón el deseo de estudiar y veo
que los años pasan, pasan. Dentro de poco cumpliré quince años.
-¡Pobre
Juancito! -dijo el tío, enternecido- bueno, esto corre de mi cuenta, deja tu
rebaño en casa de tus patrones; échate tus trapitos al hombro y vuelve a los
Becchi: yo voy a Chieri, de donde volveré esta noche; de pasada hablaré con tu
madre y todo se arreglará. Ya verás”
feliz
hasta donde es de imaginarse, volvió Juan a despedirse de sus buenos amos; éstos
le habían cobrado tal afecto, que se les desgarraba el corazón al ver alejarse
al pequeño boyero piadoso, dócil y trabajador, que durante veintidós meses
había sido como una sonrisa de Dios bajo su techo.
Al
anochecer de ese día, en los Becchi, la madre no quiso recibirlo, para que
Antonio no creyese que la vuelta al hogar había sido combinada entre ella y su
hermano Miguel. El pobrecito, tiritando, tuvo pues que esperar, en una zanja
vecina, el regreso de su tío. Cuando éste pasó ya de noche, recogió a su pobre
sobrino transido, y trepó con él a los Becchi. Ahí, consiguió que entrara en
razón el terrible hermano y Juan tomó nuevamente su lugar en el hogar paterno.
Más
no se hallaba al final de sus sufrimientos. Solicitados por su excelente tío,
los curas de Castelnuovo y de Buttigliera se excusaron cuando les pidieron que
continuaran las lecciones de latín al niño ya medio “cepillado”. “Demasiado
trabajo –dijeron ambos- demasiado trabajo. ¡No damos abasto! ¿Cómo podríamos
asumir esa responsabilidad suplementaria?”. Entonces se volvieron hacia Don
Calosso, en quien debían haber pensado antes; la edad y los achaques lo habían
obligado a renunciar y vivir retirado en Murialdo mismo. Aceptó con entusiasmo
el volver a tomar su discípulo, y lo que es más, en su bondad, le dijo el
admirable anciano: “No tiembles por tu porvenir, Juancito mío, yo pensaré en
ti, te ayudaré mientras viva y si Dios me llama a Sí, he tomado mis
disposiciones, para que puedas llegar al término de tus estudios”.
Todo
obstáculo parecía haberse desvanecido, y la ruta, ante la imaginación
deslumbrada del niño, se abría recta, clara, fácil de recorrer. ¡Cómo
adelantaría!
¡Ay!
Una vez más vio alzarse la voluntad formal del hermano mayor entre el deseo
único de su vida y su realización, en adelante asegurada. Pero entonces,
intervino la madre; habría aguantado hasta ese día, con la esperanza que su
mansedumbre acabaría por romper la oposición de Antonio. Viendo que todos sus
esfuerzos eran inútiles, tomó la determinación que iba a asegurar a la vocación
del menor, la tranquilidad del hogar y el porvenir de sus tres hijos. Pidió la
repartición judicial de los bienes paternos. Antonio trató de oponerse, pero en
vano, Margarita se mantuvo firme, cansada de esas luchas en que podía zozobrar
toda una felicidad humana y divina. Meses más tarde fue proclamada la división
de condominio y Antonio, sin dejar la aldea, se alejó de la casa paterna. ¡Al
fin podrían respirar los demás!
El final de una prueba
Esa
vocación, defendida por la madre con tanta prudencia y valentía, había
triunfado del obstáculo principal que se alzaba ante ella; mas no era ése el
único; otro, también terrible, amenazaba detenerla en su camino: era la
pobreza.
El
buen Don Calosso, que tomó sobre sí el adelanto de su discípulo y prometió
luego asegurarle su pensión en el Seminario, cayó fulminado por un ataque de
apoplejía. No había hecho testamento, sus sobrinos heredaron pues sus bienes,
sobre los cuales sin embargo, unos minutos antes de entrar en agonía, había
expresado (¡ay! Por señas) su voluntad de reservar lo necesario para llevar a
término la vocación de su discípulo. Juan se encontraba de nuevo en alta mar y
tenía quince años cumplidos.
¿Qué
partido tomar? A pesar del año escolar ya avanzado, resolvió la madre que el
muchacho iría a Castelnuovo al curso de latín que dictaba un sacerdote de la
localidad, al lado de la escuela primaria. ¡Con cuánta alegría se prestó
Juanito al proyecto! Al principio, el entusiasmo le hacía recorre, sin
resollar, los veinte kilómetros diarios que lo llevaban y traían de la escuela,
mañana y tarde; para hacer economías, se le veía andar descalzo, con los
zapatos al hombro, y al entrar al pueblo se los ponía. Pero semejante trajín
hubiera acabado por agotarlo: por ello empezó a no volver para el almuerzo
llevando consigo la bolsita de género que contenía su frugal alimento. Ciertas
noches de invierno en que la borrasca arreciaba y la nieve cubría los caminos,
no volvía y se alojaba en un cuchitril que le prestaba una familia amiga. Al
último, Mamá Margarita comprendió que el interés de su hijo estaba en radicarse
definitivamente en Castelnuovo; trató pues con un buen hombre del lugar, un tal
Roberto, sastre, quien consintió en llevar a Juan a su casa, mediante la módica
pensión en mercaderías, (huevos, granos y vino).
Fue
la segunda separación de madre e hijo; al dejarlo no hizo ella más que una
recomendación, pero ¡tan sencilla, tan protectora! “¡Sobre todo, Juancito mío,
ama mucho a la Santísima Virgen!”.
La
partida de Juan señaló la dispersión definitiva de la familia, pues poco tiempo
antes José había arrendado una granja que codiciaba hacia mucho; demasiado
pobre para afrontar solo los gastos de la empresa, se había asociado con un
amigo, Febraro. La granja se llamaba el Sussambrino; Margarita dividía, pues,
desde ahora, sus preocupaciones y fatigas entre este nuevo hogar y el de los
Becchi que había quedado desierto.
En
el Sussambrino fue Juan a reunirse con ella, cuando llegaron las vacaciones. Durante
esos tres meses de asueto volvió a su primer oficio, llevando cada día los
animales a pastoreo, trató de no perder nada de las nociones de gramática
latina penosamente adquiridas en ese año. ¿Qué sería el siguiente?; se hacía
esa pregunta con angustia, cuando recibió una doble respuesta del cielo y de la
tierra.
Una
mañana de agosto, un vecino de la granja, llamado Turco, lo encontró con cara
de contento le preguntó:
-“¿Porqué
estás tan campante hoy, Giovannino? Hace un tiempo te veía por lo menos preocupado,
mientras que ahora...
-¡Oh!
Es que ahora estoy seguro de llegar a ser sacerdote.
-¡Bah!
¿cómo así?
-Anoche
tuve un sueño que me lo aseguró. Vi venir hacia mí a una gran señora que
apacentaba un rebaño. Se acercó, me llamó por mi nombre y me dijo:
-“Juan,
hijo mío, ¿ves este rebaño? Pues bien te lo confío.
-Pero
¿cómo haré, señora, para cuidarlo y preservar tantas ovejas y corderos? No
tengo pastoreo donde llevarlos.
-No
temas nada –dijo ella entonces- o velaré sobre ti y te ayudaré”. Y desapareció.
“Como usted ve –dijo Juan- ahora puedo estar tranquilo”.
Y
así lo fue tanto más cuanto que después de la respuesta del cielo llegó la de
la tierra también cargada de esperanzas. Su madre lo mandaba a Chieri, la
pequeña ciudad próxima, distante apenas veinte kilómetros, para proseguir en
ella sus estudios con regularidad y en las escuelas oficiales del lugar. Había
encontrado una buena mujer, la señora Matta, domiciliada en Chieri mismo, para
vigilar a su propio hijo, externo en el Colegio, que consentía en tomar a Juan
como pensionista por veintiún liras mensuales o un poco menos, si Juan aceptaba
desempeñar el puesto de sirviente. Aceptó incontinenti y el acuerdo se celebró.
Pero
había que vestirle darle y darle su
modesto ajuar, ¿dónde hallar con qué pagar todo eso y el trimestre adelantado
de pensión? El joven Bosco se armó de todo su valor y, de puerta en puerta, fue
a pedir a los buenos campesinos de Murialdo que le ayudaran en su piadoso propósito,
por lo menos en especie. Nadie eludió esta caridad y su bolsa se llenó de
granos, queso y huevos, cuya venta unida a una ofrenda del Cura de Castelnuovo,
solicitada por un feligrés, permitió a Juan encaminarse, al comenzar noviembre,
hacia Chieri, la ciudad de sus sueños, tan religiosa y tan buena, que antes,
hacia el siglo XVI, había abrigado durante varios meses a San Luis Gonzaga. El
fin de la gran prueba parecía cercano. Siete años de tormento terminaban en una
dilatada esperanza. A pesar de la estación, el sol brillaba en el corazón de
este joven de dieciséis años, que, el 4 de noviembre de 1831, emprendía el
camino de Chieri. Sus anchos hombros se doblegaban al peso de una bolsa de
harina y de otra de maíz que, al pasar por Castelnuovo, vendería para adquirir
libros, cuadernos y plumas, pero su corazón se expandía ante el pensamiento que
en lo sucesivo tenía el camino abierto.
Esta
vez no se engañaba
El triunfo de una vocación
Chieri,
donde el más joven de los hijos de Margarita iba a permanecer cerca de diez
años, es una pequeña ciudad piamontesa reclinada al pie de los últimos
contrafuertes de los Alpes. Ciudad de estudiantes y de fábricas de tejidos,
pero también ciudad de conventos. ¿Qué orden religiosa no tiene allí su iglesia
y su monasterio?
La
vida que debían llevar los estudiantes pobres como el joven Bosco era muy dura.
En nuestros días, una vocación sin recursos acaba por encontrar el bienhechor o
la beca instituida que permitirán estudiar. Entonces, era muy raro. ¿Cómo se
las arreglaban?
A
menudo, heroicamente.
Por
lo general, esos pobres estudiantes tomaban pensión en casa de conocidos que
les ofrecían techo, lecho y pan. Se pagaba en dinero o especies con bolsas de
cereales, patatas, castañas o brentas de vino; se pagaba también en servicios,
poniéndose al volver de clase a disposición del dueño para toda clase de
tareas. Los padres suministraban la alimentación. Y así, por ejemplo, cada
sábado se veía llegar a Mamá Margarita con su gran pan para la semana y su
provisión de maíz, harina y castañas. Sobre decir que hasta en las peores
noches de invierno –el cual al pie de las montañas suele ser cruel- se ignoraba
la dulzura de una llama. Se soplaba en los dedos, se golpeaban los pies y se
volvían a inclinarse sobre los libros. Y estos libros, este papel, este
tintero, estas plumas y todo lo demás, había que comprarlo con el sudor de la
frente, colocándose a diestra y siniestra, unos para dar lecciones, otros para
trabajos de escritura, los demás para servicios manuales.
La
parte de miserias que tocó al hijo de Margarita no fue pequeña. Para pagar su
pensión, aceptó con alegría, no sólo el empleo de sirviente en casa de su
alojadora, sino también el de profesor para su hijo. Así vivió dos años,
después de los cuales, habiendo terminado los estudios su alumno, Juan tuvo que
buscarse otro techo a igual precio. Fue el de un confitero-fondero cuyo negocio
lindaba con la plaza mayor de Chieri. Sus dos últimos años de humanidades
transcurrieron en ese café que limpiaba por la mañana antes de partir para el
curso y en el cual por la noche, a pedido de los jugadores de billar, quedaba
de guardia para contar los puntos. Su habilidad le hizo aprender pronto la
confección de las especialidades del lugar, hasta llegar a ser maestro, al
punto que el patrón varias veces le ofreció hacer su fortuna comercial.
La
proposición le hacía sonreír y, durante sus horas de alivio, continuaba
estudiando su latín con intensidad; todavía se muestra, bajo la escalera del
confitero, el oscuro reducto donde se alojaba y en el cuál, después de haber
cerrado las puertas del café, a la vacilante luz de una vela de sebo, estudiaba
sus lecciones y redactaba sus deberes.
Nunca
le faltó valor y sin embargo Dios sabe cómo lo necesitó en ciertos momentos.
Tenía dieciocho años, trabajaba desde el alba hasta tarde en la noche, sus
músculos o su pensamiento no descansaban un minuto: ¡qué gasto de energía! Para
mantener tal esfuerzo habría necesitado un régimen substancioso. ¿Ay! Aparte de
la sopa tradicional proporcionada por su huésped, no tenía para engañar su
apetito más que la magra ración semanal de maíz, patatas y castañas que le
traía su madre. Más de una vez el estómago de este muchacho grande estaba en
los talones y sus camaradas se percataban de ello. Uno, cuyo nombre de
Blanchard nos ha sido conservado para la historia, se apiadaba frecuentemente y
su postre pasaba a menudo de su bolsillo al de su compañero necesitado.
A
pesar de estos obstáculos, quizá por ellos mismos, el joven estudiante
adelantaba a razón de dos cursos por año. Así terminó en tres años su
preparación para el Seminario Mayor.
Hasta
ahora, bien o mal, a fuerza de privaciones y sacrificios había podido afrontar
los gastos de sus estudios, pero, en vísperas de entrar al Seminario Mayor, se
preguntó con angustia como pagaría su pensión. No más servicios, el reglamento
y los escasos asuetos de la casa no los habrían permitido, y una cuenta
implacable para saldar cada trimestre. Los humildes recursos de su Madre,
acrecidos con caridades seguras, nunca habrían bastado. Entonces pensó hacerse
religioso entrando en los Franciscanos. Los Padres tenían en Chieri un convento
que frecuentaba asiduamente. Su vida frugal, llena de abnegación y oraciones,
le había sonreído y él había conquistado las simpatías de los de la orden. Sin
embargo, antes de dar el paso decisivo, quiso consultar con su párroco, Don
Dassano. Hay que creer que las razones de Juan no le convencieron, pues a los
pocos días le vemos asediar a Mamá Margarita para empujarla a influir sobre su
hijo para que abandonara ese camino. “Ya no sois joven –la dijo- dentro de
algunos años os hallaréis un poco cansada. Y ¿quién os recogerá si no es Juan,
convertido en vicario o cura? En vuestro interés está obligarlo a renunciar a
ese proyecto. En el suyo también, por lo demás, ya que, con las dotes que
posee, no puede menos de triunfar en la vida, con lo cual os honrará.” La
anciana madre dejó hablar a su pastor, le dio las gracias efusivamente por su
interés, pero guardó su pensamiento para sí.
-“Ayer
recibí la visita del Señor Cura –dijo a su hijo- ¿Parece que quieres hacerte
Franciscano?
-Sí,
mamá y creo que no os opondréis.
-Dios
me libre. Sólo te pediré que estudies bien tu vocación. Después de esto, haz lo
que quieras. Lo importante es salvar tu alma. El Señor Cura deseaba que te
disuadiera de ese propósito, en consideración a mí y a mis últimos días. Esto
no tiene nada, nada que ver en el asunto, no te amargues por mi porvenir. De ti
no quiero nada, ni espero nada, todavía más, recuerda esto: he nacido pobre, he
vivido pobre y quiero morir pobre. Y te aseguro que, si por casualidad te
decidieras por la vida de parroquia y llegas a enriquecerte, nunca pondré los
pies en tu casa. No lo olvides”.
Este
obstáculo de la pobreza, levantado contra la vocación de Juan, fue felizmente apartado
por las generosidades y el consejo de un santo sacerdote de la región, el abate
Cafasso, residente en Turín, quien le disuadió de entrar en el Convento. El 25
de octubre de 1835, a la edad de veinte años, revestía pues la sotana en la
iglesia de Castelnuovo y cinco días más tarde se despedía de su madre en los
Becchi para ingresar al Seminario Mayor.
La
víspera de la partida, cuando ya se habían retirado los amigos y conocidos que
habían acudido a saludar al joven seminarista, ella llamó aparte a ese hijo de
su ternura y con los ojos clavados en los suyos, con un acento que siempre
recordaría hasta en el invierno de su vida, hizo este conmovedor pedido: “He
aquí que tú, hijo mío, has revestido la sotana. Adivina la dicha y la dulzura
que este acontecimiento pone en mi corazón. Pero recuerda que no es el hábito
el que honra al estado, sino la práctica de las virtudes. Si por desgracia
llegas a dudar de tu vocación te imploro que no deshonres este uniforme.
Quítatelo enseguida, pues prefiero que mi hijo sea modesto campesino, a que sea
sacerdote negligente de sus deberes. Cuando viniste al mundo, te consagré a la
Santísima Virgen; cuando comenzaste tus estudios, te recomendé casi exclusivamente
la devoción a Nuestra Señora; ahora te suplico que le pertenezcas por completo.
Ama a quienes la aman y si algún día llegaras a ser sacerdote propaga sin cesar
la devoción hacia esta buena madre...”
Se
detuvo vencida por la emoción. Su hijo lloraba. Después de un largo silencio le
dijo: “Madre, antes de abandonarla para esta nueva vida, permítame que le
agradezca cuanto hizo por mí. Sus consejos, grabados en el alma, serán como el
tesoro del cual todos los días sacaré algo.
La
tarde siguiente, el abate Juan Bosco franqueaba la pesada puerta del Seminario
Mayor de Chieri; allí debía permanecer seis años, alimentado, sostenido, puede
decirse, por la caridad de todos. Ya ella lo había vestido de pies a cabeza el
día de la toma de su hábito; un notable del lugar había facilitado la sotana,
el alcalde dio el sombrero, el cura proporcionó la capa y otro feligrés los
botines. Un sacerdote eminente de Turín, Don Guala, Director del Colegio
Eclesiástico , tan rico como caritativo, fue quien pagó su primer año de Seminario.
Y para los siguientes he aquí como se las arregló el buen Juan: primero, cada
año, obtuvo el premio de sesenta francos asignado al alumno que había merecido
las mejores notas de conducta y de trabajo; a partir del segundo año de
filosofía, se le concedió la media gratuidad con la cual frecuentemente se
recompensaba a los seminaristas
estudiosos y necesitados; en el segundo año de teología, fue nombrado sacristán
y por esto recibió sesenta francos de remuneración: el remanente de la pensión
–y era todavía algo- fue saldado por Don Cafasso.
Juan
estuvo seis años en el Seminario Mayor: dos años de filosofía y cuatro de
teología. La víspera de su ordenación, los profesores emitieron una última
apreciación sobre él, pusieron frente a su nombre: Plus quam optime: Mejor que
muy bien.
Al
terminar sus años de Seminario, tuvo un tercer sueño, tan expresivo como los
dos primeros y que le vino a confirmar la voluntad del Cielo. Al pie de la granja de su hermano se
extendía un ancho valle que a sus ojos tomó repentinamente el aspecto de una
populosa ciudad. Por sus calles y plazas hormigueaban una juventud abandonada a
sí misma que jugaba, gritaba, blasfemaba. Los insultos poseían el don de
sacarle de quicio; se lanzó hacia esos desgraciados y les intimó que se
callaran, pero como no lo hacían, los amenazó con golpearlos. Trabajo perdido.
Entonces pasó a los hechos y maltrató a los más desvergonzados. Estos
contestaron, golpe por golpe, con fuertes puñetazos.
Agobiado
por el número, el abate huía, pero un personaje misterioso le cortó la retirada
y le ordenó volver hacia esos desgraciados y corregirlos mediante la
persuasión. Por toda respuesta el soñador enseñó los coscorrones recibidos.
Entonces el desconocido le presentó a una gran Señora, que se adelantó hacia
él: “He aquí a mi Madre –dijo- sigue su consejo”. La dulce aparecida le
envolvió en una mirada llena de bondad y murmuró: “Si quieres ganar el ánimo de
esos muchachos, no los trates a puntapiés o puñetazos, pero sí conquístalos
mediante la dulzura y la persuasión”. Así lo hizo entonces y, como en el primer
sueño, esos niños se cambiaron primero en bestias salvajes para transformarse
en seguida en los más mansos corderos.
Aguardando
que surgiera la ocasión de transformar de ese modo el corazón de los niños, el
abate Juan Bosco terminaba su formación en el Seminario Mayor. Fue ordenado
subdiácono en septiembre de 1840 en
Turín; diácono en la primavera del año siguiente y sacerdote el 26 de mayo,
fiesta de San Felipe Neri.
Era
un domingo. El jueves siguiente, para satisfacer los deseos de sus
compatriotas, cantó la Misa Mayor en Castenuovo y presidió la procesión de
Hábeas. Para festejar el acontecimiento hubo gran festín en la parroquia donde
el arcipreste había invitado a todos los parientes de Juan, todo el clero de
los alrededores y las personalidades del lugar.
Pero
el nuevo sacerdote tenía prisa en sustraerse a estas ruidosas demostraciones de
estima, para encontrarse a solas con su madre, frente a sus recuerdos comunes.
Al
caer la noche, ascendieron pues ambos a los Becchi. Se supone la oleada de
sentimientos tan intensos como dulces
que debían embargar los corazones de ambos. Estos caminos, esos senderos;
¡cuántas veces los había recorrido quince años atrás, alucinado por el sueño
sublime y he aquí que de golpe, ese sueño se había tornado realidad! La última
pendiente por subir atravesaba el prado al cual, una noche de invierno, se vio
transportado en sueños y había oído la
voz de la Virgen que le trazaba su camino con toda claridad. También él había
sido llevado por vías misteriosas pero seguras. Una mano de mujer y de madre
–la más excelsa de todas las mujeres, la más tierna de todas las madres- había
tomado su mano de niño y, a través de la prueba, le había llevado a esa
cúspide: al sacerdocio. No había tenido más que dejarse conducir; no
desesperarse nunca. ¡admirable historia! Al evocarla en esa hora recogida y
tranquila, en esa humilde decoración de toda la juventud, el hombre sintió que
una intensa emoción embargaba su corazón. Le faltaron palabras para traducirla
y una ola de lágrimas brotó de sus ojos. El pequeño Juan de antes, el humilde
pastorzuelo, hecho sacerdote, expresaba así la embriagadora gratitud de su
alma.
Algunos
pasos más y la pareja franqueaba el umbral de la cabaña, testigo de tantas
escenas de alegría y lágrimas. La madre encendió la vela, fue a disponer todo
para el reposo nocturno, luego, como hacía veinte años, las oraciones de la
noche se elevaron al cielo desde esos dos corazones puros. Cuando estuvieron
nuevamente de pie, la anciana madre, que, durante toda esa jornada colmada de
emociones, había estado más bien silenciosa, tomó entre sus manos las de su
hijo y con palabra grave y dulce le dijo: “Hete ya sacerdote, mi Juan. En lo
sucesivo, cada día dirás Misa. Recuerda esto: empezar a decir la Misa es
empezar a sufrir. No lo percibirás de inmediato, pero un día, con el tiempo,
verás que tu madre tenía razón. Cada mañana, estoy segura, rezarás por mí. No
te pido otra cosa. En adelante piensa sólo en la salvación de las almas y no te
preocupes por mí”” ¡Admirables palabras! Terminaremos este capítulo con esta
escena de pura belleza sobrenatural. También ella nos da la clave de todo un
porvenir. Más tarde, cuando el hijo nos deslumbre por la grandeza de sus
empresas, la pasión por Dios y las almas, su fe intrépida y tranquila, nos
recordaremos de la humilde campesina de los Becchi, de la pobre mujer sin
letras, pero de tan elevado espíritu, su madre, quien lenta, pacientemente
durante quince años de miserias y privaciones había formado ese corazón de
sacerdote.
Renato
Bazin, el gran escritor católico, ha escrito: “Hay madres que tienen alma de
sacerdote”. ¡Cuán justa, cuán apropiada es esta palabra cuando pensamos en la
humilde campesina de los Becchi, que había sufrido y soportado tanto para ver
ese día!
Orígenes dolorosos de una gran
Obra
A
salir del seminario, el joven sacerdote estaba indeciso entre varios empleos
que le ofrecían; por último, siguiendo los consejos de su confesor Don Cafasso,
un santo, aceptó ingresar al Instituto de San Francisco de Asís, donde algunos
sacerdotes jóvenes se preparaban para su vida de apostolado, estudiando la
ciencia de las almas bajo la dirección de sabios y piadosos maestros.
Se
entregaba entre tanto a mil obras de caridad: catecismo, visitas a los enfermos
en los hospitales, a los detenidos en las cáceles, a los pobres en sus
miserables tugurios.
Turín,
donde se había radicado, era a la sazón una capital en vías de
engrandecimiento, con las plagas morales de nuestras ciudades modernas. El
joven apóstol descubrió pues en sus primeras actividades piadosas, miserias que
jamás habaría podido imaginar.
A
su paso por los hospitales, vio las peores enfermedades consumiendo a pobres
criaturas apenas formadas; en las cárceles, vio a los peores canallas mezclados
fatalmente con otros semi-culpables, con jóvenes más débiles que pervertidos,
acabando de corromperse; en las buhardillas, vio la miseria de las familias
numerosas, su hacinamiento, el abandono moral de los niños; en la ciudad, en
fin, en cada esquina, vio una cantidad de jóvenes obreros, atraídos por las
nuevas industrias y la construcción de edificios y que no hallaban un
alojamiento saludable y moral. La juventud, siempre y en todas partes, era la
víctima en esa sociedad mal hecha, en ese mundo de pasiones e intereses
desenfrenados. Comprendió entonces claramente el significado de su sueño de
otrora: pastor de ovejas descarriadas; ésa era su misión. Se preguntaba cómo se
las arreglaría, y por dónde empezaría; mas la respuesta no tardó en llegar.
En
la mañana del 8 de diciembre de 1841, se disponía a decir Misa en la Iglesia de
San Francisco de Asís. Mientras se revestía con los ornamentos, oyó el ruido de
una pelea y volvió la cabeza: el sacristán zamarreaba a un muchacho, tratándolo
de mendigo y de inservible: “Si no sirves ni para ayudar a Misa, puedes
marcharte de aquí”, gritaba; y como el chico, asustado, no se movía, lo empujó
brutalmente afuera. Don Bosco le ordenó enseguida al hombre que lo hiciera
entrar de nuevo.
-“Vamos
–le dijo- no tengas miedo, ¿cómo te llamas?
-Bartolomé
Garelli.
-¿De
dónde eres?
-De
Asti.
¿Tienes
padres?
-Han
muerto.
-¿Tu
edad?
-Dieciséis
años.
-¿Sabes
leer y escribir?
-No
sé nada.
-Por
lo menos, ¿sabes rezar?
-No
sé nada”.
Don
Bosco le propuso entonces que siguiera los cursos de catecismo de la parroquia;
pero el niño confesó que le resultaría demasiado humillante encontrarse, a su
edad, entre puros chicuelos que reirían de su ignorancia.
-“Bueno
–exclamó Don Bosco- si quieres, te enseñaré yo mismo el catecismo”. El muchacho
aceptó y recibió esa misma tarde su primera lección.
Ese
discípulo, llevado por la Providencia, una mañana de invierno, a la sacristía
de una iglesia de Turín, trajo enseguida nuevos compañeritos al maestro; pronto
pasaron de ciento. ¿Dónde albergar todos esos muchachos que, cuando ya caía la
tarde, acudían a Don Bosco? Era la pregunta que se formulaba el joven
sacerdote, cuando, en colaboración con otro sacerdote, amigo suyo, el Abate
Borel, fue encargado de dirigir un refugio, fundado por una descendiente de
Colbert, la Marquesa de Barolo.
A
ese local transportó Don Bosco su domicilio y su modesto cuarto fue el punto de
reunión de sus protegidos; pero pronto resultó demasiado estrecho; los niños,
más de trescientos, desbordaban por los corredores y la escalera.
El
apóstol convirtió entonces dos piezas del refugio, una en clase y la otra en
capilla; apenas instalado con sus “pilluelos”, la marquesa, contrariada sin
duda por la turbulencia de los chicos, le significó que se mudara. Entonces
empezó una cacería desordenada en busca de albergue. Con apoyo del Arzobispo,
se le permite ocupar un viejo santuario abandonado, la iglesia de San Martín;
pero los vecinos, cuyo reposo perturbaban los chicos, exigen que la policía
haga desbandar esa turba. Don Bosco consigue el usufructo de otra iglesia, San
Pedro in víncoli, pero el cura, amigo de su tranquilidad, reclama y le quitan
la concesión. Entonces, durante dos meses, reúne su tropilla al aire libre, en
el campo; pero el invierno se aproxima y no puede catequizar bajo la lluvia;
alquila tres piezas en un barrio, mas, ¡ay! Los inquilinos se quejan y el dueño
de la casa acaba por despedir al buen Padre. Cansado de luchar y como hubiese terminado
el invierno, alquila un prado; pero el propietario se percata que el pisoteo de
esa pandilla infantil destruye hasta la raíz del pasto, e intima al locatario
para que se marche.
Con
este último golpe, Don Bosco se desalienta, comprende que ha llegado la época
de la gran tribulación anunciada por su buena madre, y su alma se resigna; pero
¡qué dolor lo embarga al pensar que tendrá que decir “adiós” a todos esos
pequeños y volverlos a lanzar a los peligros de la calle! ¡Ninguna casa, ningún
asilo, ningún campo quería recibirlos! Agobiado bajo el peso de su carga, Don
Bosco, de rodillas, rezaba, mientras sus pobres niños lloraban.
En
ese momento, un buen hombre entró en el prado y le dijo: “¿Es cierto que busca
alojamiento? Tengo un compañero, llamado Pinardi, que tiene un espléndido
cobertizo y desea alquilarlo, ¿quiere que vayamos a verlo?”
Don
Bosco lo siguió; el espléndido cobertizo era una especie de perrera, de techo
bajísimo y agujereado en varias partes.
-“Es
demasiado bajo –dijo Don Bosco decepcionado.
-Eso
es lo de menos –repuso el hombre- cavaremos el suelo unos cincuenta centímetros
y le pondremos piso de madera; además, tendrá el goce del terreno que rodea el
cobertizo y todo por trescientos francos anuales.
-¿Con
contrato? –se aventuró a preguntar Don Bosco, aleccionado por sus desventuras.
-Con
contrato y todo estará listos el domingo”.
Se
cerro el trato, volvió Don Bosco a su prado y el sol poniente alumbró una
escena realmente enternecedora: esas pobres criaturas, al saber que tenían
desde ahora y para siempre un asilo seguro, no podían contener su alegría;
bailaban, cantaban, reían, aclamaban a su amigo grande, quien, en el acto, rezó
con ellos –y sólo Dios sabe con cuanto fervor- un rosario en acción de gracias.
Ese
cobertizo providencial se hallaba situado en el bario del Val d’Occo o
Valdocco, el Valle de los Matados (occisi); no era un sitio como otro
cualquiera, puesto que en los primeros tiempos del cristianismo, decapitaban
ahí a los mártires; pero ahora, por desgracia, era uno de los barrios pero
conceptuados de la ciudad. Saltimbanquis, domadores de osos, bandidas de toda
especie acampaban allí; los cubrían fondines y tabernas, refugios de una
población maleante; y el domingo, como los días de fiesta, esta barriada
excéntrica, con sus diversiones groseras, constituía el punto obligado para la
concentración de la juventud de ambos sexos. Por eso, no fue uno de los menores
beneficios de la naciente obra, el saneamiento de sus alrededores y la
transformación paulatina del aspecto moral de ese barrio, hoy uno de los más
sólidamente cristianos de Turín.
Mientras
tanto, el número de niños agrupados en el Oratorio de Valdocco crecía sin
cesar; ya alcanzaba a setecientos.
También se desarrollaba la obra: además del patronato dominical, Don
Bosco (que había palpado la ignorancia lamentable de esos pobre pequeños) se
había hecho institutor y había abierto un curso de adultos asiduamente
concurrido. Como no podía bastar a todo y asegurar el adelanto de todos los
cursos, pensó en hacerse ayudar por los más despejados de sus jóvenes. Los
llamó aparte, les dio lecciones particulares y desde que comenzaron a “andar
con seguridad”, los echó al agua, según su expresión pintoresca, es decir, les
confió la instrucción y el cuidado de una división de pequeños, bajo su
vigilancia.
Desgraciadamente,
el pobre abate no pudo resistir durante mucho tiempo a la acumulación de esas
ocupaciones con el empleo de capellán de las huerfanitas, la visita a las
cárceles, la enseñanza del catecismo, la búsqueda de trabajo para sus niños. Al
comenzar el mes de julio de 1846, una neumonía violenta lo tumbó de golpe.
Una
noche de domingo, después de agotadora jornada de patronato dominical, el joven
apóstol, vuelto a su alojamiento, se desvaneció de agotamiento. Fue necesario
transportarlo a su lecho y desde entonces la fiebre no le dejó. En ocho días,
estuvo al borde de la tumba.
El
domingo siguiente, el abate Borel acompañado por los mayores del patronato,
sollozando amargamente, le administró el viático. Su madre y su hermano José
estaban presentes: acudieron a su cabecera de moribundo.
Pero
la oración de sus pequeños, oración obstinada y fervorosa, acompañada de
heroicos actos de sacrificio ofrecidos a Dios para su curación, libró del
peligro al joven sacerdote a quien fue menester imponer una larga convalecencia
después de tan intenso sacudón. La pasó en los Becchi. Sólo la tierra natal
podía restablecerlo completamente.
Tres
meces de absoluto descanso le devolvieron suficientes bríos para creerse en
estado de volver a uncir el yugo a fines de octubre. Además, lejos de sus
clientes de miseria, sufría demasiado. Resolvió partir el 1 de noviembre.
Despedido
por la Marquesa de Barolo, quien no admitía atendiera simultáneamente a su
huerfanitas y a esa banda de muchachones, había alquilado cuatro piezas en el
primer piso de la casa Pinardi. A lo menos esto le permitía vivir en medio de
su obra. Pero la casa Pinardi y los dos edificios contiguos (uno de los cuales
se llamaba “Fonda de la Jardinera”) no eran precisamente islotes de santidad.
Aun durante los días de trabajo el escándalo se ostentaba desvergonzadamente.
Un sacerdote solo no podía alojarse ahí sin despertar sospechas. Era menester
encontrar alguien seguro , irreprochable, que compartiera el pobre techo del
abate: “Lleva a tu madre”, le dijo el Deán de Castelnuovo, el buen Don Cinzano,
siempre benévolo.
Ya
había pensado en llevar a su madre pero nunca se atrevió a proponérselo. ¡Su
pobre madre! Ya no era joven y se había ganado el derecho a descansar un poco
en la paz solitaria de los Becchi. ¡Oh Dios! ¿Qué iba a ofrecerle él a cambio
de las humildes tareas cotidianas del hogar? La molestia, el ruido, las
exigencias, la mala educación de setecientos mozos. Ella tendría que sacrificar
todos sus recuerdos de juventud, toda su pobre vida reglamentada y uniforme, la
tranquilidad de sus prados, la dulzura de sus amistades, a cambio de una
existencia desarraigada, atropellada, en plena ciudad febril. Y además, por el
simple hecho de aceptarle, pasaría a depender de él, ella le obedecería,
subordinaría su existencia a la suya. No, no podía ser así. Pero ¿qué otra
solución había? Entonces se llenó de valor y le participó su deseo. “Si crees
que Dios lo quiere –contestó sin vacilar- cuenta conmigo.”
Emprendieron
el camino el día siguiente de los difuntos, 3 de noviembre de 1846. los días
anteriores, enterada de la miseria que iba a encontrar en Valdocco, Mamá
Margarita había aceptado un doloroso sacrificio. En el fondo de su ropero y
perfumado de alhucema, descansaba su traje de joven desposada. Allí dormía
hacía treinta años, despertando de tiempo en tiempo, en su fiel pensamiento los
mejores recuerdos de amor, el amado marido muerto, toda su juventud... del
sombrío rincón sacó la hermosa tela que había abrigado los más fuertes latidos
de su corazón y corrió a venderla. ¡oh! ¡nada caro! A fin de tener algún dinero
para sufragar los primeros gastos. ¡Santa, santa mujer! Campesina que no sabía
leer pero cuyo corazón rivalizaba con los más nobles.
Y
una mañana de noviembre bajaron a pie hacia Turín; ella llevaba en una canasta
todas sus cosas, un poco de ropa, sus instrumentos de buena ama de casa; él
tenía debajo del brazo un misal, algunos cuadernos y su breviario. El camino
era largo, cuarenta kilómetros, siete horas de marcha. Para un convaleciente y
una anciana era demasiado. Por eso llegaron extenuados. En el cruce del Rondo
allí donde el Corso Reina Margarita corta el Corso Valdocco, encontraron un amigo,
Don Vola, quien, viéndolos agotados y polvorientos, les preguntó:
-“¡Oh!
¿de dónde vienen así, tan cansados y cubiertos de polvo?
-De
los Becchi.
¿A pie?
-A pie. ¿qué
quieres? Nos falta esto.
Y
el gesto completaba el pensamiento.
-Y
¿dónde te alojarás?
-En
la casa Pinardi junto con mi madre.
-¿Qué
medios de vida tienes ahora que estás sin empleo?
-He
aquí una pregunta, querido amigo, que me costaría contestar, pero confiaremos
en Dios y Él pensará en nosotros.
-¿Os
esperan en lo de Pinardi?
-¿Lo
imaginas?
-Entonces
¿qué comerán ustedes esta noche?
-No
te preocupes, después veremos.
-Mi
pobre Don Bosco, me das lástima. Quisiera hacer algo por ti. Espera, espera”
y
diciendo esto, el buen sacerdote revolvía sus bolsillos.
-“Esta
noche no tengo ni un céntimo. Se ve que cambié de sotana. Por lo menos acepta
esto –dijo- desprendiendo su reloj.
-¿Y
tú?
-¡Oh
yo! Yo tengo otro. Vende esa alhaja, tendrás algo para empezar a vivir”.
Y
el generoso amigo los abandonó.
-“Como
ves, madre, la Providencia piensa en nosotros” –subrayó Don Bosco.
Doscientos
metros más y ya estará en casa. El humilde alojamiento los aguardaba en el
primero piso de la casa Pinardi. Dos de las cuatro piezas estaban amuebladas,
si puede llamarse mobiliario a un miserable lecho, una mesa de madera blanca,
una silla de paja; lo estrictamente necesario para trabajar, descansar, vivir.
Era
noche cerrada hacía rato.
Mientras
su madre empezaba a preparar la pitanza, Don Bosco, a la débil luz de una vela,
colgaba a la cabecera de las camas una pila de agua bendita, una palma y una
imagen piadosa.
Como
lo hacían cada noche desde que esperaban su regreso, algunos jóvenes se habían
congregado bajo su balcón preguntándose frente a esa ventanas pálidamente
iluminadas, si realmente era él. No se atrevían a subir porque no estaban
seguros. Pero he aquí que, de pronto y en medio del silencio de esa hora
tranquila, se oyó una hermosa voz de tenor acompañada por otra, más débil, de
mujer. Ambos entonaban un cántico que Silvio Péllico había compuesto en honor
del Ángel de la Guarda.
Habitante
del paraíso celestial
¿qué
haces aquí junto a mí?
¡Oh
almas simples! ¡Oh corazones puros! Por toda riqueza, en el pobre alojamiento,
no había más que el precio del lindo traje de novia y el reloj del amigo Vola;
el mañana era inseguro; esta noche, para la comida no había nada pronto.
Estaban agotados, exhaustos. Pero toda la dicha del Paraíso triunfaba en sus
corazones.
Y
cantaban, cantaban...
En colaboración
La
buena madre llegó a casa del hijo en el momento oportuno, pues, por impulso de
las circunstancias y la educación del joven sacerdote, el floreciente patronato
de San Francisco de Sales tendría, en 1847 y 1849, dos casas más en otros dos
lugares de la ciudad, y se completaba después con un internado lleno de vida.
En
efecto, pronto comprendió el joven abate Bosco que las influencias exteriores
destruían fácilmente el bien realizado en el patronato. El santo sacerdote sólo
podía tener a su lado a los niños el domingo y las noches de los demás días.
Pero durante todo el día estaban expuestos a la perniciosa influencia del
taller, a los peligros de la calle, a los escándalos de los malos ejemplos;
para defender a esas almas frágiles, era menester alejarlas del mundo corrompido
que las pervertía. Pero ¿cómo conseguirlo con esa falta de recursos? La misma
Providencia obligó a Don Bosco a acoger definitivamente algunos de esos
desgraciados.
Una
noche de primavera, al volver a su casa, encontró en una encrucijada del
camino, una banda de matones, que le hubiese hecho alguna mala pasada, si no
los hubiera llevado a la fonda vecina a tomar una copa, y dos también; después
de haberlos amansado con eso, les dijo un sermoncito.
-“Ahora
que somos amigos –les dijo- me van a hacer el favor, ¿me oyen?, de no blasfemar
como lo hicieron hace rato al verme cerca; es muy feo y atrae el castigo
divino.
-Sí,
sí, Don Bosco, tiene razón. Pero... ¿sabe? No es culpa nuestra, se nos
escapa... la costumbre... pero desde ahora, ya verá.
-Bueno,
vuelvan entonces con juicio a sus casas, y el domingo los espero en la mía, ahí
abajo, en la casa Pinardi.
-Volver
a casa –dijeron algunos de esos infelices- sería difícil.
-Pero
¿dónde duermen ustedes de noche?
-En
cualquier parte, en el asilo nocturno por cuatro reales, en casa de un amigo,
en una caballeriza, donde se puede; nunca en un mismo sitio dos noches
seguidas.
-En
ese caso –dijo Don Bosco no escuchando más que su buen corazón- vengan
conmigo”.
Y
rodeado de esa pandilla poco tranquilizadora, emprendió la bajada hacia el
Valdocco, donde su pobre madre, al no verlo llegar, le aguardaba ansiosa. Bajo
el techo del cobertizo, había un granero, donde quedaban algunos restos de
paja; Don Bosco condujo allí sus “bandidos”, previamente munidos con una sábana
y una cobija cada uno, y después de haberles hecho rezar mal que mal una corta
oración, les dio las buenas noches. A la mañana siguiente, contento con su
encuentro de la víspera, trepó de nuevo al granero para despertar a su gente,
decirla una palabrita de corazón y mandarla al trabajo. ¡Ay! todos habían
volado antes del alba, llevándose sábanas y cobijas para venderlas. La primera
tentativa fue un desastre.
La
segunda fue mejor. Poco tiempo después, una noche del mes de mayo de 1847, Don
Bosco y su mamá terminaban de comer, cuando oyeron llamar a la puerta; era un
niño de quince años; afuera diluviaba y el pobrecito estaba calado hasta los
huesos. Se moría de hambre; tímidamente pidió un pedazo de pan. Margarita Bosco
lo hizo sentar delante del fuego, le dio los restos de la comida y cuando el
pobre hambriento hubo devorado el festín, mientras calentaba sus miembros
helados, Don Bosco lo interrogó.
Era
un huérfano, aprendiz de albañil; había bajado de la montaña con tres francos
en el bolsillo, pensando encontrar trabajo en Turín; pero se le habían agotado
los tres francos, el trabajo no aparecía y se encontraba sin techo y sin abrigo. Margarita le propuso a su hijo
recoger al niño; con ocho ladrillos, tres tablas y el colchón de Don Bosco, le
preparó una camita en la cocina, donde se durmió como un bendito. Este nuevo
huésped, cuyo nombre no se ha conservado, permaneció con sus bienhechores hasta
el invierno, trabajaba afuera, pero volvía fielmente cada noche a la posada de
Dios; cuando llegó el invierno, se volvió a su pueblo y debió morir sin duda al
poco tiempo, pues nunca más volvieron a saber de él.
En
junio del año siguiente, Don Bosco trajo, una noche, un pobre chiquillo, para
que Mamá Margarita lo albergara; lo había encontrado en la vía pública, apoyado
a un árbol, con el cuerpo estremecido por los sollozos; la mamá había muerto la
víspera y el propietario, para cobrarse, había echado mano a los miserables
muebles, y había cerrado el cuarto con llave. ¡Cómo resistir a semejante
espectáculo de miseria! Don Bosco adoptó al niño. Más adelante, otros siete
chicos igualmente dignos de interés, vinieron a llenar el pobre local del
Valdocco –dos estrechos cuartos- donde se apiñaron como pudieron. ¡Humilde
origen de los inmensos edificios que, con sus cuarenta dormitorios, alojarán,
unos años después, un millar de niños del pueblo!
Pero
esas dos piezas eran por demás exiguas para contener más desdichados.
-“No
hay más que una solución –dijo Don Bosco- comprar esta casa, el dueño me la
dejarían en treinta mil francos.
-¿De
dónde vas a sacar ese dinero? No tenemos más que deudas, -murmuró la madre.
-Dígame,
su usted lo tuviera ¿me lo daría?
-Por
supuesto.
-Entonces,
¿por qué suponer que el Señor que es rico, será menos generoso que usted?”
y
las limosnas afluyeron: diez mil, veinte mil francos llovieron de golpe; la
casa se compró y se pagó en unos días.
Pronto
iba a poblarse de un mundo de trabajadores esta humilde casa, semejante a
tantas otras diseminadas en los arrabales de Turín, fuera de su antiguo camino
de circunvalación. Todos los aprendices que pudo abrigar, los acogió,
llegándose así a treinta. Treinta niños para alojar, alimentar, buscarles
colocación en la ciudad. Sin mayores dificultades, Don Bosco les encontraba
trabajo y todas las mañanas, después de Misa, con su “pagnota” en el bolsillo o
en la boca, partían para la fábrica o los andamios. Volvían a mediodía con un
apetito feroz; para saciarlo, Don Bosco les servía una “minestrota de rara
densidad, o unas gachas tan rubias como consistentes, a menudo preparados por
él; como bebida, el agua cristalina de la fuente contigua, y todavía para
costearse un segundo plato, Don Bosco les daba cinco reales a cada uno. Con
cinco reales en aquel entonces ¡qué no se podía conseguir!
El
refectorio era de lo más romántico; se sentaban unos en la escalera, otros en
alguna viga olvidada ahí; éstos, al borde de la fuente, aquellos en el mismo
umbral de la cocina. Concluido el almuerzo, se pasaba a la canilla a limpiar el
plato; en cuanto a los cubiertos, cada cual los guardaba en el bolsillo para la
próxima comida. Entre todos esos grupos circulaba Don Bosco, alegre el
semblante, vistiendo algún delantal improvisado, brindando el cucharón humeante
a los que querían repetir.
Era
una familia, en la pura acepción de la palabra, la compenetración plena de los
corazones.
Vueltos
los muchachos a su trabajo, y terminada de lavar la vajilla, se sentaba Mamá
Margarita al lado de la ventana y, ayudada a menudo por su hijo, remendaba,
zurcía, recosía hasta entrada la noche, cuando no le tocaba el turno al copioso
lavado semanal.
A
los treinta años, sólo tenía que atender a tres chiquillos y a los sesenta
pasados, su hijo le confiaba docenas de muchachos, cuyas ropas debía conservar
limpias y decentes. ¡Vaya si era ése un ocaso de vida laborioso! pero la buena
viejecita sólo se quejaba a menudo por no poder dar abasto.
Algunas
veces, sin embargo, se le acababa la paciencia ¿quién se sorprenderá por eso? En
dos ocasiones, la humilde mujer estuvo a punto de descorazonarse ante los
excesos de indisciplina de sus hijos adoptivos que (no hay que olvidarlo), eran
hasta ayer pequeños anarquistas en ciernes. La historia ha conservado el
recuerdo de esos instantes de mal humor, bien cortos, por cierto, como rápida
tormenta en un cielo generalmente tranquilo y sereno.
En
esa época, 1848, Italia estaba en plena efervescencia política; ansiaba, por un
lado, rechazar fuera de la península a Austria y los Borbones, dueños de los
dos tercios de su suelo, y por otro lado, anhelaba formar con todos los
distintos estados que la componían un gran reino bajo el cetro de la Casa de
Saboya.
Esta
fiebre guerrera iba cundiendo, y el patronato de Valdocco no siempre conseguía
defenderse de esas brisas bélicas; nadie pensaba, nadie hablaba más que de
guerra; sólo se tarareaban tonadas guerreras; los juegos y los sueños eran de
guerra. Al salir de clase o del taller, se formaban bandos, en los baldíos de
las plazas y se ejercitaban en el manejo de las armas; grandes maniobras o
guerrillas eran la diversión del día, no siempre inocente, pues a menudo hubo
cabezas maltrechas y sangre derramada.
Inútil
decir que esta pasión hacia parecer muy aburridos los oficios religiosos, los sermones
o la explicación del catecismo; la juventud desertaba de la casa de Dios. ¿cómo
retenerla a pesar de todo? Don Bosco rumió largamente el problema y, por
último, su espíritu práctico resolvió encauzar para el servicio de Dios ese
entusiasmo juvenil mal canalizado. En la época de la primera guerra de la
independencia italiana, se había ganado la amistad y los servicios de un
excelente “bersagliere”, que acababa de finalizar la dura campaña del 48; el
buen sub-oficial se había puesto a disposición de Don Bosco para toda clase de
servicios de orden militar; nuestro apóstol aceptó presuroso el ofrecimiento y
rogó enseguida a su amigo que adiestrara a sus muchachos en la “guerra chica”,
así les retendría en el patronato con el aliciente del momento.
Trato
hecho, el monitor eligió entre los jóvenes más ágiles y mejor entrenados y
empezó su educación militar; el gobierno consintió en prestar doscientos
fusiles de madera, inofensivos; se consiguieron otros tantos bastones para
acabar el equipo y el “bersagliere” regaló su propio clarín a los jóvenes
reclutas.
Estos,
en pocas semanas, estaban tan bien adiestrados, que representaban ya simulacros
de combate a todo el mundo infantil de Don Bosco y a todos los curiosos
atraídos hacia esos baldíos por la fama
de esos soldaditos en ciernes.
Pero
un día, la cosa se puso fea. Cerca del patio donde maniobraban los niños, Mamá
Margarita había conseguido, a fuerza de cuidados y trabajos, formar una pequeña
huerta, rodeada de cerco, donde como buena campesina, cultivaba todas las
legumbres útiles para sazonar el caldo o completar el “menú”; hasta tenía un
sitio especial para las hierbas destinadas a los conejos.
Aconteció
pues que, un domingo en la tarde, el “bersagliere” tocó la diana y reunió sus
tropas para un asalto; estaban repartidas en dos campos, el de los vencedores y
el de los vencidos; todo estaba admirablemente combinado: las diversas
maniobras, los movimientos, el ataque final; para dar ánimo a la tropa, tenía,
no solamente el entusiasmo combativo de la juventud, sino también, por
desgracia, un público numeroso de espectadores. Ese fue el causante del
desastre, con sus gritos, pataleos, excitaciones y bravos embriagadores. ¡Ah,
qué público! ¿A cuántas tonterías empuja a menudo a los pobres mortales saturados
de vanidad!
Al
principio todo anduvo bien; el programa se desarrollaba punto por punto, según
el orden establecido, y cada bando representaba su papel con seriedad y sangre
fía, en conciencia; los movimientos previstos se efectuaban matemáticamente y toda
esa gente menuda evolucionaba sobre el terreno como tropa de línea; el
“bersagliere” dominaba con la vista el campo de batalla y era dueño de sus
tropas; los mismos espectadores se posesionaban del juego, animando con
entusiasmo a los muchachos.
Pero
la carga final estropeó todo. Por una parte el clarín que tocaba un aire
difícil, por otra el estallido de los aplausos, el furor de un ejército que se
sentía contemplado, todo debía traer el desastre. El ejército vencido fue
primeramente acorralado contra la valla y después arrojado al otro lado.
Presionado por el vencedor franqueó el ligero obstáculo, aplastándolo y en un
abrir y cerrar de ojos, los maravillosos tablones de Mamá Margarita quedaron
invadidos, pisoteados, devastados. Todo el fruto de varios meses de trabajo
quedó aniquilado en treinta segundos por ese ejército embriagado de gloria, al
cual la concurrencia misma incitaba a la destrucción. Fue lamentable.
Tanto
más cuanto que en ese preciso instante la desventurada mujer apareció en la
puerta de la cocina y vuelta hacia su hijo que, impotente había asistido a la
destrucción, exclamó con una voz que daba pena: “Mira, Juan, lo que han hecho
tus “bersaglieres”, el huerto ya no existe”.
A
lo cual Don Bosco contestó: ¡Mi pobre mamá! ¿qué quieres que haga? ¡Son
jóvenes!”
Esta
vez, aun cuando refunfuñando, la buena madre se resignó y volvió a su cocina,
ya que no convencida cuando menos casi apaciguada. Pero otra vez la tentación
asumió una forma más aguda. Posiblemente, hacía semanas y meses, esos pilluelos
del Patronato abusaban de la paciencia de la santa mujer. Como no decía nada,
soportaba todo y conservaba su sonrisa en medio de sus travesuras, hasta ante
sus pequeñas maldades, se creyeron autorizados para llevar su audacia más a
fondo.
La
Fontaine, el fabulista que nunca se equivoca, ha dicho que esa edad no tiene
piedad. Los jóvenes huéspedes de Don Bosco dieron tan abundantes pruebas a Mamá
Margarita de esa crueldad inconsciente que un día ella perdió toda su
paciencia. Alguna travesura de mayor calibre había hecho desbordar el vaso. De
ahí que excitadísima se apersonó con su hijo: “No puedo más. Eres testigo de
todo el trabajo que me tomo: está mal recompensado. Esas criaturas son
intolerables. Hoy he encontrado pisoteada en el suelo la ropa lavada que había
tendido; ayer corrían entre mis legumbres. ¡Y que muchachuelos mal educados o
negligentes!
Unos
vuelven a la noche con sus trajes hechos trizas, otros sin corbatas, sin
medias, sin pañuelos. Estos me esconden las camisas y aquellos vienen a
apoderarse de mis cacerolas sólo por diversión. Tardo horas en juntar todo. Te
digo que ya estoy cansada, esto no puede seguir así. ¡Y pensar que estaba
tranquila hilando en los Becchi! ¡Déjame que vuelva allá para acabar mis
días!”.
Por
toda respuesta Don Bosco señaló a su madre el crucifijo colgado de la pared.
La
gran cristiana comprendió, sus ojos se llenaron de lágrimas. “Tienes razón
–exclamó- tienes razón”. Y bajó a ponerse de nuevo el delantal.
Hijos dignos de esa Madre
Afortunadamente,
no todos los protegidos de su hijo se parecían a esos terribles muchachos. Un
trágico suceso lo demostró años después. Al finalizar julio de 1854, el cólera
se abatió sobre Turín. Los casos se multiplicaron con rapidez desconcertante:
al finalizar la primera semana, se declaraban hasta 50 y 60 por día y la
proporción de defunciones alcanzaba a veces hasta el 60%. En tres meses se
contaron 2,500 casos, de los cuales 1,400 fatales. La insalubridad de ciertos
barrios y la suciedad repulsiva de numerosas bohardillas colaboraron
activamente en esta excesiva mortandad.
El
barrio de Valdocco, donde estaba la obra, fue más probado que otros: en octubre
contaron 400 muertos. El Oratorio de Don Bosco vivía en medio de una cintura de
apestados, entre quienes la muerte segaba gran proporción de vidas, porque los
parientes de los enfermos huían aterrados ante los primeros signos del mal,
abandonándolos a su suerte. Para acabar con el mal, cercándolo, en Consejo
Municipal abrió los lazaretos en los dos puntos más contaminados de la ciudad.
Pero entonces, se planteó un problema: ¿dónde hallar los abnegados voluntarios
que descubrirían los casos aislados y rápidamente trasladaran los infortunados
hasta esos abrigos?
Don
Bosco, quien, desde los primeros días, se había multiplicado a la cabecera de
los enfermos y agonizantes, llevándoles los auxilios de su ministerio y de su
caridad, comprendió pronto, frente a la difusión del mal, que sólo un equipo de
jóvenes podía procurar ese beneficio a la ciudad castigada. Entonces, sin
vacilar, llamó a sus mayores, catorce se inscribieron enseguida y unos cuantos
días más tarde su ejemplo era seguido por otros treinta. Con estos cuarenta
voluntarios se cumplió una excelente tarea metódicamente organizada.
Una
parte de estos jóvenes prestaba servicio en los lazaretos, otra en las
familias. Un grupo reducido había sido encargado de explorar las casas obreras
para descubrir allí los desgraciados abandonados por sus parientes, y en el
Oratorio siempre había un piquete de guardia pronto a contestar al primer
llamado. Para solicitar su intervención no se tenía en cuenta que fuera día o
noche. Durante casi dos meses consecutivos, estos cuarenta jóvenes
permanecieron alerta. Sin embargo, ni uno solo de ellos sufrió contaminación de
la peste; la protección de la Santísima Virgen era visible, pues, si en los
primeros tiempos de su nuevo oficio, se habían esmerado en sujetarse a la
profilaxis indicada lavándose y desinfectándose después de cada expedición, al
final no la tenían en cuenta, abandonándose a la Providencia.
Muchos
de estos desventurados auxiliados en sus buhardillas por esos jóvenes
voluntarios se encontraban en un estado de completa miseria. Por eso la buena
Mamá Margarita se vio obligada a vaciar los armarios de la casa: sábanas, colchas,
camisas, toda la reserva de la ropa blanca se agotó. Para ayudar esas
lamentables miserias, cada uno de los pequeños protegidos de Don Bosco no
quería conservar más que lo puesto y el más sumario ajuar de cama. Un día un
niño vino a implorar una sábana para un enfermo acostado sobre un miserable
colchón. Mamá Margarita había buscado por cajones y rincones sin hallar nada,
cuando encontró un mantel, escapado, no se sabe como, de la repartición
general. “Toma, muchacho, aquí tienes”. Y el niño, contento, corrió cual flecha
para envolver mullidamente en fina tela a su pobre protegido.
La
buena anciana pensaba en todo, especialmente en el alma de sus protegidos,
incluso la de su hijo. Sí, nunca la perdía de vista. Hasta cuando la fama de
sus virtudes hubo ceñido como aureola la frente de su hijo, continuó
considerándolo como su Juan, el niño a quien ella debía mantener en el
ascendente camino del deber. ¡Cuántas veces por la noche, al volver muy tarde
de un sermón pronunciado en la ciudad, o de un retiro predicado en alguna
aldea, o de una visita a algún enfermo, ella suavemente, preguntaba:
-“Juan,
¿rezaste esta noche? No te olvides, ¿eh?”.
Y
Juan que en el camino no había dejado de pasar su tiempo murmurando las
oraciones, para proporcionarle el mayor de los placeres, le contestaba:”Voy a
rezar enseguida, mamá”.
Y
en abate Bosco, vuelto a ser el niño de los Becchi, se arrodillaba ante su cama
y por segunda vez, elevando su alma a Dios, rezaba las oraciones de la noche.
Rejuvenecida treinta años
El
abate Juan encontró en su madre la más activa e inteligente de sus ayudas para
cimentar sólidamente su naciente obra. No sólo, y era mucho, lo alivió de la
mayor parte de los cuidados materiales, sino que además, como he hecho
comprender al final del capítulo anterior, rejuveneció como trenita años, si es
permitida la expresión, para ser con sus hijos adoptivos la misma madre que en
los Becchi, que de mil maneras se ingeniaba para corregir, transformar y
empujar al bien el corazón de esos muchachos.
Sentía
particular debilidad por quienes daban trabajo a su hijo. Si encontraba una de
esas cabezas alocadas que nadie podía dominar, le decía a boca de jarro: “Y
bien ¿cuándo empezarás a obedecer? Casi todos tus camaradas se esfuerzan por
mejorar. Tú no. Eso no puede ser. Trata de ser juicioso durante todo un día.
¡Si supieras cuán agradable es sentirse estimado por sus compañeros, ver la
cara contenta de los maestros, tener la conciencia tranquila!
Si
le tocaba un perezoso, lo amonestaba así: ¿Sabes que tu vicio es uno de los más
feos? Demuestras que no tienes corazón. Don Bosco se mata buscando con que
nutrirte y alojarte: los días le son cortos. Y tú, durante ese tiempo, no hacer
nada. ¿Qué vas a hacer mañana en la vida? ¿Cómo ganarás tu pan? Has elegido el
mejor camino para terminar en la cárcel”.
“Eres
peor que los animales –increpaba a uno de esos que no sueñan más que con peleas
y golpes- ¿has visto que los caballos, las ovejas, las vacas, se acometan entre
sí como haces tú con tus compañeros? Esos irracionales son más inteligentes que
tú. No olvides que quien quiere venganza un día será castigado por el Señor”.
Y
al que engulle hasta enfermarse: “¡Qué glotón eres! Las bestias comen hasta
satisfacer su apetito y se detienen. Tú vas más allá: comes sin tener ganas. Es
el mejor medio para arruinarte la salud. ¿quieres morir joven? ¿quieres terminar tus días en un hospital?
¡Qué feo defecto! Trata de corregirte pronto para ser todo un hombre.
La
espontaneidad y la franqueza de estas amonestaciones adquirían un colorido
especial en los labios de esta campesina, pues las subrayaba con una de esas
palabras que constituían una expresión del terruño, un proverbio de la
religión, que, envolviéndolas como en una sonrisa, las grababa intensamente en
las livianas cabezas de esos pilluelos.
Mirad
qué graciosa escena. Entre dos montañas de ropa para remendar amontonadas en
dos sillas, Mamá Margarita cose. Frente a ella hay un muchacho que ha detenido
a su paso por el balcón; quince años, aspecto de persona cohibida; ayer buen
chico, dócil y piadoso, pero hoy catalogado entre los malos elementos. “¿Quién
te ha dado vuelta sí, hijo mío? Te encuentras ahora entre los indisciplinados.
Y ¿por qué abandonas la oración? Sin la ayuda de Dios, no se llega a nada.
Tengo miedo que acabes mal si no te corriges. Tú conoces lo que dicen por mi
aldea: No han nada más fácil que descender, pero elevarse ¡cuánto cuesta!”.
“Sí,
yo te daré este pedazo de chocolate –dice la misma a otro que, codicioso de la
golosina, ya tendía la mano- pero antes debes contestarme, ¿desde cuándo no has
ido a confesarte?
-Quería
ir, pero no he tenido tiempo.
-¿Y
el sábado pasado?
-Había
demasiada gente.
-¿Y
el domingo?
-No
estaba preparado.
-Sí,
ya me percato de lo que sucede. Recuerdo el proverbio piamontés: una mala
lavandera jamás encuentra sitio conveniente en el lavadero.”
Otro
ruega: “Mamá, cóseme el botón.”
-Toma,
aquí te doy hijo y aguja. Cóselo tú mismo. En esta vida hay que saber bastarse
a sí mismo. Nuestros padres decían que quien no es capaz de cortarse las uñas
de las dos manos no llega a ganarse el pan. Atiende ese consejo”.
Ante
sus propios ojos, un descabellado hace tiras su pañuelo para atar una pelota de
su manufactura.
-¿No
te da vergüenza? –reprende Mamá Margarita.
-Pero
si mi pañuelo es un andrajo.
-Recuerda
nuestro proverbio: para pelar, si falta el cuchillo, están las uñas. Con un
andrajo todavía se puede hacer algo”.
Este
dicho lo repetía con frecuencia, sea para subrayar el valor del tiempo, el oro
de los minutos; sea para apuntar la utilidad de las cosas más pequeñas o para
enseñar el arte de hacer varias cosas a un mismo tiempo, cuando es posible
hacerlo.
Otras
veces, alguno de esos pillos, después de haberle escamoteado un diente de ajo o
una cebolla para sazonar su pan, o enseñaba con aire triunfante a otro
compañero, sin sospechar que la anciana no le perdía un solo movimiento hacía
rato: “Muy bien –exclamaba ella- muy bien. Esto justifica lo que siempre se
dice, la conciencia es como las cosquillas; unos las sienten pero otros no. Veo
que eres de éstos. Te felicito”.
Y
después de esta ironía giraba sobre sus talones.
Así
como estaba lista para corregir de esta manera ingeniosa, también lo estaba
para perdonar. Por lo demás, una de sus máximas era: hecha la herida, enseguida
se debe vendar. Como todos los educadores cristianos, pensaba que es malo dejar
que el niño o el adolescente “rumien” su humillación. Desde el primer momento,
el Padre Bosco había elegido la conciencia de sus chicos como principal
colaboradora. A cada momento apelaba a ella y nada era mejor a sus ojos, que
ver como sus hijos aceptaban voluntariamente un castigo merecido, llegando
hasta imponérselo ellos mismos.
Por
ejemplo: en el Oratorio era axioma corriente que quien no trabaja no tiene
derecho de comer. Los aprendices habían llegado a estropear el latín de San
Pablo que, según contaban, decía así: Qui non aborat non mangiorat. No era raro
ver de cuando en cuando alguno de esos muchachotes a quien Don Bosco acababa de
recriminar su pereza, que se negaba entrar al refectorio y se condenaba a pan
duro.
Mamá
Margarita adivinaba el motivo de ese aislamiento y se acercaba al culpable “Veo
que has hecho una de las tuyas. Siempre perezoso e indisciplinado ¿verdad? ¿A
dónde irás a parar, pobre hijo mío? Mira a Don Bosco que por vosotros se mata
de trabajo de día y de noche; ¿no te avergüenza refocilarte en la haraganería
mientras comes su pan? En la primera oportunidad le pedirás perdón y te
corregirás. ¿Lo prometes? Mientras tanto toma esto”. Y le pasaba una especie de
“sandwich”. Una galleta de maíz, en cuyo medio había puesto un pedazo de queso
o de salame. “Y sobre todo, no le cuentes a nadie. Me harías hacer un papel muy
feo. Dirán que ayudo a los malos”. Conmovido hasta las lágrimas, el culpable aceptaba
el regalo y su corazón, impresionado por tanta bondad, prometía enmendarse. A
menudo así sucedía.
La
bondad de esta mujer no tenía límites. ¡Cuántas noches, a pesar de hallarse
extenuada por sus laboriosas jornadas, se quedaba esperando hasta las once o
las doce, a los aprendices detenidos en el trabajo por las horas
suplementarias! Cuando llegaban, encontraban la sopa caliente y una porción de
legumbres con pan a discreción. No tenían derecho a ellas, pues los cinco
sueldos de la mañana entregados por Don Bosco, se suponía que cubrían los
gastos de sus pedazos de pan y porción de legumbres, pero la caritativa anciana
no hacía cuentas tan estrictas.
Del
mismo modo, difícilmente resistía los reiterados pedidos de los pequeños que
mendigaban un suplemento de comida.
-“Mamá,
deme una “pagnota” –rogaba un chicuelo.
-Pero
ya merendaste.
-Sí,
pero ¡tengo hambre!
-Bueno.
Toma, pero no la enseñes a nadie, sino tus camaradas vendrán a pedirme otra, no
podré negarme y mañana en el patio se recogerán cortezas de pan.
-No
temas, Mamá, no lo diré a nadie.
Dos
minutos después, todos lo sabían, y como un alud cayeron los demás en la cocina
de Mamá Margarita quien, en la primera ocasión, les daba un buen reto.
-“Y
bien, me prometiste no hablar de la “pagnota” que te di. ¿así cumples tu
palabra?
-¿Qué
quieres, mamá? Me preguntaron dónde la conseguí. ¿debía decirles una mentira?
-No,
nunca se debe mentir. Pero otra vez...
-¡Oh!
Otra vez también me la dará. Estoy seguro.”
Y
era cierto. No podía rehusar nada a esos pequeñuelos, por poco que golpeasen a
su corazón.
Cuando,
hacia 1852, se fundó la sección de los estudiantes de latín que iban a la
ciudad a seguir sus cursos, los muchachos regresaban con el estómago en los
talones. Entonces se presentaban a su mamá, recibían su merienda tradicional y
se quedaban allí mismo, petrificados en elocuente postura.
-“Y
bien, marchaos, porque ya estáis servidos.
-Pero
esto no puede pasar, mamá.
-¿Por
qué?
-¡Demasiado
seco! ¿un pedacito de queso o de salame lo empujaría muy bien.
-Goloso.
¿no te da vergüenza? Agrace al Señor el pan blanco que te da.
-Mamá
–insistía el pequeño latinista con aire lamentable –mamá, le aseguro que no
pasa.
Y
Margarita terminaba por cortar la rebanada de Salame.
Pequeñeces.
Todas estas son pequeñeces. Pero, a pesar de su insignificancia ¡cuán alto
proclaman la maternal bondad de esta mujer que era el verdadero Ángel Custodio,
la Providencia de esta colmena bulliciosa de trabajo y oración, fundada, celda
por celda, por el alma de apóstol de su hijo.
Diez años de abnegación, oración y
pobreza
Como
lo recuerda el mármol colocado debajo de la pieza donde murió, Margarita
permaneció cerca de diez años al lado de su hijo. Este último período de su
vida puede dividirse así: durante unos siete años, fue, sin exageración, el
alma de la casa; luego, durante los tres últimos años, se hizo un lado, para dar paso a los primeros
discípulos de su hijo que vistieron sotana, y, sin embargo, esos “padrecitos”
jóvenes, hasta el día de ayer, le debían todo; todavía le seguían dando el
nombre de madre. Pero eso no importaba, habían revestido el hábito sagrado y
ella desaparecía, les dejaba su lugar, llegando hasta ofrecer su
obediencia.¡Qué ejemplo de espíritu de fe y de humildad! Al mismo tiempo,
renunciaba a seguir desempeñando el papel principal que había tenido hasta
entonces.
Durante
los primeros años de la obra naciente, fue el brazo derecho en la casa y, en
ciertas ocasiones, la reemplazante de su hijo. El joven apóstol estaba afuera tan
a menudo visitando prisiones y hospitales, predicando, subiendo y bajando las
escaleras de los bienhechores y patrones de sus hijos espirituales, que en la
casa hacía falta una mano y un mando para dirigir la empresa. Mamá Margarita
los suministraba. Más de uno se admiraba como, a pesar de las ausencias
reiteradas y prolongadas, la obra marchaba tan bien. La contestación era ésa:
un pensamiento vigilaba prudente, atento, firme, capaz de resolver toda
dificultad, de prevenir todo daño. Ningún incidente la tomaba de sorpresa.
Recibía a las visitas, trataba con las autoridades, desenredaba los asuntos más
difíciles, compraba, vendía, negociaba con una sencillez, de tan buena fe y con
un buen sentido común tan sólido, que su hijo no lo habría hecho mejor. Sin
duda, hasta el fin de sus días fue la campesina analfabeta de los Becchi, pero
muy contados eran los que conseguían sorprender su experiencia. Por eso, su
hijo descansaba en ella con entera tranquilidad.
Entre
los que rodeaban al hijo, bienhechores, amigos, o celebridades que se le
acercaban, sólo se oían elogios de la valiente mujer.
A
veces sucedía que algunos de los personajes que visitaban a Don Bosco la encontraban. En aquellos
tiempos no había sala de espera. Entonces, para guarecerse del sol, la lluvia o
simplemente del aire frío que barría el balcón donde aguardaban, más de uno de
estos señores empujaba la puerta de Mamá Margarita y entraba. La acogida de la
virtuosa anciana era tan respetuosa como encantadora, adelantaba la silla,
ofrecía la tradicional taza de café, deploraba la pobreza del lugar... y volvía
a su trabajo después de pedir mil disculpas. Pero mientras cosía o cortaba, el
visitante rara vez dejaba de proponerle un tema, hacerle preguntas (no siempre
fáciles), pedir su parecer sobre tal o cual suceso del día sin excluir los
problemas teológicos o políticos. Era maravilloso ver como se desempeñaba esa
mujer sin instrucción. Naturalmente, no tenía respuesta para todo. Pero su
dilatada experiencia, su agudeza intelectual, así como su ciencia religiosa, le
permitían decir su palabra sobre muchos asuntos. Salpicaba sus opiniones con
refranes o dichos evangélicos. Cuando no entendía con claridad la pregunta,
tenía un modo propio de eludir la cuestión o de zafarse de ella con una
deliciosa salida.
Ella
agasajaba con la más profunda gratitud a todos los benefactores de la obra de
su hijo que la honraban trabando conversación con ella. La frase tantas veces
repetida: “Rogaré a Dios que salde nuestra deuda de agradecimiento colmándolos
de prosperidad”, no era un dicho sin sentido en su boca. Mamá Margarita rezaba
sin cesar. Cada mañana iba a Misa y comulgaba a menudo. Por la tarde, nada
podía hacerla omitir su visita al Santísimo Sacramento. Entre estos dos
ejercicios piadosos, entre las oraciones de la mañana y de la noche, los labios
de la santa mujer no cesaban de musitar oraciones. En voz baja las decía
continuamente. A veces resultaba divertido oírla intercalar sus frases latinas
entre sus órdenes dadas a sus muchachos, o dos respuestas solicitadas por los
proveedores.
“Vamos,
trae la leña para el fuego...Et dimite nobis debita nostra sicut et nos...
¿quieres pelarme estas papas de una vez?... dimittimus debitoribus nostris, et
ne nos inducas in tentationem... ¿por qué no tomas esta escoba y barres la
escalera que está muy sucia? Sed libera nos a malo. Amen.
“ Eia ergo, advocata nostra... No, hoy no
necesito aceite... Illos tuos missericordes oculos ad nos converte ... Mira esa
sábana que el viento arrancó de la soga donde secaba: vuelve a ponerla en su
sitio...Et Jesum benedictum fructum ventris tui. ¿Quieres dejar el gato en paz?
¡qué te ha hecho el animalillo? Post hoc exilium ostende… No se puede rezar
tranquila en esta casa de tanto barullo…O clemens, o pia, o dulcis Virgo
María...”
a veces oyendo su soliloquio
desde el cuarto de al lado, un niño absorbido por su trabajo o un abate ocupado
en coser los botones de su sotana, le decía: “Mamá, ¿con quién peleas?
-Con nadie, hijo mío. Rezaba
un poco por el más malo de todos ustedes”.
Una de sus mayores alegrías
era descubrir algún niño verdaderamente piadoso entre los alumnos de la casa.
“Aquí tienes buenos muchachos
–decía a su hijo- pero ninguno como Domingo Savio.
-¿Cómo lo sabes, mamá?
-Lo veo rezando siempre. Se
queda en la iglesia aun después de los oficios y a menudo lleva a ella a varios
amigos para rezar un rosario. Todos los días sale del patio para hacer una
visita al Santísimo. Muchas veces, por rezar, olvida su desayuno. Al pie del tabernáculo está como un ángel del Paraíso.
-En cambio –añadía el hijo-
hay otros distintos... pero aguardemos.
-Esperemos; eso es”.
Y en verdad, la confianza de
la pobre mujer, esperaba que, mediante la oración, volverían, se convertirían
los espíritus rebeldes de la casa. Por lo demás, se lo hacía saber. ¿Qué me han
dicho? Tú no quieres hacer nada aquí. Entonces, ¿a qué has venido? Sabes que
cuando Don Bosco te admitió andabas de vagabundo, sin pan y sin trabajo. ¿ a
dónde acabarás? Seguramente en la cárcel si no es a dos pasos de aquí en el
Rondo, donde se ejecuta a los grandes criminales. La pereza conduce a todo,
créemelo... no, no te alejes, tengo algo que decirte. Prométeme cambiar. Hay
remedio para todo; trata de tornarte aplicado, trabajador, evitar las malas
compañías.. Me dirás que es difícil. Tienes razón. Pero si rezas y pides a
Dios, verás como lo consigues. Con la ayuda de Dios de la Santa Virgen, se triunfa en todo... Ea, vete a jugar, pero
vuelve pronto a conversar conmigo en la cocina”. Y el niño que iba con una gota
de remordimiento en el corazón y un germen de deseo de convertirse en la
voluntad.
“Vivió en este alojamiento
diez años de abnegación, de oración y de pobreza”, dice el mármol, que colocado
bajo las arcadas de la gran casa, recuerda el papel que ella desempeñó allí.
Muy justo epígrafe. Fueron en verdad diez años de miseria, los pasados bajo el
techo de su hijo. La pobreza era de rigor en la casa. He aquí, por ejemplo, la
comida diaria del pobre abate Bosco compuesto por él y preparado por su madre.
Primer servicio: la sopa que tomaba con sus chicos; segundo y último servicio:
una pitanza cocinada el domingo y que debía durar hasta el jueves por la noche,
generalmente una torta. Para el viernes y el sábado, Mamá Margarita cocinaba
otro plato, pero esta vez “de vigilia”. Y se volvía a hacer lo mismo cincuenta
y dos veces en el año.
Nunca llevó Mamá Margarita
otro traje que el de todos los días. Lo cosía, zurcía, remendaba, pero nunca lo
cambiaba. Al fin, su hijo tuvo como vergüenza y un día le dijo: “Mamá, usted
sabe que aquí viene gente acomodada casi de la sociedad distinguida. ¿No le
parece que su traje, ya no es adecuado?
-¡Lo encuentras sucio?
-¡No, por Dios! ¡Ni una
mancha! Pero ¡cuántos remiendos! ¿Cuántos pedazos! Verdaderamente esto queda
mal.
-Y que hacer Juan? Sabes mi
miseria.
-Mire, mamá. Aquí tiene
veinte francos. Compre con que hacerse otro. La Providencia se encargará de
devolvernos esta suma.”
Pasan quince días y el traje
nuevo no aparece.
-“Y bien. ¿Y ese traje, mamá?
-¡Pero un traje cuesta caro,
hijo mío!
-Pues por eso le di veinte
francos.
-¡Ah! Tus veinte francos
están lejos. Necesitaba sal, azúcar y aceite. Después vi uno de tus muchachos
sin zapatos y le compré un par. Con el resto, compre un retazo para cortar un par
de pantalones a otro desgraciado. Así que tú ves.
-Has hecho bien, pero
persisto en mi idea, su traje no es conveniente.
-Pero, dime cómo hacer.
-Tome, he aquí otros veinte
francos, pero estas vez exijo que los gaste exclusivamente en su traje.
-Está tranquilo, Está tranquilo. Uno de estos días
lo verás sobre mis hombros”.
¡Ay! Su hijo nunca lo vio
aparecer. Y cuando su anciana madre debió ser sepultada, fue vestida con el
miserable traje que llevaba. Constituía todo su guardarropa.
Ese año la casa estaba sumida
en tal pobreza que su cadáver fue a la fosa común.
Parecía que aún más allá de
la tumba Mamá Margarita quería seguir siendo pobre.
Las angustias de una madre
Durante cerca de cuatro años,
del 1852 al 1856, la pobre mujer pasó muy malos ratos en esa “casa Pinardi”,
que nada protegía del exterior, ni rejas, ni cerco, ni una pared alta. De
resultas de una valiente campaña de prensa, llevada a cabo por su hijo contra
los protestantes de Turín, cuya propaganda frenética hacía numerosas víctimas,
aquellos habían jurado la muerte de Don Bosco; en varias ocasiones fue
alevosamente atacado por mercenarios armados por esos miserables, agazapados en
las sombras.
Un domingo en la tarde,
mientras el ministro del Señor explicaba a “los mayores” una lección de
catecismo, en la clapilla –cobertizo de su primer local- un malhechor pagado
por los enemigos de Don Bosco, se encaramó sobre los hombres de un compañero,
saltó la pared bajita que rodeaba la casa, y por la ventana del santuario
descargó su carabino sobre el Padre; el bandido había apuntado bien, pues la
bala pasó entre las costillas y el brazo levantado de Don Bosco para
incrustarse en la pared; un grito de angustia salió del pecho de los pequeños
oyentes seguido por un silencio trágico; los pobres niños no podían creer a sus
ojos y permanecían aterrados ante el atentado. “Vamos –dijo Don Bosco con su
mejor sonrisa- sigamos la lección. El hombre era un mal músico, o mejor, dicho,
la Santísima Virgen le hizo perder el compás. ¡Lástima que ésta es mi mejor
sotana, y me la ha roto!
Otra vez, ya de noche,
vivieron a buscarlo con pretexto de socorrer a un moribundo del vecindario.
Antes de salir, Don Bosco, por precaución, llamó a cuatro de sus muchachos
grandes para acompañarlo.
-“No se tome esa molestia
–dijeron los dos hombres que había ido a buscarlo- nosotros lo acompañaremos a
la vuelta.
-¡Oh! –dijo Don Bosco- lo
hago para que estos pobres muchachos tomen un poco de aire; les servirá para
estira las piernas; me esperan afuera.
En la casa del supuesto
moribundo, Don Bosco se encontró con unos cuantos alegres mozalbetes que bebían
y aparentaban comer castañas.
-“Espere un minuto aquí –dijo
entonces uno de los hombres- voy a preparar al enfermo.
-¿Unas castañas, Padre?
–preguntó uno de los convidados sentados a la mesa.
-Gracias, no tomo nada entre
las comidas.
-Entonces, una copita de
vino; es de Asti y del mejor.
-No, no insista; tampoco
bebo.
-Pero por hacernos el gusto,
por acompañarnos.”
Y sin esperar respuesta, el
hombre llenaba las copas. No se le escapó a Don Bosco que la botella se terminó
al llenar el último vaso de ellos que,
para llenar el suyo, empezaron una segunda, puesta de lado sobre la chimenea.
-¡A su salud, Padre!
-¡A la de ustedes! –dijo Don
Bosco- levantando su copa y volviéndola a dejar caer sobre la mesa.
-¿Cómo, no bebe nada?
-Ya les he dicho, nada entre
comidas.
-¡Ah! No nos va a hacer la
afrenta, -dijeron entonces amenazadores esos hombre que veían escapárseles la
ocasión- si no toma a las buenas este vaso, lo tomará a la fuerza.”
Y ya los gestos empezaban a
traducir las palabras, cuando, de un salto, Don Bosco llegó a la puerta y la
abrió.
Sus cuatro muchachos estaban
allí; les rogó que entraran. Al ver esos tremendos mocetones, los hombres se
sentaron, con aire medio molesto.
-“Aquí tienen –dijo Don Bosco
con un aire de lo más inocente- uno de mis muchachos no les va a desairar su
excelente Asti”.
Y al decir esto, hizo ademán
de tomar el vaso que quedó sobre la mesa.
-“No, no –dijeron esos
miserables- a usted lo hemos invitado, no a esos jóvenes.”
La contraprueba era por demás
elocuente. Don Bosco no insistió y pidió ver al moribundo, pues a eso había
ido. Lo llevaron a un cuarto del segundo piso, donde, sumergido entre una pila
de frazadas, se hallaba uno de los dos bandidos que habían ido a buscarlo a
Valdocco. Don Bosco aparentó no darse por entendido, pero el hombre no pudo
representar su papel hasta el fin y se echó a reír diciendo: “Otra vez me
confesaré.”
Don Bosco se retiró y
escoltado por sus hijos volvió al oratorio, alabando a Dios por haberle librado
de semejante peligro.
Un domingo en la tarde, en el
verano de 1855, un atentado casi idéntico volvió a poner en peligro la vida de
Don Bosco, pero esta vez no se libró sin heridas. Vinieron a rogarle acudiese a
llevar los últimos sacramentos a una mujer que vivía en la casa Sardi, en la
vecina calle Cottolengo.
La noche era oscura y como el
Padre había escapado hacía poco de una celada, resolvió llevar consigo dos
compañeros.
-“Es inútil –dijo el
desconocido que había ido a llamar a Don Bosco- que se molesten sus niños, yo
mismo lo acompañaré a usted.”
Esas palabras aumentaron las
sospechas de Don Bosco y produjeron el efecto contrario al que esperaba el
desconocido; en vez de llevar dos muchachos, Don Bosco designó cuatro para
acompañarle; dos de ellos, Jacinto Arnaud y Santiago Cerrutti, eran bien
plantados y capaces de derribar a un buey.
Llegó la pequeña expedición a
una casa bastante aislada; dos de los jóvenes permanecieron al pie de la
escalera; los otros dos subieron y se quedaron en el descanso, mientras Don
Bosco entró solo.
Al verlo entrar, cuatro
jóvenes forzudos se pusieron de pie y le dieron las buenas noches, tratando de
mostrarse amables. Pero Don Bosco se fijó en sus caras “de pocos amigos” y
además notó que todos tenían cachiporras de dimensiones nada tranquilizadoras.
Se aproximó a la cama donde
estaba la supuesta enferma, presa de un ataque de asma, perfectamente simulado;
para moribunda, tenía buen semblante y hasta por demás rozagante.
Don Bosco rogó a los
circunstantes que se alejasen un poco para poder hablar cómodamente con la
enferma y prepararla a una buena confesión.
-“Pues bien, mi buena señora;
¿está usted dispuesta a reconciliarse?
-Sí, lo quiero –repuso la
otra con una voz que distaba mucho de ser débil- pero antes, ese sinverguenza
tiene que pedirme perdón y se puso a proferir un torrente de insultos.
-¿Te vas a callar, miserable
piojosa? –rugió uno de los presentes derribando de un revés la única
vela.”
La pieza quedó sumida en
completa oscuridad en el mismo instante
Don Bosco recibió un bastonazo que lo hubiese desmayado, de no darle en el
hombro.
Sin perder su sangre fría, se
apoderó enseguida de una silla y con ella se tapó la cabeza. Los golpes caían
como granizo sobre este improvisado casco que le protegía el cráneo. Así pudo
llega a la puerta y tan pronto como puso la mano sobre el pestillo, arrojó la
silla a los asaltantes y se encontró
con los dos jóvenes que le aguardaban.
Todo fue tan rápido que
quedaron absortos e inmóviles.
Una vez en la calle, los
muchachos vieron con terror que Don Bosco estaba cubierto de sangre. Felizmente
no tenía heridas graves. Sólo que, mientras se protegía la cabeza con la silla,
un bastonazo le arrancó la carne del pulgar izquierdo dejando el hueso al
descubierto.
Fácilmente se comprende como
viviría angustiada la pobre madre. Las tardes en que Juan no había vuelto a
casa a la hora de costumbre, no podía estarse quieta. Despachaba a su encuentro
a los más fuertes de los alumnos y no descansaba hasta verlos de regreso. Estos
cuatro años de angustia sin cuento (precisamente los últimos cuatro años de su
vida) fueron los más duros que conoció. Pedía al cielo sin cesar que apartara
la desgracia o, por lo menos, hiciera surgir el socorro a tiempo. Dios oyó este
ruego de una madre doliente, del modo más admirable.
Para proteger la tan preciosa
vida de su hijo, puso a su lado a un perrazo providencial llamado “Il Grigio”
(el gris) por el color de su pelambre, el cual, en muchas circunstancias, le
sacó de los peores peligros.
¿Cómo lo conoció? Desde las
últimas casas habitadas hasta el alojamiento de Don Bosco, había un espacio
bastante malo que franquear. El Patronato estaba más allá de la ciudad, en
pleno campo, entre terrenos baldíos, en los cuales, de tarde en tarde, se
levantaba un cuerpo de edificio o una posada de mala traza.
Suelo atorrentado, cortado
por el Doira, y en el cual, a cada paso, se chocaba con matorrales espesos,
plantaciones de moreras o acacias. Estos terrenos accidentados, esas
plantaciones estrechas, ofrecían a los malandrines el mejor abrigo para acechar
a su víctima.
Una tarde del otoño de 1852,
Don Bosco que acababa de abandonar el Asilo de alienados en las afueras de la
ciudad, vio surgir a su lado una cabeza de perro manso. En el primer momento
retrocedió asustado, pero cuando vio que el animal tenía aspecto pacífico y que
aceptaba las caricias, siguió tranquilamente su camino. Llegado a la puerta del
patronato, el perrazo dio media vuelta y se fue con su mismo andar tranquilo.
La escena se renovaba todas las noches que Don Bosco regresaba tarde y solo a
casa; su compañero le aguardaba en una vuelta de la calle o en una encrucijada
solitaria y le proporcionaba la más amigable de las compañías.
Esta compañía no siempre fue
inútil. Una noche de invierno en que regresaba bastante tarde, rozó en el Corso
Reina Margarita con un individuo que, oculto tras un árbol, le descerrajó dos
tiros a boca de jarro. Felizmente, sólo estalló la cápsula. Entonces el hombre
se arrojó sobre Don Bosco para acabar con él quien sabe de que modo.
Seguramente lo habaría estrangulado o desmayado en un abrir y cerrar de ojos,
si en ese preciso momento no hubiera estallado un aullido formidable y un
animal enfurecido no hubiera saltado sobre las espaldas del asaltante. El
miserable apenas tuvo tiempo para huir, mientras que Don Bosco, repuesto de su
emoción, acariciaba agradecido el pelo del animalote.
Otra vez, dos sicarios
pagados por los protestantes, trataron de hacerle “el golpe del padre
Francisco”, en una calle oscura cercana a “La Consolata”. Delante de él
caminaban dos hombres de siniestro aspecto quienes, con toda evidencia,
regulaban el andar conforme al suyo; ¡Esto va mal! Pensó Don Bosco y volvió
hacia atrás para regresar a la ciudad y buscar protección. Al ver esto, los
miserables se precipitaron sobre él y le encapucharon al cabeza con una bolsa.
Debatiéndose Don Bosco, logró zafarse de esa mala cogulla, pero entonces el más
robusto lo amordazó de tal modo que no le permitía pedir auxilio. Iba a quedar
completamente a merced de ellos, cuando un terrible rugido se oyó junto a él,
era el “Gris”, en un segundo libertó a su dueño, quien ya completamente dueño
de sus movimientos, vio como uno de los agresores huía a toda carrera, mientras
el otro, derribado en el suelo, era tenido a raya por los colmillos del animal,
aplicados a su garganta. “Llame usted a su perro, me ahorca. –Lo haré si me
prometes ser bueno. –Todo lo que usted quiera”, dijo el malandrín que no
aguantaba más. Entonces Don Bosco habló a su can quien soltó la presa y el
hombre huyó velozmente.
En otra circunstancia, el
valiente perro hizo frente a toda una banda. Don Bosco acababa de enderezar por
la avenida desierta que, costeando las últimas casas de la ciudad, le conducía
desde el mercado a su casa. Hacía mucho que era noche cerrada. De pronto, de un
rincón sombrío se le echó encima un individuo con un garrote enhiesto. Don
Bosco todavía era veloz para correr, pero el miserable tenía piernas más
rápidas y enseguida lo alcanzó. Entonces, pasando a la ofensiva, Don Bosco le
dio tan tremendo puñetazo en el pecho que el hombre cayó al suelo bramando de
dolor. Como respuesta, de todos los zarzales vecinos surgieron unos sujetos,
puestos en acecho para ayudar al asaltante en caso necesario.
Don Bosco estaba perdido,
unos segundos más y caería derribado, cuando se oyó el feroz ladrido del
“Gris”. En pocos saltos se plantó en el lugar. Daba vueltas y más vueltas
alrededor de Don Bosco, gruñendo con elocuencia y mostrando sus impresionantes
colmillos.
Uno a uno los bandidos se
desgranaron en la campiña circundante.
En verdad era un animal
curioso, cuyos procedimientos variaban según las circunstancias. Una noche, en
vez de ofrecer su compañía, impidió decididamente que Don Bosco saliera de su
casa. Se acostó en el umbral de la puerta y no hubo forma de moverlo. Esa vez
parecía enojado con su dueño, se veía que en caso necesario lo habría empujado
con el pecho dentro de la casa. Antes de acudir a ese medio supremo, rugía con
el hocico cerrado. Mamá Margarita que hacía más de media hora se oponía a la
salida nocturna de Don Bosco le dijo: “Si no quieres escucharme a mí, por lo
menos atiende a este animal, tiene más razón que tú”. Don Bosco atendió al
perro e hizo muy bien, pues, menos de un cuarto de hora después, llegó un
vecino a suplicarle que esa noche no se dejara ver, porque él había sorprendido
una conversación de la cual surgía que esa noche se preparaba un atentado
contra él.
“Grigio” desapareció un día
junto con las persecuciones sectarias que se iban agotando por cansancio y por
medio de sus terribles colmillos. Podía retirarse, los días del apóstol ya no
estaban amenazados. Su misión se había concluido. Pero en la historia de los
fenómenos sobrenaturales quedará como un hermoso ejemplo de lo que una madre
que tiembla pro la vida de su hijo puede obtener del corazón de Dios.
El segundo de los tres hermanos
En los capítulos anteriores,
la vida de Mamá Margarita se ha fundido, por decirlo así, con la del último de
sus hijos, Juan, el apóstol de la juventud popular. A nadie le llama la
atención que una madre cristiana, cuando tiene el insigne honor de dar uno de
sus hijos al Señor, no es raro verla acabar sus días bajo el techo de ese hijo.
Muy a menudo es ¡ay! El único refugio que se le abre espontáneamente. ¡Cómo se
equivocan aquellas madres que al recibir la primer confidencia de la vocación
de su hijo exclaman: “¡Vas a abandonar a tu anciana madre!” como si los hijos
que se casan no la abandonaran. Estos parten a fundar un hogar en el cual no
siempre habrá la acogida benévola que un corazón de madre podría esperar, pues
es menester decirlo, de los dos amores que llevan a los hijos lejos del corazón
materno: el amor de Dios y el amor de las criaturas, el más celoso, el más
exclusivo, el más absoluto, no es el amor de Dios.
Pero, si nos hechos hecho
comprender bien, se habrá visto que Mamá Margarita no vino a Turín a pedir a su
hijo un refugio para los días de su ancianidad, alma abnegada había acudido
para traerle la ayuda necesaria a su apostolado. ¿Qué habría hecho en los
hogares de sus otros dos hijos? Sola en los Becchi ¡qué solitario final de
vida! Acá, por el contrario, continuaba sirviendo. La vocación de su hijo, tan
bien defendida durante quince años en Castelnuovo, conocería, gracias a ella,
su pleno desarrollo. ¡Qué vida admirable de unidad la de esta cristiana!
Estas preocupación principal,
sin embargo, no le impedía pensar en sus otros dos hijos. Ambos habían marchado
bien. Del mayor, el terrible Antonio, no sabemos mucho, tan sólo que, pocos
años después de la partición de los bienes familiares, se casó en los
alrededores tuvo muchos hijos. Posiblemente
conservó el carácter odioso que le hemos conocido. En el hogar no debió ser de
muy dulce trato pero, por testimonio general, se sabe que hasta el final de su
existencia, fue un cristiano honesto, leal y justo. La educación dada por la
madre sacó todo lo posible de esa ingrata naturaleza.
Por el contrario, el segundo
fue para Mamá Margarita y para Don Bosco el hijo perfecto y el hermano ideal.
Casó temprano, tuvo dos hijos, un varón y una mujer, y vio prosperar sus
negocios. Su modesto bienestar le permitió llevar apreciable ayuda material a
la obra de su hermano en muchas ocasiones. Durante la cosecha y la vendimia, no
sólo apartaba de lo suyo un diezmo cuantioso para los protegidos del abate
Bosco, sino que tendía su mano en beneficio de ellos entre sus amigos, vecinos
y conocidos, llegando así, año tras año, con cosecha mala o buena, a expedir
varios carros de comestibles para el Patronato de San Francisco de Sales. Al
comenzar el otoño, ayudaba a hospedar, en los Becchi, a los treinta, cincuenta o
cien niños que su hermano llevaba tras de sí en colonia de vacaciones y nunca
quiso aceptar un solo centavo como retribución de tan considerable servicio.
Un día de mercado en
Moncalleri, alrededor de Turín, cayó al Oratorio a saludar a su hermano. Ese día,
Don Bosco estaba en apuros, debía levantar importantes documentos, a mediodía y
no tenía un centavo en caja. Sin la menor intención y sólo por aliviar su pena,
confió su angustia a su hermano.
-“Por lo que veo –contestó
José- tú tienes necesidades más imperiosas que yo. Pensaba volver esta noche a
Chieri con dos terneritos. Me habrían costado trescientas liras. Acéptalas.
-De ningún modo. Compra tus
terneros.
-No. Gustoso los sacrifico
por ti.
-Bueno. Acepto tu dinero pero
en préstamo. Te lo devolveré en cuanto pueda.
-¿Cuándo puedas? Pero mi
pobre Juan, nunca podrás. Tú ves, es mejor que los aceptes pura y simplemente.”
Y las trescientas liras
pasaron del bolsillo del segundo al del menor.
Las sólidas virtudes de este
cristiano le habían valido la estimación de todos los corazones. No había
resentimiento familiar que no fuera a ventilarse amigablemente ante su
tribunal.. ¡Cuántos pleitos se pudieron evitar gracias a su sabiduría
imparcial, a su arte de persuadir y a su autoridad obedecida! ¡Y cuántas miserias
alivió su bolsillo incansablemente generoso! No se contaban los deudores
insolventes a quienes saldaba deudas. ¡Corazón de oro que sólo tenía amigos u
obligados en los hogares circundantes!
Una mañana de invierno, en la
época en que los caminos piamonteses barrosos, helados o llenos de nieve,
alejan a los peatones, Don Bosco lo vio entrar en su cuarto.
-¿Qué te trae por acá con
semejante tiempo?
-No lo sé. De golpe sentí la
necesidad de pagar unas pequeñas deudas y purificar mi conciencia. Siento que
no debo demorar.
Entonces, ¿quedarás uno o dos
días con nosotros?
-Imposible, esta tarde
regreso.”
Y no hubo nada que hacer para
demorarlo.
Pero algunos días después
volvió al escritorio de su hermano.
-“He venido a pedirte un
consejo. Antes he sido fiador de fulano. Pero ¿si me muero y se vuelve
insolvente?
-Querido, con tu muerte se
extingue la fianza.
-No importa, me molestaría
que un acreedor sufriera perjuicio por haber confiado en mi palabra.
-Tranquilízate, si te ocurre
alguna desgracia, yo tomaré tu lugar”.
Y la desgracia llegó.
Pocas semanas después, José
se fue a la cama herido por una fiebre brutal, y en poco tiempo estuvo a las
puertas de la muerte. Juan corrió a su cabecera y en enero de 1863, en los
Becchi y entre sus brazos, este hermano modelo pasó de esta vida al Seno de
Dios.
Una muerte de predestinada
La obra de la madre y del
hijo, bendecida por Dios, había dado saltos prodigiosos desde 1846. al
principio se trataba de un grupo de niños a quienes se enseñaba el catecismo;
este grupo pronto se transformó en patronato y éste a su vez creció, creció.
Durante un año buscó donde cobijarse, pero, en cuanto halló el sitio, todos sus
engranajes se pusieron en marcha y de modo especial esos cursos nocturnos que
atraían y mantenían bajo la influencia de Don Bosco una juventud cada vez más
interesada.
Pero, entre esta clientela,
había desgraciados a quienes acechaban la miseria o el peligro; era necesario
abrigarlos y he ahí que, al margen del patronato, se abre un embrión de
internado. No será completo en los comienzos, pues Don Bosco carecía de trabajo
para esos brazos, así como también faltaban maestros para los mejores de esos
pequeñuelos a quienes encaminaba hacia los estudios secundarios.
Pero tan pronto como disponga
de locales se establecerán los talleres y apenas tenga maestros empezarán las
clases. Para construir aquellos y establecer éstas necesitó cerca de cinco
años.
En 1852, en vez de la humilde
capilla arreglada en el cobertizo de la casa Pinardi, Don Bosco ya había
erigido una pequeña iglesia dedicada a San Francisco de Sales, en la cual
podían cobijarse cerca de seiscientos niños. A lo último, la casa Pinardi
desapareció, para dar lugar a un magnífico cuerpo de edificio de dos pisos en
el cual más de ciento cincuenta niños alojados a expensas de Don Bosco se
dedicaban al estudio a trabajos profesionales.
Parecía que la ayuda de todos
los minutos, su anciana y querida madre, transformada en la de todo ese
mundillo, sólo esperó el establecimiento definitivo de la obra para abandonar
esta vida donde trabajó tanto. Ya no la necesitaban; la casa estaba terminada;
sus hijos despertaban simpatías en todas partes. Un grupo de valientes
cristianas, impelidas por su ejemplo, fundaron un taller y velaban por la ropa
de esos ciento cincuenta pequeños. Siempre persistía un punto negro: la
miseria. Pero ¡bah! Ahí estaba la Providencia para saldar las diferencias.
Entonces ¿qué tenía que hacer en este mundo de miserias? Su tarea estaba terminada,
bien terminada.
Así pensó el Cielo, que
permitió que en pocos días una pulmonía doble la pusiera a las puertas de la
muerte. Era a fines de noviembre de 1856. su constitución de piamontesa robusta
luchó más de una semana con el mal, pero éste triunfó al fin. El 24 de
noviembre, el buen abate Borel, su confesor, le llevó el viático. Juan y José,
sus dos hijos, estaban presentes, aplastados por el dolor. Toda la casa rezaba;
una ola de tristeza ahogaba a los corazones infantiles que habían hallado en ella
una ternura arrebatada por la muerte. De esta abnegación, que se extendía a la
herencia de esa miseria de su hijo, podía repetirse el verso célebre:
Chacun en a sa part, et tous
l’ont tout entier.
Era el ojo vigilante de la
casa; la solicitud siempre despierta; la fatiga sin cansancio, era la madre, es
decir, todo. Y ahora los iba a abandonar. Semejante pensamiento postraba a
todos los chicuelos y a todos los muchachones. Se empecinaban en creer que el
Cielo les haría el milagro esperado por sus oraciones.
Creyó conveniente no hacerlo.
Cuando la admirable mujer se
percató que se había perdido toda esperanza, llamó a sus hijos y les expresó
sus deseos supremos.
Me voy –dijo a Juan- y voy a
dejar los cuidados materiales de la casa en otras manos. El camino será duro,
pero la Santísima Virgen no dejará de ayudaros. Oye mis consejos: en tus
empresas nunca busques el brillo, el esplendor; en la cumbre, la gloria de Dios
y en la base la pobreza de hecho. Muchos aman la pobreza, pero en los demás. No olvides que la enseñanza más eficaz
consiste en hacer uno mismo lo que se pide a su prójimo. Me encomiendo a las
oraciones de todos. Desde que sea admitida en el seno de la Misericordia Divina
no cesaré de rezar por la obra.
“En cuanto a ti, José, vela
atentamente por conservar a tus hijos en la condición en que los ha colocado
Dios, salvo si quieren consagrarse al estado sacerdotal o religioso. Campesinos
son y campesinos deben ser. Lo importante se que ganen su pan honradamente. Si
cambian de estado, no harán sino derrochar los pocos bienes adquiridos con tu
sudor. Continua haciendo cuanto puedas a favor del Patronato. La Santísima
Virgen te lo devolverá en días felices.”
Algunos instantes antes de
recibir el Viático y la Extremaunción, dijo: “Antes era yo, Juan, quien te
ayudaba a recibir los Sacramentos de la Iglesia; ahora eres tú quien ayuda a su
anciana madre a recibir los dos últimos sacramentos del cristiano. Me
acompañarás a rezar las oraciones de los difuntos... como vez, respiro con
dificultad. Dilas en voz alta, que así las repetiré por lo menos con mi deseo.”
Por fin llegó la noche final.
Tuvo como un presentimiento. Por eso su ternura se hizo más intensa en esa hora
suprema. “Dios sabe cuanto te he querido durante mi vida, Juan. Mas espero que
allá arriba te amaré mejor. Me voy con el corazón tranquilo. Creo haber hecho
cuanto pude. A veces puedo haberte parecido severa, pero la orden del deber se
expresaba por mis labios. Di a nuestros queridos niños que he trabajado por
ellos y que los amo con ternura de madre; que favorezcan mi alma con la caridad
de una fervorosa comunión.”
Estas recomendaciones habían
agotado su aliento ya muy breve. Se detuvo un rato y luego añadió: ¡Adiós!
Juan. Acuérdate que esta vida es puro sufrimiento. Las verdaderas felicidades
están más allá. Y ahora, ve a tu cuarto a rezar por mí. Por última vez:
¡adiós!”
El hijo vacilaba en cumplir
orden tan cruel, perola agonizante elevó sus ojos al cielo como diciendo:
sufres y me haces sufrir. Retírate, nos volveremos a encontrar arriba.”
Se alejó, pero para volver
una hora después.
El cierto momento, la madre
descubrió su presencia y le suplicó: “Dame este gusto, por favor, el último que
te pido, sufro doblemente de verte sufrir; déjame, ve a rezar por mí. Adiós,
Juan”.
Esta vez, el hijo obedeció.
A las tres de la mañana oyó
el paso de su hermano dirigiéndose a su cuarto. Comprendió y abrió la puerta,
los dos hermanos se miraron en silencio, para estallar enseguida en un sollozo,
que causaba dolor a los que lo oían.
Dos horas más tarde, Don
Bosco salía del colegio, acompañado por uno de los “antiguos”; iba a la
Consolata, la iglesia preferida de su madre, a decir su Misa por el descanso
del alma de la humilde cristiana, cuya oculta abnegación le había evitado
tantas preocupaciones y tareas. “Y ahora –de dijo a la Virgen Consolata antes
de dejar su Santuario- tenéis que ocupar el sitio vacío. Una madre es
indispensable en mi gran familia; ¿quién lo será, sino Vos? Todos mis hijos, os
los confío, velad sobre su vida y sobre su alma, ahora y siempre.”
Puede decirse que jamás acto
de confianza fue tan plenamente ratificado por el cielo; durante treinta y dos
años, hasta el fin de la vida de Don Bosco, la Reina del cielo pareció
descender a la tierra para colaborar con él en la salvación de las almas, en
reemplazo de Margarita Occhiena, “Mamá Margarita” emigrada al Paraíso.
Cuatro años después
Una mañana radiante de agosto
de 1860, quizá el 5, día de nuestra Señora de las Nieves.
Don Bosco cruza la placita de
la Consolata; va a entrar al santuario tan caro a la piedad de los turineses,
cuando de repente a dos pasos del peristilo del templo, divisa a su madre.
¿Alucinación? ¿Sueño? ¿Aparición? Titubea.
Para salir de dudas,
interpela a la visión.
“¿Usted aquí? ¿No ha muerto,
pues?
-Sí, pero a pesar de eso,
estoy viva.
-¿Feliz?
-Más de lo que puede
expresarse.”
No hay sombra de duda, las
facciones, la voz, la entonación son las de su “mamá”.
Y prosigue el diálogo:
-Después de su muerte, ¿entró
usted enseguida al Paraíso?
-No.
-¿Puede revelarme algo de las
alegrías del más allá?
-Imposible.
-Al menos, deme una idea, por
pequeña que sea, de su felicidad.”
Entonces la visión se
transforma: las facciones de la humilde mujer resplandecen, sus ropas adquieren
un brillo maravilloso, su aspecto todo reviste una majestad sin igual. A su
alrededor hay un palpitar de alas, de legiones de espíritus bienaventurados.
Abre la boca y deja escapar un canto melodioso que embelesa al hombre que lo
escucha desfallecido.
Don Bosco permanece allí,
embriagado, mudo absorto.
Por último, de los labios de
la madre salen estas últimas palabras:
“Te espero, porque tú y yo
somos inseparables”
Y la visión se esfuma después
de ese llamado rico en esperanza y henchido de ternura.
F i n