Mamá Margarita
La
madre de Don Bosco
Basilio Bustillo S.D.B.
Margarita: una mujer
llena de ideales maternos;
que no se desalienta
en la ruda tarea de educación
de los hijos;
Que enseña a guiarlos
por el camino del deber;
Que abre los ojos
a sublimes tareas esperadas...
Una mujer iletrada,
escultora del corazón de un santo:
¡La madre de Don Bosco!
Fue Juan Bautista Lemoyne quien
escribió en italiano la historia amena y edificante de la vida de Mamá
Margarita. Fue en el año 1886. el autor no conoció a la madre de Don Bosco.
Pero oyó su historia de labios de su hijo, en aquellas largas charlas
invernales tenidas con él, recogido en su aposento, cuando ya no podía resistir
la luz artificial. Recibió informes de antiguos alumnos del Oratorio, ya hombres,
los cuales no se cansaban de repetir los cuidados maternos que Mamá Margarita
les prodigaba en su niñez y contaban con gozo escenas y consejos de cuando
vivían con aquella mujer fuerte, generosa y caritativa.
Por abril de aquel año iba Don Bosco
a España. A su paso por Tolón le dijo a su insigne bienhechor el conde Colle
que se preparaba la biografía de su madre. Desde Barcelona escribía su
secretario, Carlos Viglietti, a Lemoyne encargándole, de parte del santo, que
<se dirigiera a don Francisco Giacomelli (compañero de seminario de Don
Bosco y su confesor durante los últimos doce años de su vida) para conocer los
detalles de la muerte de Mamá Margarita>.
El día 24 de junio de aquel año se
celebró la acostumbrada fiesta onomástica a Don Bosco en el oratorio, y el
número más notable de la velada, celebrada en la víspera, dicen las memorias
biográficas (vol. XVIII, 138), fue la presentación de la Biografía de Mamá
Margarita, escrita por Lemoyne.
El autor la entregó con el siguiente
soneto:
Al llegar hoy el día de tu fiesta
quise darte una prenda de mi amor,
poniendo una corona en tu testa
perfumada con pétalos de tu flor.
Fui al jardín a llenar mi pobre
cesta
con flores siempre vivas; ésas
cuesta
encontrarlas: sólo las tiene Dios.
Y subí para ti la más bonita
que no pierde el aroma y el color:
es tu madre, ¡se llama Margarita!
La biografía agradó mucho a Don Bosco, que leía de cuando en cuando algunas de sus páginas, con lágrimas en los ojos, como un día dijo al mismo autor.
Y habiéndoles éste respondido que le
complacía mucho haberle causado aquellas lágrimas de consuelo y de cariñoso
recuerdo, el buen Padre estrechándole la mano le dijo:
-¡Gracias!
Y no añadió más.
Afirmaba el autor que doquiera
resonaba el nombre bendito de Don Bosco se bendeciría también el de su madre. Y
el tiempo le ha dado la razón. La profecía se ha cumplido.
Aquí tienes, lector, un precioso
retrato de la mujer fuerte de los proverbios <cuyos hijos se levantan y la
llaman dichosa>.
¡Madrastra!
Antonio puede tener sus doce años. Aquel día, con los puños cerrados, cargado de mal humor, no se cansa de barbotar:
-Madrastra, más que madrastra... si
no fuera porque...
La madrastra clava sus tranquilos
ojos en los irritados del muchacho. Retrocede un paso y le dice:
-No tienes razón. Podría castigarte
como te mereces, pero no lo hago. Yo no pego a mis hijos.
Y se retira, dejando plantado al
atrevido mozuelo.
¿Quién era esa maravillosa mujer,
tan dueña de sí misma, que sabe contener su brazo nervioso y para en seco la
violencia encolerizada del muchacho?
Esa mujer es Margarita. Ese es su nombre de pila desde el 1 de abril de 1788.
Lleva en sus carrillos el aire de la verde campiña en que ha nacido: las tierras del Monferrato piamontés. Su tez fresca conserva todos los encantos de la juventud, pero ya es viuda, porque su marido acaba de morir, víctima de una pulmonía fulminante, ha dejado en sus manos las riendas de la casa.
Una casa tan pobre como las otras ocho o diez, cuyas chimeneas humean en lo alto de la colina de I Becchi.
¡Todo un trío!
También le ha dejado tres hijos.
Bueno, Antonio, el mayor, es hijastro de Margarita, porque nació del primer matrimonio de papá Francisco. Tiene nueve años más que sus hermanastros. Es de carácter violento. Anda orgulloso de sus puños, aunque sabe aguantarlos casi siempre.
José, caprichosillo en ocasiones, resulta normalmente pacífico y Juan, niño inteligente y formal, posee un natural voluntarioso, con mucha imaginación, mucho corazón y un sentido innato del deber. Juntos forman un trío nada fácil de llevar.
Cuando José se encapricha, prefiere rodar por el suelo antes que obedecer a su madre.
Y Margarita, sin perder la sonrisa, le toma de la mano y le arrastra diciendo:
-No valen caprichitos, nene; tengo más fuerza que tú y bien sabes que la mamá no cede.
Tiene un secreto poderoso esa mujer: su sonrisa. Gobierna con ella más que con la vara que guarda en el rincón de la cocina.
Aquella vez fue Juanín, que también él tiene sus antojos y sus golpes.
-Tráeme la vara.
-¿Para qué?
-Tráela y lo verás.
Juan obedece.
-¿Me va a medir las espaldas con ella?
¿Y por qué no, con las faenitas que me haces?
Las palabras abren la sonrisa y evitan el castigo.
La suegra
En el cuadro familiar de Francisco y Margarita aparece también la madre de Francisco. Una viejecita, la mejor de las enfermas. Mujer de gran conformidad y dulzura. La abuela más respetada, en el trono de la veneración de aquel humilde hogar. Pasa la mitad del tiempo en le lecho del dolor o en la calma del sillón, desgranando las cuentas del rosario.
Se pone de rodillas con la nuera y con los nietos, para repetir cada mañana y cada noche: <hágase tu voluntad... el pan nuestro de cada día, dánosle hoy... perdónanos nuestras deudas... >
Ella es la que un día animó a su hijo Francisco, viudo prematuramente, para casarse con Margarita: -No lo dudes, lleva el nombre de flor. Y lo es.
¡Y qué Flor!
Entre los bosques, viñedos y praderas de Capriglio estaba aquella flor. Crecía entre los suyos –Melchor, su padre y Dominga, su madre- con muy pocas ambiciones. Los cuidados de casa y de los campos. Con vaquillas por los prados. Pájaros en la arboleda. Y campanas que cubrían de algarabía las cumbres de las colinas.
Margarita es la alegría de su casa. Tiene un temperamento vivo. Es una chica prudente, piadosa y decidida. Se habla por los cortijos de su rara habilidad para huir de compromisos.
-¿Te vienes con nosotras? –le invita el grupo dominguero.
-No, muchas gracias.
-Un paseo sienta bien.
-Ya anduve esta mañana mis cuatro kilómetros para ir a misa, muchas gracias.
A pesar de sus negativas, vuelven a la carga otros domingos.
-¿Hoy sí que nos acompañas, verdad?
-¡Y a donde van tan guapas?
-Al baile. Hay una música estupenda.
-¡Qué lástima! No puedo ir.
-¿Por qué?
-No se enfaden. Pero prefiero quedarme en casa en compañía de los míos.
La ducha de agua fría, calentada por su simpática sonrisa, impide enrojecer las mejillas de nadie.
Margarita no parece una flor para la solapa de ninguno. Pero las hojas blancas del centro amarillo de Margarita esparcen una simpatía singular y una alegría sin trampa.
Por eso, los domingos siguen yendo los mozos hasta su propia casa para poder acompañarla. Pero se equivocan, porque Margarita sale a misa mucho antes que ellos lleguen.
Aquel domingo se equivoca ella: que no son tontos los mozos del lugar y se han adelantado. La están aguardando en un recodo del camino, a dos pasos de su casa. Buen chasco.
Y aquí su astucia. Tras los saludos de ocasión, empieza la marcha. Al paso, al trote, al galope...; juntos los primeros metros, sí. Pero, ¿quién puede seguir a aquella ardilla, que sube y baja tan ligera, teniendo que arrastrar sus corpachones embutidos en los trajes y zapatos de fiesta?
Imposible, antes de hacer el ridículo corriendo detrás de aquella moza, que ya está en las mismísimas puertas de la iglesia, se detienen y abandonan su plan.
-¡Se los dije!
-Esta chica acaba con nuestros pulmones.
¡A ver quién corta esa flor!
Temple de acero
No corrían por entonces los automóviles, no zumbaban los motores. Gorjeos de jilgueros, runruneo de cigarras y parloteo de las hojas de los árboles. Paz y silencio por los valles y collados del Piamonte. Las inmensas llanuras del Po eran fáciles campo de batalla. Los ejércitos napoleónicos las pisotearon sin descanso. Escuadrones de la caballería austriaca ocupaban los poblados y vivían a costa de los pobres campesinos.
Pudo ser a mediados de octubre de 1804, Margarita está en la parcela. Extiende el maíz para que se seque mejor, cuando un pelotón de caballería echa pie a tierra en el campo vecino. Los caballos, libres de toda brida y atraídos por el olor de las frescas mazorcas, saltan a su terreno e hincan vorazmente sus dientes.
Intenta Margarita alejarlos. Nada valen sus gritos y palmadas sobre la grupa de los animales. ¡Es tan bueno aquel maíz!
Llama a los soldados. Los austriacos no entienden su dialecto. Ella se encorajina. Ellos se ríen. Inútil insistir, se ve que tiene que salvar su hacienda ella sola. Agarra una horca. Vuelve a los caballos. Y, primero con el mango, con las púas después, golpea ancas y hocicos de las bestias hasta obligarlas a huir del improvisado banquete.
¡Qué iban a saber los soldados extranjeros del coraje escondido tras aquella carita de <madonna>!
Pero no habrá más remedio que levantarse a recoger las cabalgaduras, trabarlas y ponerles el bozal.
Esposa
Francisco Bosco, viudo, alcanza la suerte de cortar la Margarita por el tallo. El 6 de junio de 1812 unen sus corazones en la iglesia de Capriglio. Y entran en la estrecha casucha de I Becchi con la madre de Francisco y su hijo Antonio. Tres vaquillas en el establo. Dos mozos a sueldo. Parras en busca de sol, bosques, campos de maíz y verdes praderas. Y colinas y colinas cerrando el horizonte.
Sólo cinco años de felicidad. Durante ellos llega José (1813). Y más tarde Juan (16 de agosto de 1815). Son años de miseria por toda Europa. A la guerra se unieron la sequía y las heladas. Se encontraban cadáveres a la vera del camino con la boca llena de hierba.
En casa de los Bosco entra también la desgracia. Una tarde de mayo (1817) Francisco, todo sudado, se sienta a descansar en la fresca bodega del amo vecino. Se enfría. Una bronconeumonía. Y en cuatro días baja a la tumba.
-Ya no tienes padre, Juanín –repite Margarita con dolor a su hijo más pequeño- Ven, ven conmigo.
La mujer fuerte
Se diría que brotan los milagros de las manos de Margarita, como salían de aquellas mujeres de la Biblia. Es una campesina analfabeta. Pero no hay vendaval que conmueva su confianza en Dios.
Sus brazos manejan la azada y la guadaña como el mejor de los mozos. Va al mercado con los frutos de su granja. Y llena siempre de buen humor, gobierna la casa como los mejores días de su marido, hasta en medio de la necesidad terrible de aquellos años de hambre.
¡Ay, aquella noche! Ninguno podrá olvidarla. No queda en casa ni un cachito de pan para llevar a la boca. Hace dos días que un amigo busca inútilmente por los contornos algo que comer.
¿A qué santo encomendarse? En la cuadra están todavía la vaca y un ternero.
-¿Lo matamos? ¿Y después? De rodillas. Deja el Señor bajar su luz. Y unos minutos después cae el ternero. Ya no gritan los estómagos.
Maestra
Margarita tiene el sentido innato de educadora. No ha pisado la escuela. No conoce ni la a: ¡cuánto menos lecciones de pedagogía!
A fuerza de oírlo en la casa y en la iglesia, sabe, por la punta de los dedos, el catecismo y muchas páginas de Historia Sagrada. Sobre todo, sabe vivirlo, que aún es mejor.
Clava sus ojos en las estrellas de la noche y dice a sus hijos: <¡Qué cosas más hermosas ha puesto Dios en el firmamento...!>
Una escuela
modelo
Margarita posee el buen sentido de la medida. Le preocupan las necesidades materiales de los suyos. Y vigila constantemente la formación de sus almas.
Su voz, su gesto, sus decisiones andan tan lejos de la severa violencia como de las necias concesiones. Sus triunfos se apoyan en la dulzura, la serenidad y el dominio de sí misma. No golpea, ni cede. Cierra los ojos ante mil pequeñeces y los abre frente al menos peligro. Se suma a la alegría contagiosa de los muchachos, más no pasa los caprichos. Reparte cariño, siembra miedo el disgustarla.
Una educación realista, sin fórmulas matemáticas, con un sí o un no que regula los movimientos. Y con una reflexión que brota de cada suceso.
Puñado de
ejemplos
Juanín termina el trabajo encomendado y ya puede ir a jugar con los amigos. A poco vuelve a casa chorreando sangre.
-Siempre igual ¿Por qué vas con esos chicos malos?
-Para que sean buenos.
-Sí. Y luego vuelves a la casa descalabrado.
Ya está el niño vendado.
-No quiero que juegues más con ellos.
-Mamá...
¿Qué querrá aquel niño?
-Mamá, cuando yo estoy con ellos no se pelean.
¿Qué dirá esa madre?
-Bueno. Vete. Pero ten cuidado. No vuelvas herido otra vez.
Juan ve un nido. Sube al tronco del sauce para recoger los pajaritos. Un resbalón y queda colgado en el árbol con la mano entre dos ramas.
Acude su madre a los ayes y le baja.
-¿Lo ves? Dios y los guardias agarran a los que no respetan la propiedad ajena.
El perro guardián de la casa resulta muy gravoso en tiempo de tanta carestía. Manda a los chicos que se lo lleven regalado a su tío.
Pero el perro se escapa de la nueva casa y vuelve a I Becchi.
Por segunda vez lo llevan a su nuevo dueño y le sujetan a una cadena.
Y vuelve a escapar el perro.
-Ahora verás- clama Margarita con la vara en alto.
El pobre animal se le acerca humildemente, se hecha a sus pies y espera.
-Miren, miren que fiel es nuestro perro. ¡Cómo nos quiere! ¡Qué bien iría el mundo si fuéramos así con Nuestro Señor!
* * *
José y Juan llegan del campo sedientos.
Saca Margarita un jarro de agua fresca.
-Toma, José.
Mientras José sorbe el agua, Juan se aparta contrariado.
Margarita ha comprendido y retira el jarro.
También Juan ha comprendido.
-¡Mamá!
-¿Qué quieres?
-¿No me das agua?
-Creí que no tenías sed.
-Perdóname, mamá.
-Así está bien, toma.
Y le entrega sonriendo el agua.
Ley de vida
No todo es buscar nidos.
Margarita educa a los suyos en el trabajo.
Por eso todos van a la labor. Y sacan agua, y riegan.
Recogen hierba y leña. Limpian la cuadra. Llevan las vacas al pasto. En una palabra: trabajan.
Y se ganan más de una golosina cuando vuelve su madre del mercado.
Todos los días se levantan temprano. Comen su cazuela de sopa y su ración de “polenta”. Y se acuestan sobre un jergón de hojas de maíz: ¡Casi como en Esparta!
En el país de las
maravillas
Una mañana, al despertar, Juan cuenta a todos lo que ha soñado aquella noche.
Se ha visto en la pradera de delante de la casa, en medio de una turba de muchachos que gritan, blasfeman y dicen picardías.
Intenta hacerles callar, primero por las buenas y a puñetazos después.
En esto aparece un personaje misterioso y le dice:
-No, así no, sin violencia. ¡Con dulzura, con buenos modales, serán tus amigos!
De repente aquellos golfillos, que por un instante se convirtieron en animales de toda especie, he aquí que se transforman en mansos corderillos.
Llega entonces una Gran Señora que, con voz suavísima le dice:
-Toma tu báculo y llévalos al pasto. Más tarde entenderás lo que has visto.
Ya hubo otro pequeño soñador que despertó entre los suyos las más dispares opiniones.
¡Qué tiene de extraño que en la casita de I Becchi nadie sepa adivinar el sueño de Juan!
Los interpretes
-Pastor. Tú serás pastor –opina plácidamente José.
¿Pastor? –prorrumpe Antonio con rudeza- ¡Capitán de bandidos!, eso vas a ser tú.
Antonio ya tiene 20 años, trabaja sin descanso de sol a sol y no puede creer en sueños y fantasías.
Allí está la abuela con toda la experiencia de los años. ¡Ha soñado tanto! Ella tampoco cree en los sueños.
-¡Bah, bah! Los sueños, sueños son –murmura entre dientes.
A Juan le parece que le duelen los puños y la cara de los golpes dados y recibidos. Las palabras de los misteriosos personajes resuenan todavía en sus oídos. Está vivamente impresionado. No ha podido conciliar el sueño desde que se despertó.
Margarita, que se lo está comiendo con los ojos, piensa:
-¡Quién sabe si un día mi Juan será sacerdote!
“¡Sacerdote,
sacerdote!”
Es un ardiente deseo de Juan. Se lo repite a menudo a la mamá. Pero, ¡ay!
¿Por qué quiere ser sacerdote?
¿Cómo lo alcanzará?
Son dos preguntas que Margarita va rumiando constantemente, sin hallar satisfactoria respuesta.
¿Por qué? ¿por qué?
-Mamá –responde Juanito- porque yo quiero ser amigo de los muchachos para hacerles buenos.
-Sí, sí, eso está muy claro; pero, ¿cómo?
Son pobres en todo sentido. En el caserío de I Becchi no hay escuelas ni tampoco en los pueblos más próximos.
Juanín sabe leer, porque ha estado una temporadilla con su tía, sirvienta del cura de Capriglio, allí ha aprendido rápidamente.
Más esto no basta.
Hay que estudiar mucho. Y sobre todo, hay que pagar. ¿En dónde está el dinero?
¿Por qué? ¿por
qué?
¿Por qué van los chiquillos a él –y hasta los mayores- como moscas al panal de miel?
¿Por qué todos quedan colgados de sus labios y sus gracias?
En invierno, en el pajar, oyéndole leer y contar.
En el buen tiempo, en la pradera.
Lo que él ha visto hacer a prestidigitadores y malabaristas por ferias y mercados. Lo que ha oído al señor cura en la parroquia. Con todo ello organiza el programa de sus actuaciones. Ata una cuerda del peral al cerezo. Tiende una manta en el suelo. Y allí está Juan cambiando agua en vino, retorciendo el pescuezo a un pollo y haciéndole luego cantar el quiquiriquí más entonado....
Los sencillos campesinos quedan boquiabiertos, y se mueren de risa los chamacos al verle sacar una moneda de la nariz de una vieja.
De pronto se levantan algunos para irse porque empieza el rosario.
-¡Ah, no señores!
Hay que aguantarse hasta el final. De lo contrario no habrá derecho a asistir al próximo domingo. El rosario constituye hoy el precio de la entrada y permitiría a los espectadores contemplar las últimas maravillas del comediante.
Apoyada en la puerta de la casa está Margarita viendo a su hijo andar, correr, saltar sobre la cuerda floja. Se le encoge el corazón al verle colgado de un pie, y dando el salto mortal.
Y se le ensancha oyéndole recitar el sermón del señor cura de Morialdo. Su Juanín es cada día menos caprichoso y más obediente. Ya va entendiendo por qué quiere ser sacerdote.
¿Cómo?
Es la pregunta inquietante de Margarita: ¿cómo? Por culpa de ese “cómo” se ha creado en su casa un ambiente de discordia difícil de arreglar.
No hay quien baje a Antonio de su terca oposición. Los Bosco han nacido en el campo y campesinos han de morir. ¿De dónde acá el empeño loco de su hermano pequeño? ¡Cura? Nada mejor que una pala y el azadón. Eso es lo que hace falta.
El ánimo persuasivo y callado de Margarita termina por abrir un pequeño boquete a la hostilidad del hijastro.
Juanito va un poquito a la escuela de la aldea y otro poco al campo. Hasta el año 1826...
“Ven a verme con
tu madre”
Aquel año (1826) es el año de la primera comunión de Juan.
En el pueblo cercano –a cuatro kilómetros está Bitugliera- se predica una misión. La familia Bosco acude diariamente. Margarita acompaña a sus hijos.
Una tarde, al volver, Juanito marcha solo por el polvoroso camino.
También va solo don Juan Calosso, septuagenario sacerdote, capellán de Morialdo.
Llama la atención la seriedad de aquel muchacho, de cabello ensortijado, que parece ir rumiando los sermones de los misioneros.
Cariñosamente le pregunta si ha entendido algo de las pláticas.
-De pe a pa. Si quiere se las repito ahora mismo.
No sabía el anciano sacerdote de la memoria de Juanín. Este empieza a desgranar sin tropiezo los dos sermones de la tarde.
Don Juan Calosso le escucha estupefacto, mientras pasan los kilómetros sin ser sentidos.
Aquel muchacho es un prodigio.
Le pregunta su nombre. Quiénes son sus padres. Qué estudios sigue...
Le oye decir que quiere ser sacerdote; que su hermano Antonio se opone...; que...
-Bueno, bueno; ven mañana a misa y hablaremos.
Aquella invitación le cae bien a Margarita.
A la mañana siguiente despierta pronto al muchacho. Besado por los primeros rayos de sol, baja silbando por el sendero de Morialdo. Va de un lado al otro del altar, durante la misa de don Juan Calosso. Su audacia repentina: un monaguillo poco afortunado.
Y después, en la casa rectoral, el viejo sacerdote echa la sonda en el alma del campesino.
Sí, está claro, clarísimo. Tiene ante él a todo un agricultor. Un agricultor para otros campos.
-Ea, vuelve a verme mañana con tu madre.
Más fuerte que el
burro
Margarita va a Morialdo, y habla con don Juan Calosso.
El viejo sacerdote quiere ayudar a la pobre madre.
Se traza todo un plan. Juan irá cada mañana a Morialdo a clase. Por las tardes tendrá tiempo para ayudar a Antonio en el campo.
En chiquillo estudia latín e italiano, en el campo, mientras come y hasta durante el camino.
La madre pone en juego toda su habitual prudencia: capea borrascas y engrasa ruedas...
Antonio, siempre cerrado y terco, lleno de hiel y rabia, se apodera un día de libros y cuadernos.
-Basta ya. Basta de tanto latín y tanta gramática. Yo estoy fuerte y no he visto un libro en mi vida.
-¡Más fuerte está el burro y no ha ido nunca a la escuela!
Y vuélale... que pies para que os quiero...
Mil veces se repiten escenas similares.
Mamá Margarita no puede evitarlas.
Antonio ha dado en llamarle “señorito” y le refriega el título a diario.
-Ya está el zángano con sus libros. Hay que ver al señorito, mientras los demás sudamos.
La mamá comprende que así no pueden seguir las cosas. Acaba con las clases del pequeño.
-Es mejor que te vayas, Juan –le dice entre suspiros- ya vez que Antonio no cede. Ea, ve a buscar trabajo. Si no lo encuentras, acércate a Moncucco y llama en casa de los Moglia: son ricos y buenos. Seguro que te acogen.
Con el atillo al hombre al hombro se despide a la mañana siguiente de su madre.
-¡Adiós Juan! ¡Que la Virgen te acompañe!
Le da su bendición y le sigue con los ojos que se van cubriendo con un velo de lágrimas.
Una estrella en
el firmamento
Juan encuentra hospitalidad en casa de los Moglia.
Trabaja casi dos años en su granja. En el campo. En las cuadras.
Siempre con sus medios desechos libros entre las manos. Todos los domingos entreteniendo a los muchachos del pueblo.
Mamá Margarita va a verle cuando puede. Vuelve a casa satisfecha y cuenta a José lo mucho que quieren a su hermano en Moncucco.
Antonio se conforma con que no lleven nada al “señorito”: debe ganárselo él “como hacen los demás”.
Por casualidad pasa por allí el tío Miguel, hermano de su madre.
Es hombre mitad campesino, mitad comerciante, y quiere a su familia. Se encuentra con Juan y le convence para que vuelva a casa. Ya hablará él con su madre y con Antonio.
Los Moglia, apenados, ven partir al jovencito trabajador y piadoso, convertido en la alegría de la casa.
Su madre, que le ve llegar, se asusta.
-¿Qué ha sucedido?
¡Por Dios!, no entres en casa. Antonio creerá que es un arreglo mío y de mi hermano.
Hay que esperar a que llegue el tío Miguel. Se guarece el muchacho en una cueva junto al sendero que sube a la casa.
Llega, por fin, el tío. Se junta a él. Suben. Entran. Hablan. Y Juan se queda en casa.
Antonio calla aquella noche.
Por desgracia sigue Margarita sin dar con una escuela para su hijo.
Se ve obligada a acudir de nuevo al anciano don Juan Calosso, el cual, bueno como siempre, exclama:
-No se preocupe de su porvenir. Ya he tomado yo mis medidas para que pueda acabar sus estudios.
Un camino ancho y lleno de luz se abre a la imaginación de Juan y a los deseos de Margarita.
Más he aquí que un ataque de apoplejía derriba a don Juan Calosso antes de hacer testamento.
Desaparece la estrella del firmamento y, de nuevo, se queda Margarita a oscuras en plena noche de su pobreza, y Juan con sus quince años cargados de sus ilusiones.
Hay que decidirse
La paciencia de Margarita no puede estirarse más.
Su dulzura no logra quebrantar la roca del hijastro. Todos sus esfuerzos resultan inútiles.
Decididamente quiere implantar la paz en el hogar.
¿Por qué no dividir los bienes paternos e independizar al hijastro?
La ley puede más que la oposición de Antonio. Y se alcanza el reparto de los pocos bienes. Más pobres, sí; pero se respira mejor.
Antonio sale de la casa y se instala por su cuenta.
A poco, José toma a medias con un amigo una granja en Sussambrino.
Y Juan se matricula en la escuela de Castelnuovo (1830)
Cinco kilómetros, cuatro veces al día. Son muchos kilómetros. Se gastan los zapatos y va descalzo. Se cansan los pies.
Se lleva un bulto con la comida para ahorrar dos viajes.
Se queda a dormir, bajo la escalera de unos amigos, cuando llueve o nieva...
Y lo alcanza.
Roberto, el sastre, le admite de pupilo por una módica pensión.
Allí se acerca cada semana Margarita con su carga de pan, legumbres y vino.
Y allí está Juanito. Duerme en un cuchitril bajo la escalera. Cose y pega botones. Aprende a cantar, a tocar el violín y el piano. Come pan y queso. Y hasta algún plato de sopa caliente.
Es el precio de su escuela. Sólo así puede estudiar aquel muchacho grandulón. “Hazme reír” inicial de escolares y de maestros y admiración de todos cuando ven sus rápidos progresos.
Margarita va a verle cada semana. Le lleva recuerdos de José y pan.
Y le repite al marchar:
-Adiós, Juan. Sé devoto de la Virgen.
El sastre le cuenta que su hijo llegará a ser un gran sastre.
En la escuela le informan que Juan Bosco es el mejor alumno, el más inteligente. Los compañeros le quieren y le admiran.
Lástima que el maestro cambia de lugar y es sustituido por otro sin interés en la escuela.
Margarita se convence de que hay que enviar a su hijo a otra parte, porque en Castelnuovo no puede aprender más. Ella lo enviará a Chieri, que es toda una ciudad.
¡A Chieri!
En esta minúscula ciudad empieza el hijo de Margarita la vida de los estudiantes pobres.
Una vida trabajadora y miserable. Heroica.
Naturalmente, acepta el hacer de criado en casa de la señora Lucía Matta.
Más aún: repasará las lecciones a su hijo.
Durante dos años llega hasta allí su madre, todos los sábados, con dos panes para toda la semana y provisiones de maíz, harina y castañas..
La señora Lucía
se va de la ciudad. Hay que buscar otro hospedaje. Un hospedaje barato.
Lo encuentra en casa de su pariente José Pianta, que acaba de abrir un café y pastelería.
Margarita está conforme en que entre como mozo. No pagará nada. Comida y donde dormir por apuntar los tantos de los jugadores de billar. Hace pasteles y estudia en los ratos libres.
Tiene su alcoba en un hueco encima del horno. ¡No está mal para el invierno!
Llega a hacer las cosas tan bien que el amo le ofrece participación en el negocio...
Al fin de curso confiesa su intención de hacerse sacerdote.
Se entera su
madre de que Juan está preparando la documentación para entrar en los
Franciscanos. Va a Chieri.
-¿Es cierto?
-Sí, madre, ¿no le gustaría?
-No faltaba más, hijo mío. Haz lo que te plazca. Te lo he dicho mil veces: lo único que yo quiero es la salvación de tu alma.
-¿Entonces?
-Te lo diré todo. El señor cura quiere que te disuada para que así puedas atenderme en mi vejez. Pero no le hagas caso. No espero nada de ti. Nací pobre, vivo en la pobreza y quiero morir pobre. Te aseguro que si te decides a hacerte sacerdote secular y, por desgracia, llegaras a ser rico, yo no pondría jamás los pies en tu casa. ¡no lo olvides!
Juan tiene que pensar más. Consulta a varios personajes. Está decidido. Pero una visita a un santo sacerdote y paisano suyo, don José Cafasso, le disuade de entrar al convento.
Irá al seminario. Margarita pone toda su confianza en el Señor.
Madre e hijo
Hay en la autobiografía de Don Bosco una página preciosa con el recuerdo de estas fechas.
La víspera de la partida al seminario, ya fuera de casa parientes y amigos, llama Margarita a Juan.
Cara a cara y latiendo al unísono los dos corazones, dice la madre:
-Acabas de vestir la sotana, querido Juan. Puedes imaginar la alegría de mi corazón. Pero no olvides que no es el hábito el que honra tu estado, sino la práctica de las virtudes. Si alguna vez llegas a dudar de tu vocación, no deshonres, por favor, esta sotana. Quítatela enseguida. Prefiero ser madre de un pobre campesino antes que de un sacerdote descuidado de sus deberes. Al nacer, te consagré a la Santísima Virgen. Cuando empezaste los estudios te encomendé la devoción a nuestra Madre. Ahora te suplico que seas del todo suyo. Ama a sus devotos y, si llegas a ser sacerdote, propaga sin descanso la devoción a tan buena Madre.
Margarita está emocionada, pero se domina. Juan llora. Se recupera y exclama:
-Madre, le agradezco todo lo que ha hecho por mí. Sus consejos quedan grabados en mi alma; los conservaré como un tesoro durante toda mi vida.
Alma sacerdotal
“Hay madres de alma sacerdotal”, escribe Renato Bazin.
Una de esas madres es Margarita. Pasa por todo hasta ver a su hijo subir al altar.
Durante los seis años de seminario le hace algunas visitas que le llenan de gozo: su hijo es la alegría de los superiores, que le otorgan las mejores calificaciones, y de sus compañeros, a quienes hace de sastre, zapatero, barbero...
Durante unas vacaciones pasa por la casa de los Moglia. Su hijo Jorge quiere ser sacerdote. Juan se lo lleva a casa para prepararle.
-Has hecho bien en traerlo –dice Margarita- pero, ¿dónde dormirá? No tenemos cama.
-Le cederé la mía. Yo estoy acostumbrado a dormir sobre un saco.
Aunque la salud de Juan no parece buena, Margarita consiente en ello.
Reemprende el curso escolar algo débil.
Llega a estar tan enfermo que los médicos le desahucian. Y avisan a su madre.
Su madre llega con un pan de centeno y una botella de vino generoso.
Pero ¿quién le había de decir a ella que su hijo estaba tan malo?
Tan malo que teme no volver a verle.
¿Cómo le va a dejar el negro pan de centeno?
Forzada por el hijo, se lo deja y vuelve a casa llorando.
Juan, que hacía semanas no probaba bocado, se levanta. Corta una rebanada de aquel pan y se llena el vaso de vino. ¡Delicioso manjar!
Otra rebanada y otro sorbo más de vino. Hasta desaparecer el pan y dejar temblando a la botella.
Un sueño letárgico de dos días y una noche. Los médicos no creen que vuelva a despertar.
Y sin embargo, el seminarista abre los ojos, sin una décima de fiebre.
La convalecencia y vuelta a los estudios, que terminan felizmente con la ordenación sacerdotal el 5 de junio de 1841.
Sueño cumplido
El pastorcillo soñador, el saltimbanqui de I Becchi, el mozo de cuadra, y de café, entra en su aldea ordenado sacerdote.
La fiesta que le dedican sus paisanos es un triunfo.
Al terminar entra en casa de su madre. La pobre casa de sus sueños.
Enciende Margarita el candil. Se sienta frente al hijo sacerdote. Toma sus manos consagradas y, llena de emoción le habla así:
-¡Ya eres sacerdote, Juan! Tu sueño se ha cumplido. Dices misa: de hoy en delante estás más cerca de Jesús. Pero acuérdate bien de lo que te digo: comenzar a decir misa es lo mismo que empezar a sufrir. No te darás cuenta de ello enseguida, pero un día verás que tu madre no te ha engañado. Estoy segura de que todos los días rezarás por mí y eso basta. No te pido otra cosa. En adelante, piensa en la salvación de las almas, y no te preocupes por mí.
¡Palabras de madre! Fuerte y grande como Ana, la madre de Samuel, como Mónica y Blanca de Castilla...
“No te preocupes
de mí”
no son pocas las proposiciones de un buen trabajo para el hijo de Margarita.
Más a ella no le interesa que Juan se haga rico. Si tal sucediera –lo ha dicho solemnemente- no pondrá los pies en su casa.
Pero Juan no tiene que temer.
Juan sigue la voz de Dios.
Va a Turín.
Cursa estudios teológicos en el Convictorio Eclesiástico y, a la par, se vuelca al apostolado juvenil en los días festivos.
El día de la Inmaculada (8-12-1841) pone ante él a Bartolomé Garelli, pobre peón albañil, de 16 años, a quien echan a palos de la sacristía y se va a convertir en el primer cordero de un inmenso rebaño.
Tras él llegan a cientos los muchachos que ruedan con Don Bosco de una a otra parte.
Un ejército infantil que todo desarma.
Porque no hay quien aguante sus gritos y sus juegos, ni quien les alquile una habitación, ni una pradera.
¡Se ha desencadenado la tormenta de tribulaciones que su madre anunciaba a Juan!
Por fin, en plena angustia, después de cinco años de negra tormenta, se abre un jirón de cielo.
El señor Pinardi le ofrece un cobertizo y un terreno.
Está en un barrio (Valdoco) de mala reputación. Tabernas y casas con gente de mal vivir. Don Bosco alquila allí mismo cuatro habitaciones.
Quizá no le conviene a un sacerdote instalarse él solo en ellas.
Alguien le aconseja “tráete a tu madre”
¿Tendrá corazón para hacer tal proposición a su madre, que ya no es joven, que tiene derecho a descansar?
¿Lo ha pensado bien? ¿Será capaz de hacerle cambiar el sosiego de I Becchi por el barullo de Turín? ¿El cacareo de las gallinas, de su corral y los cantares de los bosques, por el ruido y los malos modales de 700 jóvenes?
No, no; es imposible.
¿Cómo va a colocar a su madre sujeta a él y en medio de tanta miseria?
Pero ¿cómo solucionarlo?
Un día...
El traje de novia
Un día explica el hijo a la madre su situación.
-Madre, tengo una casa en las afueras de Turín; no es ningún palacio... ¿Quiere venir conmigo?
¿Dirá que sí? ¿Dirá que no? ¿y dejar todo aquello?
Todo: la casucha donde nacieron sus hijos, las colinas, el prado, los vecinos, los parientes, a José, a sus nietos...
Juan aparenta no advertir la emoción de su madre.
-No tengo otro sitio, madre. Pero hay mala vecindad. ¿Voy a estar solo allí?
-No, no puedes
vivir solo... Tu madre irá
contigo.
¡Santa mujer! Hay que dar una mano al hijo pobre que quiere ayudar a los pobres.
Prepara las cosas más precisas para llevarse.
Saca del fondo del baúl hasta el traje de novia. Envuelto en aroma de alcanfor, hace treinta años que esconde los latidos de su corazón enamorado. ¡Quién se lo tenía que haber dicho! Pero hace falta dinero para cubrir las primeras necesidades. En la casa nueva falta todo.
En marcha
3 de noviembre de 1846
se están escondiendo las estrellas.
Desde I Becchi, Margarita y Juan van camino de Turín.
Hacen los 30 kilómetros a pie. No les alcanza el dinero para pagar un asiento en el carro en que han enviado los enseres más precisos.
Margarita apoya un canasto a la cintura, con ropa blanca y unos cacharros.
En el paquete de Juan hay un breviario, un misal y unos libros y cuadernos.
¡Una verdadera fortuna!
La hora de Dios
Al atardecer entran a la ciudad.
Cubiertos de polvo y muertos de cansancio, están llegando a las puertas de la nueva morada.
Un sacerdote amigo de Don Bosco, un tal Vola, se tropieza con ellos.
¿De donde vienen? ¿Por qué viene a pie?
Un gesto expresivo del índice y el pulgar explica la sonrisa de Don Bosco.
-¿Los esperan a cenar? ¿Tenéis cena?
-...
-Espera...
-Echa una mano al bolsillo. ¡Vacío!
-Se ve que me he cambiado de sotana. Toma, toma: lo vendes y... algo te darán para tus chavales.
El amigo Vola saca su reloj y se lo entrega generosamente.
¡El Señor cuenta siempre con un reloj para marcar la hora!
“Quien canta, su
mal espanta”
Cien pasos más allá y entra Margarita en su nueva mansión.
Sus propias palabras la describen:
-Aquí si voy a estar tranquila, sin nada que manejar, ni a nadie a quien mandar.
Con un candil encendido dan vuelta a todas las habitaciones.
La cocina: cuatro paredes ennegrecidas. Una mesa, una olla y... ¿hay algo más?
-Esta es mi habitación.
Una cama, dos sillas y una mesita para escribir.
-Esta será la suya.
-Bien, bien.
¡Aquella sí que era una morada principesca... ¡
Margarita, entusiasmada, rompe a cantar.
Aquella noche se juntaban la miseria y la alegría. ¡Qué vida tan hermosa les guardaba a los dos corazones llenos de confianza en Dios!
Época
de fábula
Fábula parece la parte de historia que nos queda por narrar.
Poco trabajo le cuesta a Margarita colocar cada cosa en su sitio. El sitio no es muy amplio, pero más que suficiente para tan pocas cosas. Con el dinero sacado de la venta de la viña y el trozo de tierra adquiere lo más imprescindible para vivir.
El ajuar de boda se convierte en ornamentos para la iglesia
Los anillos nupciales y una cadenita de oro se truecan en galones dorados para las vestiduras del altar.
¡Qué mejor suerte podían tener –repite Margarita- que la de adecentar la casa de Dios!
Una noche de abril de 1847 tarda Juan en llegar a casa. Margarita le espera preocupada por su tardanza.
Ella no entiende de política. Pero sabe que corren malos tiempos.
Existe un pequeño loco que quiere acabar con muchas cosas. Tiemblan las coronas sobre las sienes reales. Se quiere hacer una única nación de Italia. En consecuencia, es preciso expulsar a los austriacos y fundir los minúsculos estados en uno solo, con un rey único.
Todo ello provoca una situación de inseguridad y revolución. Hay miedo en todos los hogares y ambiente de lucha hasta en los muchachos, que se divierten jugando a hacer la guerra.
Mamá Margarita sale de su angustia. Se oyen pasos. Y en efecto, es su hijo quien llega.
Llega bien acompañado.
Con una pandilla de jóvenes.
Dice que son sus amigos.
-Adelante, pues. Bienvenidos sean.
Cuando entran en la cocina y los cuenta se asusta.
-¿Dónde van a dormir?
La sonrisa del hijo tranquiliza a la madre.
Piensa en las mantas que hace unos días adquirió.
La Providencia le ofrece una nueva ocasión...
“Pero qué mala pinta tienen esos amigos de Juan” piensa Margarita viéndoles trepar por el granero.
Extienden la paja. Reciben una manta para cada uno.
Mascullan un padrenuestro y un avemaría.
-Orden y silencio –les dice Don Bosco-. ¡Buenas noches!
Y baja más contento que unas castañuelas.
Mamá, por el contrario, refunfuña:
-¿De dónde sacas esas amistades, hijo mío?
No le cuenta la verdad y se acuesta satisfecho.
A la mañana siguiente no lo está tanto.
No se oye el menor rumor. ¿duermen todavía?
Él trepa al granero mientras ella prepara el desayuno para los huéspedes.
¡Los pájaros han volado! Y, lo que es pero: se han llevado las mantas...
maldita la gracia que le hace a Margarita...
a Juan parece que sí:
-¡Bendito sea Dios! Él me las dio, Él me las quitó –exclama riendo a todo dar.
Corazón y manos
de madre
Como para animarse a la segunda edición, que les llega a poco.
Ya de noche. Con agua y frío. Y un muchacho de unos quince años golpea la puerta.
Va hecho una sopa. Pide pan y un rincón para dormir.
Aunque de los escarmentados nacen los avisados, Margarita le abre amorosamente y, sin preguntarle ni su nombre, le mete en la cocina, le acerca al fuego y le pone una cazuela de sopas.
Cuenta el muchacho que anda solo por el mundo, que busca trabajo y no le queda un céntimo de las tres liras que tenía...
Margarita llora.
Si supiese que no eres un ladronzuelo te dejaría dormir en casa... ¿Te llevarás las mantas? –le pregunta Don Bosco.
-No, Señor. Soy pobre, pero nunca he robado nada.
La buena mamá le prepara cama en la misma cocina.
Apilan unos ladrillos. Tienden unas tablas. Colocan una especie de colchón, y ¡ya está!
Al pobre muchacho le parece haberse encontrado su propia madre.
Rezan juntos unas oraciones y luego oye un “sermoncito” de mamá Margarita.
Son estas palabras de Margarita el principio de una institución que pervive: las “Buenas Noches” que tradicionalmente se siguen dando en todas las casas Salesianas, tan breves y tan simples como las que inventara la madre de don Bosco.
Al día siguiente no falta ni un clavo.
La historia no guarda el nombre de este primer “interno” de la obra Salesiana. A él se le agregan otros que, por falta de sitio, se han de limitar el primer año a siete.
Aires guerreros
Se impone agrandar la casa. En las actuales dependencias no cabe uno más.
Don Bosco compra todo el edificio del señor Pinardi. Así, hasta treinta jóvenes aprendices tienen donde comer y habitar.
Los setecientos de los domingos y las tardes de cada día se reúnen en el campo contiguo, en el sotechado y el pajar.
Margarita se mueve dentro de aquel romántico mundo.
Lava, remienda. Cocina, limpia. Cuida las gallinas y el huerto. Aguanta y sonríe. Corrige y aconseja.
Da la impresión de que sus preferidos son los más abollados y rotos.
Hace de abogado defensor de los peores. Es fácil dejarse convencer y dobla la ración de pan o de queso.
Oye a todos llamarle “mamá”.
Pero aquel cielo se cubre a veces de nubes. Como que ella es una “mamá” de carne y hueso. Y mamá de hijos adoptivos. ¿De treinta? Sí, ¡de treinta!, sin olvidar los otros setecientos...
Tiene, por cierto, muy cerca la causa de los ciclones: toda Italia padece de la misma enfermedad.
Pretende organizar un gran Reino con todos los Estados que componen la península e islas adyacentes.
Aires guerreros soplan de Norte a Sur. Se habla por doquier de la guerra.
En todas partes de preparan para la guerra. Se sueña con la guerra.
Los chicos de las escuelas, los aprendices de los talleres juegan a la guerra. Una guerra inocente, cierto, pero se abren cabezas y corre sangre.
Don Bosco se empeña en canalizar aquel movimiento juvenil. Tiene amistad con cierto suboficial “Bersagliere”, licenciado del ejército, que se le brinda para organizar un regimiento infantil.
¡Eso será un gran atractivo para los jóvenes!
Y lo es. Las autoridades les proveen de doscientos fusiles de madera. A los demás les basta una caña. Tienen su tambor y su corneta.
El “Bersagliere” lo organiza de tal modo que, a poco, simula desfiles y batallas, entre los aplausos de los muchachos y centenares de curiosos que acuden a vitorearlos.
¡Lo que le faltaba a mamá Margarita!
Es frecuente que le abran el gallinero y allá corren por los prados y solares vecinos a la caza de las aves.
Son muchas las veces que han cortado la soga de tener la ropa y han caído al suelo sábanas recién lavadas.
Pero aquel día...
¿Cómo puede aguantar la pobre campesina que el huerto hecho a costa de sus sudores, donde cuida sus hortalizas, sus verduras y su hierba para los conejos haya quedado desecho en una de las batallas organizadas por el “Bersagliere”?
-Esto no puede ser. Al diablo con él y sus soldados. ¡Adiós mi huerto! ¿Y mis conejos?
-¡Qué le vamos a hacer, mamá! Son muchachos.
No es una razón como para convencer del todo a la mamá. Pero por esa vez vuelve a la cocina, casi apaciguada.
La última gota
El regimiento infantil sigue haciendo de las suyas.
Los chiquillos continúan destrozando chaquetas y calzones. Se juegan los botones. Sacan las cacerolas y no hay modo de encontrarlas.
Y como mamá Margarita guarda siempre silencio y sonríe, todos se creen autorizados para mayores diabluras.
¿Cuál fue la gota que derramó el vaso?
La viejecita, extrañamente sofocada, se presenta a su hijo:
-Que no y que no. Que no puedo más. Todo lo que hago es inútil. Ya lo ves. Son inaguantables. Pisotean el huerto. Me tiran la ropa limpia por tierra. ¡Jesús, qué mal educados! ¡Qué insolentes! Vienen a casa hechos jirones. Pierden pañuelos y calcetines. Basta, basta, no aguanto más. Me vuelvo a mi casita para vivir en paz y morir en gracia de Dios
Su hijo Juan la escucha sin apartar los ojos del querido rostro, encendido por la vehemencia.
Cuando ve que se ha desahogado, le toma cariñosamente de las manos, se las junta y le muestra el crucifijo colgado de la pared.
La gran cristiana comprende. Se arrasan los ojos de lágrimas. Y añade con humildad y dulzura.
-Tienes razón, tienes razón. Más sufrió Él que nosotros.
El vaso sigue lleno a rebosar. Pero ya no cae ni una gota.
Mamá Margarita se enjuga las lágrimas y vuelve a la cocina a ceñirse el delantal.
¿Has rezado?
El cielo más encapotado vuelve a ser azul.
Y también Margarita vuelve a perdonar y a sonreír. Sigue siendo la reina de aquel enjambre. La mamá de aquella casa que crece sin cesar. Ella resuelve los mil problemas materiales de cada día.
Pero piensa sobre todo en las almas de sus hijos adoptivos.
La de Juan no la pierde de vista ni un momento. Para ella su hijo siempre es Juanín.
¡Cuántas veces le espera hasta altas horas de la noche!
Llega Juan cansado de confesar, predicar o visitar enfermos. Viene por el camino murmurando plegarias o desgranando las cuentas del rosario.
Come la pobre cena.
Y antes de retirarse a descansar oye que la mamá le pregunta dulcemente:
-Juan, ¿Has rezado ya las oraciones? ¿No te olvides, eh?
-No, mamá, voy a rezarlas enseguida contigo.
De rodillas, junto a la cama, como un niño, reza con su madre las oraciones de la noche.
Falta un cáliz
La obra de Don Bosco crece sin cesar. Se diría que tiene la bolsa de la Providencia en sus manos.
A un pabellón sucede otro.
Hasta que le toca el turno a la iglesia de San Francisco de Sales.
Lo que todavía queda en el ajuar de Margarita sirve para hacer ropa blanca de sacristía y la mantelería de los altares.
Falta el cáliz.
-Mamá, hay que comprarlo. Deme dinero.
Margarita busca y rebusca. Armarios, cajones...
En el fondo de un baúl que está esperando ser pasto de las llamas halla un envoltorio.
Lo abre y... ¡ocho escudos!
Llama a Juan. Le entrega el tesoro temblando de emoción.
-Mira, Juan: ¿Quién ha puesto este dinero aquí?
-¡Ella, mamá! Es una sorpresa de la Divina Providencia.
¡Ocho escudos es el precio del cáliz!
Brazo derecho
Eso es Margarita en la escuela de su hijo.
No sé que título hubiera alcanzado hoy, dado que ella lo era todo en muchas ocasiones. Particularmente en las ausencias de Don Bosco.
No hay dificultad sin solución para la prudencia y capacidad de Margarita.
Ha logrado organizar, con señoras de la alta sociedad –la madre del arzobispo, entre otras- un taller de costura.
Recibe visitas de grandes personajes: senadores del reino y títulos nobiliarios.
Resuelve asuntos delicados.
Todos se deshacen en elogios para ella.
Y es que recibe con un respeto encantador.
Sin salas de visitas, ni de espera. Basta empujar la puerta de la cocina.
Ofrece una silla al visitante y le presenta una taza de café.
Sabe pedir excusas para continuar con la aguja o sus tijeras.
Y, con larga experiencia y con su espíritu fino, responde a las arduas preguntas que le hacen, hasta de alta teología y política.
La piedad de
Margarita
Mamá Margarita es una mujer piadosa.
Lo fue de joven. De casada. De viuda.
De una piedad firme e interior, que brota al exterior en oración continua.
Desde que está en la ciudad va a misa cada día y comulga a menudo.
Hace su visita al Santísimo Sacramento cada tarde.
No se conforma con las oraciones de la mañana y de la noche.
Se la pasa el día rezando.
Los muchachos se divierten oyéndola mezclar órdenes y oraciones:
-tráeme leña para el fuego... (y perdónanos nuestras deudas...) ¿Quieres ayudarme a pelar patatas? (así como nosotros perdonamos a nuestros deudores...) ¿Por qué no tomas una escoba y barres la escalera que está tan sucia? (y no nos dejes caer en la tentación...)
a través del tabique se oye su voz.
-¿Con quien discute, mamá? –le preguntan.
-Con nadie, hijo mío. Rezo un poco por el peor de vosotros.
Cuando descubre a un joven piadoso estalla de gozo.
-Tu tienes –le dice a su hijo- jóvenes muy buenos, pero ninguno como Domingo Savio.
-¿Pues qué hace Domingo?
-Lo veo rezar. Se queda en la iglesia después de los oficios. Le veo entrar con sus amigos a visitar al Santísimo. Hay que ver cómo está ante el Sagrario.
Pobreza
Margarita vive enamorada de la pobreza de su tiempo.
Una pobreza más que franciscana, rayana en la miseria.
Basta un botón
para muestra. No cambia de ropa, viste siempre la misma. Cosida, zurcida, remendada.
Casi avergonzado, le dice un día su hijo si no convendría se cambiara.
-¿Ando sucia?
-Ni pensarlo. Pero con tanto remiendo queda un poco...
-No hay más remedio, Juan.
Entrega el hijo a la madre 20 liras para que se compre otro vestido.
Quince días más tarde:
-Mamá ¿y el vestido?
-Cuesta mucho, hijo mío.
-Se volaron, hijo. Me faltaba sal, azúcar, aceite. Un muchacho andaba ya descalzo. Y con lo que me quedó he comprado un retazo para unos pantalones.
-De acuerdo. Pero hay que comprarse un vestido. Tenga otras 20 liras... ¡Pero sólo para un vestido!
-Bien, bien. Pronto lo verás.
Pero nadie la vio con el vestido nuevo.
A Margarita se la enterró con la ropa que siempre llevaba.
Antonio y José
Nuestra historia está a punto de acabar.
¿Y Antonio, el terrible Antonio?
Poco antes de la división de bienes contrae matrimonio con una muchacha de los contornos, con la que alcanza a organizar una familia numerosa.
Si, como dice el refrán, “genio y figura hasta la sepultura”, probablemente el carácter poco agradable con el que lo hemos conocido le acompañará durante todos los días de su vida. No dice la historia que alcanzara una gran fortuna a pesar de los muchos sudores con que regó la tierra.
Pero todos están de acuerdo en afirmar su fe cristiana, su lealtad y su amor por la justicia.
El mismo grano arrojado al surco no produce iguales espigas.
José, por el contrario, es el hijo y el hermano ideal.
Se casa joven. Tiene un hijo y una hija. Sus negocios marchan viento en popa. Gracias a ello puede ayudar y ayuda a Juan.
Bien se nota en el Oratorio después de cada cosecha. Más de un carro de comestibles de los que llegan proceden de I Becchi.
Siempre que va al mercado de Turín se acerca a saludar a su madre.
A menudo vacía la bolsa en las manos de Juan y torna a casa sin comprar las terneras. Como cristiano de buenas raíces, se gana la estima de todos los hogares de los alrededores.
Una fiebre altísima le lleva un día a las puertas de la muerte.
Y en enero de 1863, siete años más tarde que su madre, José pasa al seno de su Padre.
Se acabó el
trabajo
Se puede decir que a fines de noviembre de 1856 Margarita Occhiena acaba su faena.
La Obra de su hijo ya está en marcha. Llegó sacerdote. Organizó su Oratorio. Tiene ayudantes. Cuenta con profesores para sus escuelas y talleres.
¡Qué la pobreza sigue siendo el alma de toda su organización?
Mejor: así se verá más la mano de la Providencia.
Ciertamente Margarita no hace mucha falta. Todo un equipo ha aprendido a su lado a llevar la cocina y la ropería.
Parece que en el Cielo lo entienden así.
Una pulmonía doble está acabando con su recia complexión.
José y Juan están junto a su cama.
Niños y jóvenes rezan: se resisten a perder a la mamá y se empeñan en obtener un milagro del cielo.
Ella dirige todavía a sus hijos los últimos consejos.
Juan, me voy. Todo lo mío queda en otras manos. La Virgen los ayudará. Escucha: no te preocupes por el éxito de tus obras. Sólo la gloria de Dios. Ama la pobreza en tu casa. Encomiéndame al Señor. Yo no me cansaré de pedirle por ustedes.
-Tú, José, cuida a tus hijos. Déjales ser lo que Dios quiera. Lo que importa es que ganen el pan honradamente. Sigue ayudando a Juan en cuanto puedas. La Virgen te lo premiará...
Se van cerrando sus ojos a la luz. Le cuesta respirar y hablar.
Todavía un esfuerzo:
-Dios sabe cuanto te he querido, Juan... Aún te querré más desde arriba. Me voy contenta. He hecho lo que he podido. Di a los chicos que trabajaba por ellos y que les quería con amor de madre. Que hagan una comunión por mí.
No puede más. Se ahoga.
-Adiós. La vida
es dolor. La felicidad está más allá. Retírate. Vete a rezar. Adiós...
Juan obedece. No quiere hacer sufrir a su madre.
A las tres de la mañana acude José a la habitación de su hermano. Se miran en silencio. Y se abrazan sollozando (25-11-1856).
Dos horas más tarde celebra Juan su misa en el santuario de la Virgen de la Consolación.
-Señora, ocupa su lugar. En mi casa hace falta una madre. Te entrego a mis hijos. Vela por ellos.
Cuatro años más
tarde
Cinco de agosto de 1860. la Virgen de las Nieves.
Don Bosco va a entrar en el santuario de la Consolación.
¿Es una visión, un sueño, una alucinación?
-Mamá... ¿no estás muerta?
-Sí, pero también estoy viva.
-¿Eres feliz?
-Como tú no puedes imaginar.
No cabe la menor duda. Es ella. Es su voz. Es su cara.
-¿En qué consiste tu felicidad?
-Imposible explicarlo.
-Dame al menos una idea.
La aparición se transforma. Su cara resplandece. Sus vestidos brillan.
Aletean en derredor espíritus celestiales. Abre sus labios y se oye una melodía embriagadora.
Y luego...
-Hijo, te aguardo. Tú y yo somos inseparables.
Don Bosco está a la entrada del santuario.
Su corazón late con violencia.
Le parece que va a estallar de gozo y de esperanza.
Tú y yo somos
inseparables...