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EXHORTACIÓN
APOSTÓLICA INTRODUCCIÓN Desde que fuimos elegidos a la Cátedra de
Pedro, hemos puesto constante cuidado en incrementar el culto mariano, no
sólo con el deseo de interpretar el sentir de la Iglesia y nuestro impulso
personal, sino también porque tal culto —como es sabido— encaja como parte
nobilísima en el contexto de aquel culto sagrado donde confluyen el culmen de
la sabiduría y el vértice de la religión y que por lo mismo constituye un
deber primario del pueblo de Dios (1). Pensando precisamente en este deber
primario Nos hemos favorecido y alentado la gran obra de la reforma litúrgica
promovida por el Concilio Ecuménico Vaticano II; y ocurrió, ciertamente no
sin un particular designio de la Providencia divina, que el primer documento
conciliar, aprobado y firmado "en el Espíritu Santo" por Nos junto
con los padres conciliares, fue la Constitución Sacrosanctum Concilium,
cuyo propósito era precisamente restaurar e incrementar la Liturgia y hacer
más provechosa la participación de los fieles en los sagrados misterios (2).
Desde entonces, siguiendo las directrices conciliares, muchos actos de
nuestro pontificado han tenido como finalidad el perfeccionamiento del culto
divino, como lo demuestra el hecho de haber promulgado durante estos últimos
años numerosos libros del Rito romano, restaurados según los principios y las
normas del Concilio Vaticano II. Por todo ello damos las más sentidas gracias
al Señor, Dador de todo bien, y quedamos reconocidos a las Conferencias
Episcopales y a cada uno de los obispos, que de distintas formas ha cooperado
con Nos en la preparación de dichos libros. El desarrollo, deseado por Nos, de la
devoción a la Santísima Virgen, insertada en el cauce del único culto que
"justa y merecidamente" se llama "cristiano" —porque en
Cristo tiene su origen y eficacia, en Cristo halla plena expresión y por
medio de Cristo conduce en el Espíritu al Padre—, es un elemento cualificador
de la genuina piedad de la Iglesia. En efecto, por íntima necesidad la
Iglesia refleja en la praxis cultual el plan redentor de Dios, debido a lo
cual corresponde un culto singular al puesto también singular que María ocupa
dentro de él(4); asimismo todo desarrollo auténtico del culto cristiano
redunda necesariamente en un correcto incremento de la veneración a la Madre
del Señor. Por lo demás, la historia de la piedad filial como "las diversas
formas de piedad hacia la Madre de Dios, aprobadas por la Iglesia dentro de
los límites de la doctrina sana y ortodoxa" (5), se desarrolla en
armónica subordinación al culto a Cristo y gravitan en torno a él como su
natural y necesario punto de referencia. También en nuestra época sucede así.
La reflexión de la Iglesia contemporánea sobre el misterio de Cristo y sobre
su propia naturaleza la ha llevado a encontrar, como raíz del primero y como
coronación de la segunda, la misma figura de mujer: la Virgen María, Madre
precisamente de Cristo y Madre de la Iglesia. Un mejor conocimiento de la
misión de María, se ha transformado en gozosa veneración hacia ella y en
adorante respeto hacia el sabio designio de Dios, que ha colocado en su
Familia -la Iglesia-, como en todo hogar doméstico, la figura de una Mujer,
que calladamente y en espíritu de servicio vela por ella y "protege
benignamente su camino hacia la patria, hasta que llegue el día glorioso del
Señor" (6). En nuestro tiempo, los caminos producidos
en las usanzas sociales, en la sensibilidad de los pueblos, en los modos de
expresión de la literatura y del arte, en las formas de comunicación social
han influido también sobre las manifestaciones del sentimiento religioso.
Ciertas prácticas cultuales, que en un tiempo no lejano parecían apropiadas
para expresar el sentimiento religioso de los individuos y de las comunidades
cristianas, parecen hoy insuficientes o inadecuadas porque están vinculadas a
esquemas socioculturales del pasado, mientras en distintas partes se van
buscando nuevas formas expresivas de la inmutable relación de la criatura con
su Creador, de los hijos con su Padre. Esto puede producir en algunos una
momentánea desorientación; pero todo aquel que con la confianza puesta en
Dios reflexione sobre estos fenómenos, descubrirá que muchas tendencias de la
piedad contemporánea —por ejemplo, la interiorización del sentimiento
religioso— están llamadas a contribuir al desarrollo de la piedad cristiana
en general y de la piedad a la Virgen en particular. Así nuestra época,
escuchando fielmente la tradición y considerando atentamente los progresos de
la teología y de las ciencias, contribuirá a la alabanza de Aquella que,
según sus proféticas palabras, llamarán bienaventurada todas las generaciones
(cf. Lc 1,48). Juzgamos, por tanto, conforme a nuestro
servicio apostólico tratar, como en un diálogo con vosotros, venerables
hermanos, algunos temas referentes al puesto que ocupa la Santísima Virgen en
el culto de la Iglesia, ya tocados en parte por el Concilio Vaticano II (7) y
por Nos mismo (8), pero sobre los que no será inútil volver para disipar
dudas y, sobre todo, para favorecer el desarrollo de aquella devoción a la
Virgen que en la Iglesia ahonda sus motivaciones en la Palabra de Dios y se
practica en el Espíritu de Cristo. Quisiéramos, pues, detenernos ahora en
algunas cuestiones sobre la relación entre la sagrada Liturgia y el culto a
la Virgen (I); ofrecer consideraciones y directrices aptas a favorecer su
legítimo desarrollo (II); sugerir, finalmente, algunas reflexiones para una
reanudación vigorosa y más consciente del rezo del Santo Rosario, cuya
práctica ha sido tan recomendada por nuestros Predecesores y ha obtenido
tanta difusión entre el pueblo cristiano (III). . PARTE
I 1. Al disponernos a tratar del puesto que
ocupa la Santísima Virgen en el culto cristiano, debemos dirigir previamente
nuestra atención a la sagrada Liturgia; ella, en efecto, además de un rico
contenido doctrinal, posee una incomparable eficacia pastoral y un reconocido
valor de ejemplo para las otras formas de culto. Hubiéramos querido tomar en
consideración las distintas Liturgias de Oriente y Occidente; pero, teniendo
en cuenta la finalidad de este documento, nos fijaremos casi exclusivamente
en los libros de Rito romano: en efecto, sólo éste ha sido objeto, según las
normas prácticas impartidas por el Concilio Vaticano II (9), de una profunda
renovación, aún en lo que atañe a las expresiones de la veneración a María y
que requiere, por ello, ser considerado y valorado atentamente. 3. Así, durante el tiempo de Adviento la
Liturgia recuerda frecuentemente a la Santísima Virgen —aparte la solemnidad
del día 8 de diciembre, en que se celebran conjuntamente la Inmaculada
Concepción de María, la preparación radical (cf. Is 11, 1.10) a la
venida del Salvador y el feliz exordio de la Iglesia sin mancha ni arruga
(11)—, sobre todos los días feriales del 17 al 24 de diciembre y, más
concretamente, el domingo anterior a la Navidad, en que hace resonar antiguas
voces proféticas sobre la Virgen Madre y el Mesías (12), y se leen episodios
evangélicos relativos al nacimiento inminente de Cristo y del Precursor (13). 4. De este modo, los fieles que viven con
la Liturgia el espíritu del Adviento, al considerar el inefable amor con que
la Virgen Madre esperó al Hijo (14), se sentirán animados a tomarla como
modelos y a prepararse, "vigilantes en la oración y... jubilosos en la
alabanza" (15), para salir al encuentro del Salvador que viene.
Queremos, además, observar cómo en la Liturgia de Adviento, uniendo la espera
mesiánica y la espera del glorioso retorno de Cristo al admirable recuerdo de
la Madre, presenta un feliz equilibrio cultual, que puede ser tomado como
norma para impedir toda tendencia a separar, como ha ocurrido a veces en
algunas formas de piedad popular el culto a la Virgen de su necesario punto
de referencia: Cristo. Resulta así que este periodo, como han observado los
especialistas en liturgia, debe ser considerado como un tiempo
particularmente apto para el culto de la Madre del Señor: orientación que
confirmamos y deseamos ver acogida y seguida en todas partes. 5. El tiempo de Navidad constituye una
prolongada memoria de la maternidad divina, virginal, salvífica de Aquella
"cuya virginidad intacta dio a este mundo un Salvador" (16):
efectivamente, en la solemnidad de la Natividad del Señor, la Iglesia, al
adorar al divino Salvador, venera a su Madre gloriosa: en la Epifanía del
Señor, al celebrar la llamada universal a la salvación, contempla a la
Virgen, verdadera Sede de la Sabiduría y verdadera Madre del Rey, que ofrece
a la adoración de los Magos el Redentor de todas las gentes (cf. Mt 2,
11); y en la fiesta de la Sagrada Familia (domingo dentro de la octava de
Navidad), escudriña venerante la vida santa que llevan la casa de Nazaret
Jesús, Hijo de Dios e Hijo del Hombre, María, su Madre, y José, el hombre
justo (cf. Mt 1,19). En la nueva ordenación del periodo
natalicio, Nos parece que la atención común se debe dirigir a la renovada
solemnidad de la Maternidad de María; ésta, fijada en el día primero de
enero, según la antigua sugerencia de la Liturgia de Roma, está destinada a
celebrar la parte que tuvo María en el misterio de la salvación y a exaltar
la singular dignidad de que goza la Madre Santa, por la cual merecimos
recibir al Autor de la vida (17); y es así mismo, ocasión propicia para
renovar la adoración al recién nacido Príncipe de la paz, para escuchar de
nuevo el jubiloso anuncio angélico (cf. Lc 2, 14), para implorar de
Dios, por mediación de la Reina de la paz, el don supremo de la paz. Por eso,
en la feliz coincidencia de la octava de Navidad con el principio del nuevo
año hemos instituido la "Jornada mundial de la Paz", que goza de
creciente adhesión y que está haciendo madurar frutos de paz en el corazón de
tantos hombres. 6. A las dos solemnidades ya mencionadas
—la Inmaculada Concepción y la Maternidad divina— se deben añadir las
antiguas y venerables celebraciones del 25 de marzo y del 15 de agosto. Para la solemnidad de la Encarnación del
Verbo, en el Calendario Romano, con decisión motivada, se ha restablecido la
antigua denominación —Anunciación del Señor—, pero la celebración era y es
una fiesta conjunta de Cristo y de la Virgen: el Verbo que se hace "hijo
de María" (Mc 6, 3), de la Virgen que se convierte en Madre de
Dios. Con relación a Cristo, el Oriente y el Occidente, en las inagotables
riquezas de sus Liturgias, celebran dicha solemnidad como memoria del
"fiat" salvador del Verbo encarnado, que entrando en el mundo dijo:
"He aquí que vengo (...) para cumplir, oh Dios, tu voluntad" (cf. Hb
10, 7; Sal 39, 8-9); como conmemoración del principio de la redención
y de la indisoluble y esponsal unión de la naturaleza divina con la humana en
la única persona del Verbo. Por otra parte, con relación a María, como fiesta
de la nueva Eva, virgen fiel y obediente, que con su "fiat"
generoso (cf. Lc 1, 38) se convirtió, por obra del Espíritu, en Madre
de Dios y también en verdadera Madre de los vivientes, y se convirtió
también, al acoger en su seno al único Mediador (cf. 1Tim 2, 5), en
verdadera Arca de la Alianza y verdadero Templo de Dios; como memoria de un
momento culminante del diálogo de salvación entre Dios y el hombre, y
conmemoración del libre consentimiento de la Virgen y de su concurso al plan
de la redención. La solemnidad del 15 de agosto celebra la
gloriosa Asunción de María al cielo: fiesta de su destino de plenitud y de
bienaventuranza, de la glorificación de su alma inmaculada y de su cuerpo
virginal, de su perfecta configuración con Cristo resucitado; una fiesta que
propone a la Iglesia y ala humanidad la imagen y la consoladora prenda del
cumplimiento de la esperanza final; pues dicha glorificación plena es el
destino de aquellos que Cristo ha hechos hermanos teniendo "en común con
ellos la carne y la sangre" (Hb 2, 14; cf. Gal 4, 4). La
solemnidad de la Asunción se prolonga jubilosamente en la celebración de la
fiesta de la Realeza de María, que tiene lugar ocho días después y en la que
se contempla a Aquella que, sentada junto al Rey de los siglos, resplandece
como Reina e intercede como Madre (18). Cuatro solemnidades, pues, que
puntualizan con el máximo grado litúrgico las principales verdades dogmáticas
que se refieren a la humilde Sierva del Señor. 7. Después de estas solemnidades se han de
considerar, sobre todo, las celebraciones que conmemoran acontecimientos
salvíficos, en los que la Virgen estuvo estrechamente vinculada al Hijo, como
las fiestas de la Natividad de María (8 setiembre), "esperanza de todo
el mundo y aurora de la salvación" (19); de la Visitación (31 mayo), en
la que la Liturgia recuerda a la "Santísima Virgen... que lleva en su
seno al Hijo" (20), que se acerca a Isabel para ofrecerle la ayuda de su
caridad y proclamar la misericordia de Dios Salvador (21); o también la
memoria de la Virgen Dolorosa (15 setiembre), ocasión propicia para revivir
un momento decisivo de la historia de la salvación y para venerar junto con
el Hijo "exaltado en la Cruz a la Madre que comparte su dolor"
(22). También la fiesta del 2 de febrero, a la
que se ha restituido la denominación de la Presentación del Señor, debe ser considerada
para poder asimilar plenamente su amplísimo contenido, como memoria conjunta
del Hijo y de la Madre, es decir, celebración de un misterio de la salvación
realizado por Cristo, al cual la Virgen estuvo íntimamente unida como Madre
del Siervo doliente de Yahvé, como ejecutora de una misión referida al
antiguo Israel y como modelo del nuevo Pueblo de Dios, constantemente probado
en la fe y en la esperanza del sufrimiento y por la persecución (cf. Lc
2, 21-35). 8. Por más que el Calendario Romano restaurado
pone de relieve sobre todo las celebraciones mencionadas más arriba, incluye
no obstante otro tipo de memorias o fiestas vinculadas a motivo de culto
local, pero que han adquirido un interés más amplio (11 febrero: la Virgen de
Lourdes; 5 agosto: la dedicación de la Basílica de Santa María); a otras
celebradas originariamente en determinadas familias religiosas, pero que hoy,
por la difusión alcanzada, pueden considerarse verdaderamente eclesiales (16
julio: la Virgen del Carmen; 7 octubre: la Virgen del Rosario); y algunas más
que, prescindiendo del aspecto apócrifo, proponen contenidos de alto valor
ejemplar, continuando venerables tradiciones, enraizadas sobre todo en
Oriente (21 noviembre: la Presentación de la Virgen María); o manifiestan orientaciones
que brotan de la piedad contemporánea (sábado del segundo domingo después de
Pentecostés: el Inmaculado Corazón de María). 9. Ni debe olvidarse que el Calendario
Romano General no registra todas las celebraciones de contenido mariano: pues
corresponde a los Calendarios particulares recoger, con fidelidad a las
normas litúrgicas pero también con adhesión de corazón, las fiestas marianas
propias de las distintas Iglesias locales. Y nos falta mencionar la
posibilidad de una frecuente conmemoración litúrgica mariana con el recurso a
la Memoria de Santa María "in Sabbato": memoria antigua y discreta,
que la flexibilidad del actual Calendario y la multiplicidad de los
formularios del Misal hacen extraordinariamente fácil y variada. 10. En esta Exhortación Apostólica no
intentamos considerar todo el contenido del nuevo Misal Romano, sino que, en
orden a la obra de valoración que nos hemos prefijado realizar en relación a
los libros restaurados del Rito Romano (23), deseamos poner de relieve
algunos aspectos y temas. Y queremos, sobre todo, destacar cómo las preces
eucarísticas del Misal, en admirable convergencia con las liturgias
orientales (24), contienen una significativa memoria de la Santísima Virgen.
Así lo hace el antiguo Canon Romano, que conmemora la Madre del Señor en
densos términos de doctrina y de inspiración cultual: "En comunión con
toda la Iglesia, veneramos la memoria, ante todo, de la glorioso siempre
Virgen María, Madre de Jesucristo, nuestro Dios y Señor"; así también el
reciente Canon III, que expresa con intenso anhelo el deseo de los orantes de
compartir con la Madre la herencia de hijos: "Qué Él nos transforme en
ofrenda permanente, para que gocemos de tu heredad junto con tus elegidos:
con María, la Virgen". Dicha memoria cotidiana por su colocación en el
centro del Santo Sacrificio debe ser tenida como una forma particularmente
expresiva del culto que la Iglesia rinde a la "Bendita del
Altísimo" (cf. Lc 1,28). 11. Recorriendo después los textos del
Misal restaurado, vemos cómo los grandes temas marianos de la eucología
romana —el tema de la Inmaculada Concepción y de la plenitud de gracia, de la
Maternidad divina, de la integérrima y fecunda virginidad, del "templo
del Espíritu Santo", de la cooperación a la obra del Hijo, de la santidad
ejemplar, de la intercesión misericordiosa, de la Asunción al cielo, de la
realeza maternal y algunos más— han sido recogidos en perfecta continuidad
con el pasado, y cómo otros temas, nuevos en un cierto sentido, han sido
introducidos en perfecta adherencia con el desarrollo teológico de nuestro
tiempo. Así, por ejemplo, el tema María-Iglesia ha sido introducido en los
textos del Misal con variedad de aspectos como variadas y múltiples son las
relaciones que median entre la Madre de Cristo y la Iglesia. En efecto,
dichos textos, en la Concepción sin mancha de la Virgen, reconocen el exordio
de la Iglesia, Esposa sin mancilla de Cristo (25); en la Asunción reconocen
el principio ya cumplida y la imagen de aquello que para toda la Iglesia,
debe todavía cumplirse (26); en el misterio de la Maternidad la proclaman
Madre de la Cabeza y de los miembros: Santa Madre de Dios, pues, y próvida
Madre de la Iglesia (27). Finalmente, cuando la Liturgia dirige su
mirada a la Iglesia primitiva y a la contemporánea, encuentra puntualmente a
María: allí, como presencia orante junto a los Apóstoles (28); aquí como
presencia operante junto a la cual la Iglesia quiere vivir el misterio de
Cristo: "... haz que tu santa Iglesia, asociada con ella (María) a la
pasión de Cristo, partícipe en la gloria de la resurrección" (29); y
como voz de alabanza junto a la cual quiere glorificar a Dios: "...para
engrandecer con ella (María) tu santo nombre" (30), y, puesto que la
Liturgia es culto que requiere una conducta coherente de vida, ella pide
traducir el culto a la Virgen en un concreto y sufrido amor por la Iglesia,
como propone admirablemente la oración de después de la comunión del 15 de
setiembre: "...para que recordando a la Santísima Virgen Dolorosa,
completemos en nosotros, por el bien de la santa Iglesia, lo que falta a la
pasión de Cristo". 12. El Leccionario de la Misa es uno de
los libros del Rito Romano que se ha beneficiado más que los textos
incluidos, sea por su valor intrínseco: se trata, en efecto, de textos que
contienen la palabra de Dios, siempre viva y eficaz (cf. Heb 4,12).
Esta abundantísima selección de textos bíblicos ha permitido exponer en un
ordenado ciclo trienal toda la historia de la salvación y proponer con mayor
plenitud el misterio de Cristo. Como lógica consecuencia ha resultado que el
Leccionario contiene un número mayor de lecturas vetero y neotestamentarias
relativas a la bienaventurada Virgen, aumento numérico no carente, sin
embargo, de una crítica serena, porque han sido recogidas únicamente aquellas
lecturas que, o por la evidencia de su contenido o por las indicaciones de
una atenta exégesis, avalada por las enseñanzas del Magisterio o por una
sólida tradición, puedan considerarse, aunque de manera y en grado diversos,
de carácter mariano. Además conviene observar que estas lecturas no están
exclusivamente limitadas a las fiestas de la Virgen, sino que son proclamadas
en otras muchas ocasiones: en algunos domingos del año litúrgico (31), en la
celebración de ritos que tocan profundamente la vida sacramental del
cristiano y sus elecciones (32), así como en circunstancias alegres o tristes
de su existencia (33). 13. También el restaurado libro de La
Liturgia de las Horas, contiene preclaros testimonios de piedad hacia la
Madre del Señor: en las composiciones hímnicas, entre las que no faltan
algunas obras de arte de la literatura universal, como la sublime oración de
Dante a la Virgen (34); en las antífonas que cierran el Oficio divino de cada
día, imploraciones líricas, a las que se ha añadido el célebre tropario
"Sub tuum praesidium", venerable por su antigüedad y admirable por
su contenido; en las intercesiones de Laudes y Vísperas, en las que no es
infrecuente el confiado recurso a la Madre de Misericordia; en la vastísima
selección de páginas marianas debidas a autores de los primeros siglos del
cristianismo, de la edad media y de la edad moderna. 14. Si en el Misal, en el Leccionario y en
la Liturgia de las Horas, quicios de la oración litúrgica romana, retorna con
ritmo frecuente la memoria de la Virgen, tampoco en los otros libros
litúrgicos restaurados faltan expresiones de amor y de suplicante veneración
hacia la "Theotocos": así la Iglesia la invoca como Madre de la
gracia antes de la inmersión de los candidatos en las aguas regeneradoras del
bautismo (35); implora su intercesión sobre las madres que, agradecidas por
el don de la maternidad, se presentan gozosas en el templo (36); la ofrece
como ejemplo a sus miembros que abrazan el surgimiento de Cristo en la vida
religiosa (37) o reciben la consagración virginal (38), y pide para ellos su
maternal ayuda (39); a Ella dirige súplica insistentes en favor de los hijos
que han llegado a la hora del tránsito (40); pide su intercesión para aquello
que, cerrados sus ojos a la luz temporal se han presentado delante de Cristo,
Luz eterna (41); e invoca, por su intercesión, el consuelo para aquellos que,
inmersos en el dolor, lloran con fe separación de sus seres queridos (42). 15. El examen realizado sobre los libros
litúrgicos restaurados lleva, pues, a una confortadora constatación: la
instauración postconciliar, como estaba ya en el espíritu del Movimiento
Litúrgico, ha considerado como adecuada perspectiva a la Virgen en el
misterio de Cristo y, en armonía con la tradición, le ha reconocido el puesto
singular que le corresponde dentro del culto cristiano, como Madre Santa de
Dios, íntimamente asociada al Redentor. No podía ser otra manera. En efecto,
recorriendo la historia del culto cristiano se nota que en Oriente como en
Occidente las más altas y las más límpidas expresiones de la piedad hacia la
bienaventurada Virgen ha florecido en el ámbito de la Liturgia o han sido
incorporadas a ella. Deseamos subrayarlo: el culto que la
Iglesia universal rinde hoy a la Santísima Virgen es una derivación, una prolongación
y un incremento incesante del culto que la Iglesia de todos los tiempos le
han tributado con escrupuloso estudio de la verdad y como siempre prudente
nobleza de formas. De la tradición perenne, viva por la presencia
ininterrumpida del Espíritu y por la escucha continuada de la Palabra, la
Iglesia de nuestro tiempo saca motivaciones, argumentos y estímulo para el
culto que rinde a la bienaventurada Virgen. Y de esta viva tradición es
expresión altísima y prueba fehaciente la liturgia, que recibe del Magisterio
garantía y fuerza. Sección segunda 17. María es la "Virgen oyente",
que acoge con fe la palabra de Dios: fe, que para ella fue premisa y camino
hacia la Maternidad divina, porque, como intuyó S. Agustín: "la
bienaventurada Virgen María concibió creyendo al (Jesús) que dio a luz
creyendo" (45); en efecto, cuando recibió del Ángel la respuesta a su
duda (cf. Lc 1,34-37) "Ella, llena de fe, y concibiendo a Cristo
en su mente antes que en su seno", dijo: "he aquí la esclava del
Señor, hágase en mí según tu palabra" (Lc 1,38) (46); fe, que fue
para ella causa de bienaventuranza y seguridad en el cumplimiento de la
palabra del Señor" (Lc 1, 45): fe, con la que Ella, protagonista
y testigo singular de la Encarnación, volvía sobre los acontecimientos de la
infancia de Cristo, confrontándolos entre sí en lo hondo de su corazón (Cf. Lc
2, 19. 51). Esto mismo hace la Iglesia, la cual, sobre todo en la sagrada
Liturgia, escucha con fe, acoge, proclama, venera la palabra de Dios, la
distribuye a los fieles como pan de vida (47) y escudriña a su luz los signos
de los tiempos, interpreta y vive los acontecimientos de la historia. 18. María es, asimismo, la "Virgen
orante". Así aparece Ella en la visita a la Madre del Precursor, donde
abre su espíritu en expresiones de glorificación a Dios, de humildad, de fe,
de esperanza: tal es el "Magnificat"(cf. Lc 1, 46-55), la
oración por excelencia de María, el canto de los tiempos mesiánicos, en el
que confluyen la exultación del antiguo y del nuevo Israel, porque —como
parece sugerir S. Ireneo— en el cántico de María fluyó el regocijo de Abrahán
que presentía al Mesías (cf. Jn 8, 56) (48) y resonó, anticipada
proféticamente, la voz de la Iglesia: "Saltando de gozo, María proclama
proféticamente el nombre de la Iglesia: "Mi alma engrandece al
Señor..." " (49). En efecto, el cántico de la Virgen, al
difundirse, se ha convertido en oración de toda la Iglesia en todos los
tiempos. "Virgen orante" aparece María en
Caná, donde, manifestando al Hijo con delicada súplica una necesidad
temporal, obtiene además un efecto de la gracia: que Jesús, realizando el
primero de sus "signos", confirme a sus discípulos en la fe en El
(cf. Jn 2, 1-12). También el último trazo biográfico de
María nos la describe en oración: los Apóstoles "perseveraban unánimes
en la oración, juntamente con las mujeres y con María, Madre de Jesús, y con
sus hermanos"(Act 1, 14): presencia orante de María en la Iglesia
naciente y en la Iglesia de todo tiempo, porque Ella, asunta al cielo, no ha
abandonado su misión de intercesión y salvación (50). "Virgen
orante" es también la Iglesia, que cada día presenta al Padre las
necesidades de sus hijos, "alaba incesantemente al Señor e intercede por
la salvación del mundo" (51). 19. María es también la
"Virgen-Madre", es decir, aquella que "por su fe y obediencia
engendró en la tierra al mismo Hijo del Padre, sin contacto con hombre, sino
cubierta por la sombra del Espíritu Santo" (52): prodigiosa maternidad
constituida por Dios como "tipo" y "ejemplar" de la
fecundidad de la Virgen-Iglesia, la cual "se convierte ella misma en
Madre, porque con la predicación y el bautismo engendra a una vida nueva e
inmortal a los hijos, concebidos por obra del Espíritu Santo, y nacidos de
Dios" (53). Justamente los antiguos Padres enseñaron que la Iglesia
prolonga en el sacramento del Bautismo la Maternidad virginal de María. Entre
sus testimonios nos complacemos en recordar el de nuestro eximio Predecesor
San León Magno, quien en una homilía natalicia afirma: "El origen que
(Cristo) tomó en el seno de la Virgen, lo ha puesto en la fuente bautismal:
ha dado al agua lo que dio a la Madre; en efecto, la virtud del Altísimo y la
sombra del Espíritu Santo (cf. Lc 1, 35), que hizo que María diese a
luz al Salvador, hace también que el agua regenere al creyente" (54).
Queriendo beber (cf. Lev 12,6-8), un misterio de salvación relativo en
las fuentes litúrgicas, podríamos citar la Illatio de la liturgia hispánica:
"Ella (María) llevó la Vida en su seno, ésta (la Iglesia) en el
bautismo. En los miembros de aquélla se plasmó Cristo, en las aguas
bautismales el regenerado se reviste de Cristo" (55). 20. Finalmente, María es la "Virgen
oferente". En el episodio de la Presentación de Jesús en el Templo (cf. Lc
2, 22-35), la Iglesia, guiada por el Espíritu, ha vislumbrado, más allá del
cumplimiento de las leyes relativas a la oblación del primogénito (cf. Ex
13, 11-16) y de la purificación de la madre (cf. Lev 12, 6-8), un
misterio de salvación relativo a la historia salvífica: esto es, ha notado la
continuidad de la oferta fundamental que el Verbo encarnado hizo al Padre al
entrar en el mundo (cf. Heb 10, 5-7); ha visto proclamado la
universalidad de la salvación, porque Simeón, saludando en el Niño la luz que
ilumina las gentes y la gloria de Israel (cf. Lc 2, 32), reconocía en
El al Mesías, al Salvador de todos; ha comprendido la referencia profética a
la pasión de Cristo: que las palabras de Simeón, las cuales unían en un solo
vaticinio al Hijo, "signo de contradicción", (Lc 2, 34), y a
la Madre, a quien la espada habría de traspasar el alma (cf. Lc 2,
35), se cumplieron sobre el calvario. Misterio de salvación, pues, que el
episodio de la Presentación en el Templo orienta en sus varios aspectos hacia
el acontecimiento salvífico de la cruz. Pero la misma Iglesia, sobre todo a
partir de los siglos de la Edad Media, ha percibido en el corazón de la
Virgen que lleva al Niño a Jerusalén para presentarlo al Señor (cf. Lc
2, 22), una voluntad de oblación que trascendía el significado ordinario del
rito. De dicha intuición encontramos un testimonio en el afectuoso apóstrofe
de S. Bernardo: "Ofrece tu Hijo, Virgen sagrada, y presenta al Señor el
fruto bendito de tu vientre. Ofrece por la reconciliación de todos nosotros
la víctima santa, agradable a Dios" (56). Esta unión de la Madre con el Hijo en la
obra de la redención (57) alcanza su culminación en el calvario, donde Cristo
"a si mismo se ofreció inmaculado a Dios" (Heb 9, 14) y
donde María estuvo junto a la cruz (cf. Jn 19, 15) "sufriendo
profundamente con su Unigénito y asociándose con ánimo materno a su
sacrificio, adhiriéndose con ánimo materno a su sacrificio, adhiriéndose
amorosamente a la inmolación de la Víctima por Ella engendrada" (58) y
ofreciéndola Ella misma al Padre Eterno (59). Para perpetuar en los siglos el
Sacrificio de la Cruz, el Salvador instituyó el Sacrificio Eucarístico,
memorial de su muerte y resurrección, y lo confió a la Iglesia su Esposa
(60), la cual, sobre todo el domingo, convoca a los fieles para celebrar la
Pascua del Señor hasta que El venga (61): lo que cumple la Iglesia en
comunión con los Santos del cielo y, en primer lugar, con la bienaventurada
Virgen (62), de la que imita la caridad ardiente y la fe inquebrantable. 21. Ejemplo para toda la Iglesia en el
ejercicio del culto divino, María es también, evidentemente, maestra de vida
espiritual para cada uno de los cristianos. Bien pronto los fieles comenzaron
a fijarse en María para, como Ella, hacer de la propia vida un culto a Dios,
y de su culto un compromiso de vida. Ya en el siglo IV, S. Ambrosio, hablando
a los fieles, hacía votos para que en cada uno de ellos estuviese el alma de
María para glorificar a Dios: "Que el alma de María está en cada uno
para alabar al Señor; que su espíritu está en cada uno para que se alegre en
Dios" (63). Pero María es, sobre todo, modelo de aquel culto que
consiste en hacer de la propia vida una ofrenda a Dios: doctrina antigua,
perenne, que cada uno puede volver a escuchar poniendo atención en la
enseñanza de la Iglesia, pero también con el oído atento a la voz de la
Virgen cuando Ella, anticipando en sí misma la estupenda petición de la
oración dominical "Hágase tu voluntad" (Mt 6, 10), respondió
al mensajero de Dios: "He aquí la esclava del Señor, hágase en mí según
tu palabra" (Lc 1, 38). Y el "sí" de María es para
todos los cristianos una lección y un ejemplo para convertir la obediencia a
la voluntad del Padre, en camino y en medio de santificación propia. 22. Por otra parte, es importante observar
cómo traduce la Iglesia las múltiples relaciones que la unen a María en
distintas y eficaces actitudes cultuales: en veneración profunda, cuando
reflexiona sobre la singular dignidad de la Virgen, convertida, por obra del
Espíritu Santo, en Madre del Verbo Encarnado; en amor ardiente, cuando
considera la Maternidad espiritual de María para con todos los miembros del
Cuerpo místico; en confiada invocación, cuando experimenta la intercesión de
su Abogada y Auxiliadora (64); en servicio de amor, cuando descubre en la
humilde sierva del Señor a la Reina de misericordia y a la Madre de la gracia;
en operosa imitación, cuando contempla la santidad y las virtudes de la
"llena de gracia" (Lc 1, 28); en conmovido estupor, cuando
contempla en Ella, "como en una imagen purísima, todo lo que ella desea
y espera ser" (65); en atento estudio, cuando reconoce en la Cooperadora
del Redentor, ya plenamente partícipe de los frutos del Misterio Pascual, el
cumplimiento profético de su mismo futuro, hasta el día en que, purificada de
toda arruga y toda mancha (cf. Ef 5, 27), se convertirá en una esposa
ataviada para el Esposo Jesucristo (cf. Ap 21, 2). 23. Considerando, pues, venerable
hermanos, la veneración que la tradición litúrgica de la Iglesia universal y
el renovado Rito romano manifiestan hacia la santa Madre de Dios; recordando
que la Liturgia, por su preeminente valor cultual, constituye una norma de
oro para la piedad cristiana; observando, finalmente, cómo la Iglesia, cuando
celebra los sagrados misterios, adopta una actitud de fe y de amor semejantes
a los de la Virgen, comprendemos cuán justa es la exhortación del Concilio
Vaticano II a todos los hijos de la Iglesia "para que promuevan
generosamente el culto, especialmente litúrgico, a la bienaventurada
Virgen" (66); exhortación que desearíamos ver acogida sin reservas en
todas partes y puesta en práctica celosamente. PARTE
II
Sección primera 25. Ante todo, es sumamente conveniente
que los ejercicios de piedad a la Virgen María expresen claramente la nota
trinitaria y cristológica que les es intrínseca y esencial. En efecto, el
culto cristiano es por su naturaleza culto al Padre, al Hijo y al Espíritu
Santo o, como se dice en la Liturgia, al Padre por Cristo en el Espíritu. En
esta perspectiva se extiende legítimamente, aunque de modo esencialmente
diverso, en primer lugar y de modo singular a la Madre del Señor y después a
los Santos, en quienes, la Iglesia proclama el Misterio Pascual, porque ellos
han sufrido con Cristo y con El han sido glorificados (68). En la Virgen
María todo es referido a Cristo y todo depende de El: en vistas a El, Dios
Padre la eligió desde toda la eternidad como Madre toda santa y la adornó con
dones del Espíritu Santo que no fueron concedidos a ningún otro. Ciertamente,
la genuina piedad cristiana no ha dejado nunca de poner de relieve el vínculo
indisoluble y la esencial referencia de la Virgen al Salvador Divino (69).
Sin embargo, nos parece particularmente conforme con las tendencias
espirituales de nuestra época, dominada y absorbida por la "cuestión de
Cristo" (70), que en las expresiones de culto a la Virgen se ponga en
particular relieve el aspecto cristológico y se haga de manera que éstas
reflejen el plan de Dios, el cual preestableció "con un único y mismo
decreto el origen de María y la encarnación de la divina Sabiduría"
(71). Esto contribuirá indudablemente a hacer más sólida la piedad hacia la
Madre de Jesús y a que esa misma piedad sea un instrumento eficaz para llegar
al "pleno conocimiento del Hijo de Dios, hasta alcanzar la medida de la
plenitud de Cristo" (Ef 4,13); por otra parte, contribuirá a
incrementar el culto debido a Cristo mismo porque, según el perenne sentir de
la Iglesia, confirmado de manera autorizada en nuestros días (72), "se
atribuye al Señor, lo que se ofrece como servicio a la Esclava; de este modo
redunda en favor del Hijo lo que es debido a la Madre; y así recae igualmente
sobre el Rey el honor rendido como humilde tributo a la Reina" (73). 26. A esta alusión sobre la orientación
cristológica del culto a la Virgen, nos parece útil añadir una llamada a la
oportunidad de que se dé adecuado relieve a uno de los contenidos esenciales
de la fe: la Persona y la obra del Espíritu Santo. La reflexión teológica y
la Liturgia han subrayado, en efecto, cómo la intervención santificadora del
Espíritu en la Virgen de Nazaret ha sido un momento culminante de su acción
en la historia de la salvación. Así, por ejemplo, algunos Santos Padres y
Escritores eclesiásticos atribuyeron a la acción del Espíritu la santidad
original de María, "como plasmada y convertida en nueva criatura"
por El (74); reflexionando sobre los textos evangélicos —"el Espíritu
Santo descenderá sobre ti y el poder del Altísimo te cubrirá con su sombra"
(Lc 1,35) y "María... se halló en cinta por obra del Espíritu
Santo; (...) es obra del Espíritu Santo lo que en Ella se ha engendrado"
(Mt 1,18.20)—, descubrieron en la intervención del Espíritu Santo una
acción que consagró e hizo fecunda la virginidad de María (75) y la
transformó en Aula del Rey (76), Templo o Tabernáculo del Señor (77), Arca de
la Alianza o de la Santificación (78); títulos todos ellos ricos de
resonancias bíblicas; profundizando más en el misterio de la Encarnación,
vieron en la misteriosa relación Espíritu-María un aspecto esponsalicio,
descrito poéticamente por Prudencio: "la Virgen núbil se desposa con el
Espíritu (79), y la llamaron sagrario del Espíritu Santo (80), expresión que
subraya el carácter sagrado de la Virgen convertida en mansión estable del
Espíritu de Dios; adentrándose en la doctrina sobre el Paráclito, vieron que
de El brotó, como de un manantial, la plenitud de la gracia (cf. Lc
1,28) y la abundancia de dones que la adornaban: de ahí que atribuyeron al
Espíritu la fe, la esperanza y la caridad que animaron el corazón de la
Virgen, la fuerza que sostuvo su adhesión a la voluntad de Dios, el vigor que
la sostuvo durante su "compasión" a los pies de la cruz (81);
señalaron en el canto profético de María (Lc 1, 46-55) un particular
influjo de aquel Espíritu que había hablado por boca de los profetas (82);
finalmente, considerando la presencia de la Madre de Jesús en el cenáculo,
donde el Espíritu descendió sobre la naciente Iglesia (cf. Act
1,12-14; 2,1-4), enriquecieron con nuevos datos el antiguo tema María-Iglesia
(83); y, sobre todo, recurrieron a la intercesión de la Virgen para obtener
del Espíritu la capacidad de engendrar a Cristo en su propia alma, como
atestigua S. Ildefonso en una oración, sorprendente por su doctrina y por su
vigor suplicante: "Te pido, te pido, oh Virgen Santa, obtener a Jesús
por mediación del mismo Espíritu, por el que tú has engendrado a Jesús.
Reciba mi alma a Jesús por obra del Espíritu, por el cual tu carne a
concebido al mismo Jesús (...). Que yo ame a Jesús en el mismo Espíritu, en
el cual tú lo adoras como Señor y lo contemplas como Hijo" (84). 27. Se afirma con frecuencia que muchos
textos de la piedad moderna no reflejan suficientemente toda la doctrina acerca
del Espíritu Santo. Son los estudios quienes tienen que verificar esta
afirmación y medir su alcance; a Nos corresponde exhortar a todos, en
especial a los pastores y a los teólogos, a profundizar en la reflexión sobre
la acción del Espíritu Santo en la historia de la salvación y lograr que los
textos de la piedad cristiana pongan debidamente en claro su acción
vivificadora; de tal reflexión aparecerá, en particular, la misteriosa
relación existente entre el Espíritu de Dios y la Virgen de Nazaret, así como
su acción sobre la Iglesia; de este modo, el contenido de la fe más
profundamente medido dará lugar a una piedad más intensamente vivida. 28. Es necesario además que los ejercicios
de piedad, mediante los cuales los fieles expresan su veneración a la Madre
del Señor, pongan más claramente de manifiesto el puesto que ella ocupa en la
Iglesia: "el más alto y más próximo a nosotros después de Cristo"
(85); un puesto que en los edificios de culto del Rito bizantino tienen su
expresión plástica en la misma disposición de las partes arquitectónicas y de
los elementos iconográficos —en la puerta central de la iconostasis está
figurada la Anunciación de María en el ábside de la representación de la
"Theotocos" gloriosa— con el fin de que aparezca manifiesto cómo a
partir del "fiat" de la humilde Esclava del Señor, la humanidad
comienza su retorno a Dios y cómo en la gloria de la "Toda Hermosa"
descubre la meta de su camino. El simbolismo mediante el cual el edificio de
la Iglesia expresa el puesto de María en el misterio de la Iglesia contiene
una indicación fecunda y constituye un auspicio para que en todas partes las
distintas formas de venerar a la bienaventurada Virgen María se abran a
perspectivas eclesiales. En efecto, el recurso a los conceptos
fundamentales expuestos por el Concilio Vaticano II sobre la naturaleza de la
Iglesia, Familia de Dios, Pueblo de Dios, Reino de Dios, Cuerpo místico de
Cristo (86), permitirá a los fieles reconocer con mayor facilidad la misión
de María en el misterio de la Iglesia y el puesto eminente que ocupa en la
Comunión de los Santos; sentir más intensamente los lazos fraternos que unen
a todos los fieles porque son hijos de la Virgen, "a cuya generación y
educación ella colabora con materno amor" (87), e hijos también del la
Iglesia, ya que nacemos de su parto, nos alimentamos con leche suya y somos
vivificados por su Espíritu" (88), y porque ambas concurren a engendrar
el Cuerpo místico de Cristo: "Una y otra son Madre de Cristo; pero
ninguna de ellas engendra todo (el cuerpo) sin la otra" (89); percibir
finalmente de modo más evidente que la acción de la Iglesia en el mundo es
como una prolongación de la solicitud de María: en efecto, el amor operante
de María la Virgen en casa de Isabel, en Caná, sobre el Gólgota —momentos
todos ellos salvíficos de gran alcance eclesial— encuentra su continuidad en
el ansia materna de la Iglesia porque todos los hombres llegan a la verdad
(cf. 1Tim 2,4), en su solicitud para con los humildes, los pobres, los
débiles, en su empeño constante por la paz y la concordia social, en su
prodigarse para que todos los hombres participen de la salvación merecida
para ellos por la muerte de Cristo. De este modo el amor a la Iglesia se
traducirá en amor a María y viceversa; porque la una no puede subsistir sin
la otra, como observa de manera muy aguda San Cromasio de Aquileya: "Se
reunió la Iglesia en la parte alta (del cenáculo) con María, que era la Madre
de Jesús, y con los hermanos de Este. Por tanto no se puede hablar de Iglesia
si no está presente María, la Madre del Señor, con los hermanos de Este"
(90). En conclusión, reiteramos la necesidad de que la veneración a la Virgen
haga explícito su intrínseco contenido eclesiológico: esto equivaldría a
valerse de una fuerza capaz de renovar saludablemente formas y textos. Sección segunda 29. A las anteriores indicaciones, que
surgen de considerar las relaciones de la Virgen María con Dios —Padre, Hijo
y Espíritu Santo— y con la Iglesia, queremos añadir, siguiendo la línea
trazada por las enseñanzas conciliares (91), algunas orientaciones —de
carácter bíblico, litúrgico, ecuménico, antropológico— a tener en cuenta a la
hora de revisar o crear ejercicios y prácticas de piedad, con el fin de hacer
más vivo y más sentido el lazo que nos une a la Madre de Cristo y Madre
nuestro en la Comunión de los Santos. 30. La necesidad de una impronta bíblica
en toda forma de culto es sentida hoy día como un postulado general de la
piedad cristiana. El progreso de los estudios bíblicos, la creciente difusión
de la Sagrada Escritura y, sobre todo, el ejemplo de la tradición y la moción
íntima del Espíritu orientan a los cristianos de nuestro tiempo a servirse
cada vez más de la Biblia como del libro fundamental de oración y a buscar en
ella inspiración genuina y modelos insuperables. El culto a la Santísima
Virgen no puede quedar fuera de esta dirección tomada por la piedad cristiana
(92); al contrario debe inspirarse particularmente en ella para lograr nuevo
vigor y ayuda segura. La Biblia, al proponer de modo admirable el designio de
Dios para la salvación de los hombres, está toda ella impregnada del misterio
del Salvador, y contiene además, desde el Génesis hasta el Apocalipsis, referencias
indudables a Aquella que fue Madre y Asociada del Salvador. Pero no
quisiéramos que la impronta bíblica se limitase a un diligente uso de textos
y símbolos sabiamente sacados de las Sagradas Escrituras; comporta mucho más;
requiere, en efecto, que de la Biblia tomen sus términos y su inspiración las
fórmulas de oración y las composiciones destinadas al canto; y exige, sobre
todo, que el culto a la Virgen esté impregnado de los grandes temas del
mensaje cristiano, a fin de que, al mismo tiempo que los fieles veneran la
Sede de la Sabiduría sean también iluminados por la luz de la palabra divina
e inducidos a obrar según los dictados de la Sabiduría encarnada. 31. Ya hemos hablado de la veneración que
la Iglesia siente por la Madre de Dios en la celebración de la sagrada
Liturgia. Ahora, tratando de las demás formas de culto y de los criterios en
que se deben inspirar, no podemos menos de recordar la norma de la
Constitución Sacrosanctum Concilium, la cual, al recomendar vivamente
los piadosos ejercicios del pueblo cristiano, añade: "…es necesario que
tales ejercicios, teniendo en cuenta los tiempos litúrgicos, se ordenen de
manera que estén en armonía con la sagrada Liturgia; se inspiren de algún
modo en ella, y, dada su naturaleza superior, conduzcan a ella al pueblo
cristiano" (93). Norma sabia, norma clara, cuya aplicación, sin embargo,
no se presenta fácil, sobre todo en el campo del culto a la Virgen, tan
variado en sus expresiones formales: requiere, efectivamente, por parte de
los responsables de las comunidades locales, esfuerzo, tacto pastoral,
constancia; y por parte de los fieles, prontitud en acoger orientaciones y
propuestas que, emanando de la genuina naturaleza del culto cristiano,
comportan a veces el cambio de usos inveterados, en los que de algún modo se
había oscurecido aquella naturaleza. A este respecto queremos aludir a dos
actitudes que podrían hacer vana, en la práctica pastoral, la norma del
Concilio Vaticano II: en primer lugar, la actitud de algunos que tienen cura
de almas y que despreciando a priori los ejercicios piadosos, que en las
formas debidas son recomendados por el Magisterio, los abandonan y crean un
vacío que no prevén colmar; olvidan que el Concilio ha dicho que hay que
armonizar los ejercicios piadosos con la liturgia, no suprimirlos. En segundo
lugar, la actitud de otros que, al margen de un sano criterio litúrgico y
pastoral, unen al mismo tiempo ejercicios piadosos y actos litúrgicos en
celebraciones híbridas. A veces ocurre que dentro de la misma celebración del
sacrifico Eucarístico se introducen elementos propios de novenas u otras
prácticas piadosas, con el peligro de que el Memorial del Señor no constituya
el momento culminante del encuentro de la comunidad cristiana, sino como una
ocasión para cualquier práctica devocional. A cuantos obran así quisiéramos
recordar que la norma conciliar prescribe armonizar los ejercicios piadoso
con la Liturgia, no confundirlos con ella. Una clara acción pastoral debe,
por una parte, distinguir y subrayar la naturaleza propia de los actos
litúrgicos; por otra, valorar los ejercicios piadosos para adaptarlos a las
necesidades de cada comunidad eclesial y hacerlos auxiliares válidos de la
Liturgia. 32. Por su carácter eclesial, en el culto
a la Virgen se reflejan las preocupaciones de la Iglesia misma, entre las
cuales sobresale en nuestros días el anhelo por el restablecimiento de la
unidad de los cristianos. La piedad hacia la Madre del Señor se hace así
sensible a las inquietudes y a las finalidades del movimiento ecuménico, es
decir, adquiere ella misma una impronta ecuménica. Y esto por varios motivos. En primer lugar porque los fieles
católicos se unen a los hermanos de las Iglesias ortodoxas, entre las cuales
la devoción a la Virgen reviste formas de alto lirismo y de profunda doctrina
al venerar con particular amor a la gloriosa Theotocos y al aclamarla
"Esperanza de los cristianos" (94); se unen a los anglicanos, cuyos
teólogos clásicos pusieron ya de relieve la sólida base escriturística del
culto a la Madre de nuestro Señor, y cuyos teólogos contemporáneos subrayan
mayormente la importancia del puesto que ocupa María en la vida cristiana; se
unen también a los hermanos de las Iglesias de la Reforma, dentro de las
cuales florece vigorosamente el amor por las Sagradas Escrituras,
glorificando a Dios con las mismas palabras de la Virgen (cf. Lc 1,
46-55). En segundo lugar, porque la piedad hacia
la Madre de Cristo y de los cristianos es para los católicos ocasión natural
y frecuente para pedirle que interceda ante su Hijo por la unión de todos los
bautizados en un solo pueblo de Dios (95). Más aún, porque es voluntad de la
Iglesia católica que en dicho culto, sin que por ello sea atenuado su
carácter singular (96), se evite con cuidado toda clase de exageraciones que
puedan inducir a error a los demás hermanos cristianos acerca de la verdadera
doctrina de la Iglesia católica (97) y se haga desaparecer toda manifestación
cultual contraria a la recta práctica católica. Finalmente, siendo connatural al genuino
culto a la Virgen el que "mientras es honrada la Madre (…), el Hijo sea
debidamente conocido, amado, glorificado" (98), este culto se convierte
en camino a Cristo, fuente y centro de la comunión eclesiástica, en la cual
cuantos confiesan abiertamente que Él es Dios y Señor, Salvador y único
Mediador (cf. 2, 5), están llamados a ser una sola cosa entre sí, con
El y con el Padre en la unidad del Espíritu Santo (99). 33. Somos conscientes de que existen no
leves discordias entre el pensamiento de muchos hermanos de otras Iglesias y
comunidades eclesiales y la doctrina católica "en torno a la función de
María en la obra de la salvación" (100) y, por tanto, sobre el culto que
le es debido. Sin embargo, como el mismo poder del Altísimo que cubrió con su
sombra a la Virgen de Nazaret (cf. Lc 1, 35) actúa en el actual
movimiento ecuménico y lo fecunda, deseamos expresar nuestra confianza en que
la veneración a la humilde Esclava del Señor, en la que el Omnipotente obró
maravillas (cf. Lc 1, 49), será, aunque lentamente, no obstáculo sino
medio y punto de encuentro para la unión de todos los creyentes en Cristo.
Nos alegramos, en efecto, de comprobar que una mejor comprensión del puesto
de María en el misterio de Cristo y de la Iglesia, por parte también de los
hermanos separados, hace más fácil el camino hacia el encuentro. Así como en
Caná la Virgen, con su intervención, obtuvo que Jesús hiciese el primero de
sus milagros (cf. Jn 2, 1-12), así en nuestro tiempo podrá Ella hacer
propicio, con su intercesión, el advenimiento de la hora en que los
discípulos de Cristo volverán a encontrar la plena comunión en la fe. Y esta
nueva esperanza halla consuelo en la observación de nuestro predecesor León
XIII: la causa de la unión de los cristianos "pertenece específicamente
al oficio de la maternidad espiritual de María. Pues los que son de Cristo no
fueron engendrados ni podían serlo sino en una única fe y un único amor:
porque, "¿está acaso dividido Cristo?" (cf. 1 Cor 1, 13); y
debemos vivir todos juntos la vida de Cristo, para poder fructificar en un
solo y mismo cuerpo (Rom 7, 14)" (101). 34. En el culto a la Virgen merecen
también atenta consideración las adquisiciones seguras y comprobadas de las
ciencias humanas; esto ayudará efectivamente a eliminar una de las causas de
la inquietud que se advierte en el campo del culto a la Madre del Señor: es
decir, la diversidad entre algunas cosas de su contenido y las actuales
concepciones antropológicas y la realidad sicosociológica, profundamente
cambiada, en que viven y actúan los hombres de nuestro tiempo. Se observa, en
efecto, que es difícil encuadrar la imagen de la Virgen, tal como es
presentada por cierta literatura devocional, en las condiciones de vida de la
sociedad contemporánea y en particular de las condiciones de la mujer, bien
sea en el ambiente doméstico, donde las leyes y la evolución de las
costumbres tienden justamente a reconocerle la igualdad y la
corresponsabilidad con el hombre en la dirección de la vida familiar; bien
sea en el campo político, donde ella ha conquistado en muchos países un poder
de intervención en la sociedad igual al hombre; bien sea en el campo social,
donde desarrolla su actividad en los más distintos sectores operativos,
dejando cada día más el estrecho ambiente del hogar; lo mismo que en el campo
cultural, donde se le ofrecen nuevas posibilidades de investigación
científica y de éxito intelectual. Deriva de ahí para algunos una cierta
falta de afecto hacia el culto a la Virgen y una cierta dificultad en tomar a
María como modelo, porque los horizontes de su vida —se dice— resultan
estrechos en comparación con las amplias zonas de actividad en que el hombre
contemporáneo está llamado a actuar. En este sentido, mientras exhortamos a
los teólogos, a los responsables de las comunidades cristianas y a los mismos
fieles a dedicar la debida atención a tales problemas, nos parece útil
ofrecer Nos mismo una contribución a su solución, haciendo algunas
observaciones. 35. Ante todo, la Virgen María ha sido
propuesta siempre por la Iglesia a la imitación de los fieles no precisamente
por el tipo de vida que ella llevó y, tanto menos, por el ambiente
socio-cultural en que se desarrolló, hoy día superado casi en todas partes,
sino porque en sus condiciones concretas de vida Ella se adhirió total y
responsablemente a la voluntad de Dios (cf. Lc 1, 38); porque acogió
la palabra y la puso en práctica; porque su acción estuvo animada por la
caridad y por el espíritu de servicio: porque, es decir, fue la primera y la
más perfecta discípula de Cristo: lo cual tiene valor universal y permanente. 36. En segundo lugar quisiéramos notar que
las dificultades a que hemos aludido están en estrecha conexión con algunas
connotaciones de la imagen popular y literaria de María, no con su imagen
evangélica ni con los datos doctrinales determinados en el lento y serio
trabajo de hacer explícita la palabra revelada; al contrario, se debe
considerar normal que las generaciones cristianas que se han ido sucediendo
en marcos socio-culturales diversos, al contemplar la figura y la misión de
María —como Mujer nueva y perfecta cristiana que resume en sí misma las
situaciones más características de la vida femenina porque es Virgen, Esposa,
Madre—, hayan considerado a la Madre de Jesús como "modelo eximio"
de la condición femenina y ejemplar "limpidísimo" de vida
evangélica, y hayan plasmado estos sentimientos según las categorías y los
modos expresivos propios de la época. La Iglesia, cuando considera la larga
historia de la piedad mariana, se alegra comprobando la continuidad del hecho
cultual, pero no se vincula a los esquemas representativos de las varias
épocas culturales ni a las particulares concepciones antropológicas
subyacentes, y comprende como algunas expresiones de culto, perfectamente
válidas en sí mismas, son menos aptas para los hombres pertenecientes a
épocas y civilizaciones distintas. 37. Deseamos en fin, subrayar que nuestra
época, como las precedentes, está llamada a verificar su propio conocimiento
de la realidad con la palabra de Dios y, para limitarnos al caso que nos
ocupa, a confrontar sus concepciones antropológicas y los problemas que
derivan de ellas con la figura de la Virgen tal cual nos es presentada por el
Evangelio. La lectura de las Sagradas Escrituras, hecha bajo el influjo del
Espíritu Santo y teniendo presentes las adquisiciones de las ciencias humanas
y las variadas situaciones del mundo contemporáneo, llevará a descubrir como
María puede ser tomada como espejo de las esperanzas de los hombres de
nuestro tiempo. De este modo, por poner algún ejemplo, la mujer contemporánea,
deseosa de participar con poder de decisión en las elecciones de la
comunidad, contemplará con íntima alegría a María que, puesta a diálogo con
Dios, da su consentimiento activo y responsable (102) no a la solución de un
problema contingente sino a la "obra de los siglos" como se ha
llamado justamente a la Encarnación del Verbo (103); se dará cuenta de que la
opción del estado virginal por parte de María, que en el designio de Dios la
disponía al misterio de la Encarnación, no fue un acto de cerrarse a algunos
de los valores del estado matrimonial, sino que constituyó una opción
valiente, llevada a cabo para consagrarse totalmente al amor de Dios;
comprobará con gozosa sorpresa que María de Nazaret, aún habiéndose
abandonado a la voluntad del Señor, fue algo del todo distinto de una mujer
pasivamente remisiva o de religiosidad alienante, antes bien fue mujer que no
dudó en proclamar que Dios es vindicador de los humildes y de los oprimidas y
derriba sus tronos a los poderosos del mundo (cf. Lc 1, 51-53); reconocerá
en María, que "sobresale entre los humildes y los pobres del Señor
(104), una mujer fuerte que conoció la pobreza y el sufrimiento, la huida y
el exilio (cf. Mt 2, 13-23): situaciones todas estas que no pueden
escapar a la atención de quien quiere secundar con espíritu evangélico las
energías liberadoras del hombre y de la sociedad; y no se le presentará María
como una madre celosamente replegada sobre su propio Hijo divino, sino como
mujer que con su acción favoreció la fe de la comunidad apostólica en Cristo
(cf. Jn 2, 1-12) y cuya función maternal se dilató, asumiendo sobre el
calvario dimensiones universales (105). Son ejemplos. Sin embargo, aparece
claro en ellos cómo la figura de la Virgen no defrauda esperanza alguna
profunda de los hombres de nuestro tiempo y les ofrece el modelo perfecto del
discípulo del Señor: artífice de la ciudad terrena y temporal, pero peregrino
diligente hacia la celeste y eterna; promotor de la justicia que libera al
oprimido y de la caridad que socorre al necesitado, pero sobre todo testigo
activo del amor que edifica a Cristo en los corazones. 38. Después de haber ofrecido estas
directrices, ordenadas a favorecer el desarrollo armónico del culto a la
Madre del Señor, creemos oportuno llamar la atención sobre algunas actitudes
cultuales erróneas. El Concilio Vaticano II ha denunciado ya de manera
autorizada, sea la exageración de contenidos o de formas que llegan a falsear
la doctrina, sea la estrechez de mente que oscurece la figura y la misión de
María; ha denunciado también algunas devociones cultuales: la vana credulidad
que sustituye el empeño serio con la fácil aplicación a prácticas externas
solamente; el estéril y pasajero movimiento del sentimiento, tan ajeno al
estilo del Evangelio que exige obras perseverantes y activas (106). Nos
renovamos esta deploración: no están en armonía con la fe católica y por
consiguiente no deben subsistir en el culto católico. La defensa vigilante
contra estos errores y desviaciones hará más vigoroso y genuino el culto a la
Virgen: sólido en su fundamento, por el cual el estudio de las fuentes
reveladas y la atención a los documentos del Magisterio prevalecerán sobre la
desmedida búsqueda de novedades o de hechos extraordinarios; objetivo en el
encuadramiento histórico, por lo cual deberá ser eliminado todo aquello que
es manifiestamente legendario o falso; adaptado al contenido doctrinal, de
ahí la necesidad de evitar presentaciones unilaterales de la figura de María
que insistiendo excesivamente sobre un elemento comprometen el conjunto de la
imagen evangélica, límpido en sus motivaciones, por lo cual se tendrá
cuidadosamente lejos del santuario todo mezquino interés. 39. Finalmente, por si fuese necesario,
quisiéramos recalcar que la finalidad última del culto a la bienaventurada Virgen
María es glorificar a Dios y empeñar a los cristianos en un vida
absolutamente conforme a su voluntad. Los hijos de la Iglesia, en efecto,
cuando uniendo sus voces a la voz de la mujer anónima del Evangelio,
glorifican a la Madre de Jesús, exclamando, vueltos hacia El: "Dichoso
el vientre que te llevó y los pechos que te crearon" (Lc 11, 27),
se verán inducidos a considerar la grave respuesta del divino Maestro:
"Dichosos más bien los que escuchan la palabra de Dios y la
cumplen" (Lc 11, 28). Esta misma respuesta, si es una viva
alabanza para la Virgen, como interpretaron algunos Santos Padres (107) y
como lo ha confirmado el Concilio Vaticano II (108), suena también para
nosotros como una admonición a vivir según los mandamientos de Dios y es como
un eco de otras llamadas del divino Maestro: "No todo el que me dice:
"Señor, Señor", entrará en el reino de los Cielos; sino el que hace
la voluntad de mi Padre que está en los cielos" (Mt 7, 21) y
"Vosotros sois amigos míos, si hacéis cuanto os mando" (Jn 15,
14). PARTE
III INDICACIONES
SOBRE DOS EJERCICIOS DE PIEDAD: 40. Hemos indicado algunos principios
aptos para dar nuevo vigor al culto de la Madre del Señor; ahora es
incumbencia de las Conferencias Episcopales, de los responsables de las
comunidades locales, de las distintas familias religiosas restaurar
sabiamente prácticas y ejercicios de veneración a la Santísima Virgen y
secundar el impulso creador de cuantos con genuina inspiración religiosa o
con sensibilidad pastoral desean dar vida a nuevas formas. Sin embargo, nos
parece oportuno, aunque sea por motivos diversos, tratar de dos ejercicios
muy difundidos en Occidente y de los que esta Sede Apostólica se ha ocupado
en varias ocasiones: el "Angelus" y el Rosario. El Angelus El Rosario 42. Deseamos ahora, queridos hermanos,
detenernos un poco sobre la renovación del piadoso ejercicio que ha sido
llamado "compendio de todo el Evangelio" (110): el Rosario. A él
han dedicado nuestros Predecesores vigilante atención y premurosa solicitud:
han recomendado muchas veces su rezo frecuente, favorecido su difusión,
ilustrado su naturaleza, reconocido la aptitud para desarrollar una oración
contemplativa, de alabanza y de súplica al mismo tiempo, recordando su connatural
eficacia para promover la vida cristiana y el empeño apostólico. También Nos,
desde la primera audiencia general de nuestro pontificado, el día 13 de Julio
de 1963, hemos manifestado nuestro interés por la piadosa práctica del
Rosario (111), y posteriormente hemos subrayado su valor en múltiples
circunstancias, ordinarias unas, graves otras, como cuando en un momento de
angustia y de inseguridad publicamos la Carta Encíclica Christi Matri
( 15 septiembre 1966), para que se elevasen oraciones a la bienaventurada
Virgen del Rosario para implorar de Dios el bien sumo de la paz (112);
llamada que hemos renovado en nuestra Exhortación Apostólica Recurrens
mensis october (7 de octubre 1969), en la cual conmemorábamos además el
cuarto centenario de la Carta Apostólica Consueverunt Romani Pontifices
de nuestro Predecesor San Pío V, que ilustró en ella y en cierto modo definió
la forma tradicional del Rosario (113). 43. Nuestro asiduo interés por el Rosario
nos ha movido a seguir con atención los numerosos congresos dedicados en
estos últimos años a la pastoral del Rosario en el mundo contemporáneo:
congresos promovidos por asociaciones y por hombres que sienten
entrañablemente tal devoción y en los que han tomado parte obispos,
presbíteros, religiosos y seglares de probada experiencia y de acreditado
sentido eclesial. Entre ellos es justo recordar a los Hijos de Santo Domingo,
por tradición custodios y propagadores de tan saludable devoción. A los
trabajos de los congresos se han unido las investigaciones de los historiadores,
llevadas a cabo no para definir con intenciones casi arqueológicas la forma
primitiva del Rosario, sino para captar su intuición originaria, su energía
primera, su estructura esencial. De tales congresos e investigaciones han
aparecido más nítidamente las características primarias del Rosario, sus
elementos esenciales y su mutua relación. 44. Así, por ejemplo, se ha puesto en más
clara luz la índole evangélica del Rosario, en cuanto saca del Evangelio el
enunciado de los misterios y las fórmulas principales; se inspira en el
Evangelio para sugerir, partiendo del gozoso saludo del Ángel y del religioso
consentimiento de la Virgen, la actitud con que debe recitarlo el fiel; y
continúa proponiendo, en la sucesión armoniosa de las Ave Marías, un misterio
fundamental del Evangelio —la Encarnación del Verbo— en el momento decisivo
de la Anunciación hecha a María. Oración evangélica por tanto el Rosario,
como hoy día, quizá más que en el pasado, gustan definirlo los pastores y los
estudiosos. 45. Se ha percibido también más fácilmente
cómo el ordenado y gradual desarrollo del Rosario refleja el modo mismo en
que el Verbo de Dios, insiriéndose con determinación misericordiosa en las
vicisitudes humanas, ha realizado la redención: en ella, en efecto, el
Rosario considera en armónica sucesión los principales acontecimientos
salvíficos que se han cumplido en Cristo: desde la concepción virginal y los
misterios de la infancia hasta los momentos culminantes de la Pascua —la
pasión y la gloriosa resurrección— y a los efectos de ella sobre la Iglesia
naciente en el día de Pentecostés y sobre la Virgen en el día en que,
terminando el exilio terreno, fue asunta en cuerpo y alma a la patria
celestial. Y se ha observado también cómo la triple división de los misterios
del Rosario no sólo se adapta estrictamente al orden cronológico de los
hechos, sino que sobre todo refleja el esquema del primitivo anuncio de la fe
y propone nuevamente el misterio de Cristo de la misma manera que fue visto
por San Pablo en el celeste "himno" de la Carta a los Filipenses:
humillación, muerte, exaltación (2,6-11). 46. Oración evangélica centrada en el
misterio de la Encarnación redentora, el Rosario es, pues, oración de
orientación profundamente cristológica. En efecto, su elemento más
característico —la repetición litánica en alabanza constante a Cristo,
término último de la anunciación del Ángel y del saludo de la Madre del
Bautista: "Bendito el fruto de tu vientre" (Lc 1,42).
Diremos más: la repetición del Ave María constituye el tejido sobre el cual
se desarrolla la contemplación de los misterios; el Jesús que toda Ave María
recuerda, es el mismo que la sucesión de los misterios nos propone una y otra
vez como Hijo de Dios y de la Virgen, nacido en una gruta de Belén; presentado
por la Madre en el Templo; joven lleno de celo por las cosas de su Padre;
Redentor agonizante en el huerto; flagelado y coronado de espinas; cargado
con la cruz y agonizante en el calvario; resucitado de la muerte y ascendido
a la gloria del Padre para derramar el don del Espíritu Santo. Es sabido que,
precisamente para favorecer la contemplación y "que la mente corresponda
a la voz", se solía en otros tiempos —y la costumbre se ha conservado en
varias regiones— añadir al nombre de Jesús, en cada Ave María, una cláusula
que recordase el misterio anunciado. 47. Se ha sentido también con mayor
urgencia la necesidad de recalcar, al mismo tiempo que el valor del elemento
laudatorio y deprecatorio, la importancia de otro elemento esencial al
Rosario: la contemplación. Sin ésta el Rosario es un cuerpo sin alma y su
rezo corre el peligro de convertirse en mecánica repetición de fórmulas y de
contradecir la advertencia de Jesús: "cuando oréis no seáis charlatanes
como los paganos que creen ser escuchados en virtud se su locuacidad" (Mt
6,7). Por su naturaleza el rezo del Rosario exige un ritmo tranquilo y un
reflexivo remanso que favorezcan en quien ora la meditación de los misterios
de la vida del Señor, vistos a través del Corazón de Aquella que estuvo más
cerca del Señor, y que desvelen su insondable riqueza. 48. De la contemporánea reflexión han sido
entendidas en fin con mayor precisión las relaciones existentes entre la
Liturgia y el Rosario. Por una parte se ha subrayado cómo el Rosario en casi
un vástago germinado sobre el tronco secular de la Liturgia cristiana,
"El salterio de la Virgen", mediante el cual los humildes quedan
asociados al "cántico de alabanza" y a la intercesión universal de
la Iglesia; por otra parte, se ha observado que esto ha acaecido en una época
—al declinar de la Edad Media— en que el espíritu litúrgico está en
decadencia y se realiza un cierto distanciamiento de los fieles de la
Liturgia, en favor de una devoción sensible a la humanidad de Cristo y a la
bienaventurada Virgen María. Si en tiempos no lejanos pudo surgir en el animo
de algunos el deseo de ver incluido el Rosario entre las expresiones
litúrgicas, y en otros, debido a la preocupación de evitar errores pastorales
del pasado, una injustificada desatención hacia el mismo, hoy día el problema
tiene fácil solución a la luz de los principios de la Constitución Sacrosanctum
Concilium; celebraciones litúrgicas y piadoso ejercicio del Rosario no se
deben ni contraponer ni equiparar (114). Toda expresión de oración resulta
tanto más fecunda, cuanto más conserva su verdadera naturaleza y la fisonomía
que le es propia. Confirmado, pues, el valor preeminente de las acciones
litúrgicas, no será difícil reconocer que el Rosario es un piadoso ejercicio
que se armoniza fácilmente con la Sagrada Liturgia. En efecto, como la
Liturgia tiene una índole comunitaria, se nutre de la Sagrada Escritura y
gravita en torno al misterio de Cristo. Aunque sea en planos de realidad
esencialmente diversos, anamnesis en la Liturgia y memoria contemplativa en el
Rosario, tienen por objeto los mismos acontecimientos salvíficos llevados a
cabo por Cristo. La primera hace presentes bajo el velo de los signos y
operantes de modo misterioso los "misterios más grandes de nuestra
redención"; la segunda, con el piadoso afecto de la contemplación,
vuelve a evocar los mismos misterios en la mente de quien ora y estimula su
voluntad a sacar de ellos normas de vida. Establecida esta diferencia sustancial, no
hay quien no vea que el Rosario es un piadoso ejercicio inspirado en la
Liturgia y que, si es practicado según la inspiración originaria, conduce
naturalmente a ella, sin traspasar su umbral. En efecto, la meditación de los
misterios del Rosario, haciendo familiar a la mente y al corazón de los
fieles los misterios de Cristo, puede constituir una óptima preparación a la
celebración de los mismos en la acción litúrgica y convertirse después en eco
prolongado. Sin embargo, es un error, que perdura todavía por desgracia en
algunas partes, recitar el Rosario durante la acción litúrgica. 49. El Rosario, según la tradición
admitida por nuestros Predecesor S. Pío V y por él propuesta autorizadamente,
consta de varios elementos orgánicamente dispuestos: a) la contemplación, en comunión con
María, de una serie de misterios de la salvación, sabiamente distribuidos en
tres ciclos que expresan el gozo de los tiempos mesiánicos, el dolor
salvífico de Cristo, la gloria del Resucitado que inunda la Iglesia;
contemplación que, por su naturaleza, lleva a la reflexión práctica y a
estimulante norma de vida; b) la oración dominical o Padrenuestro,
que por su inmenso valor es fundamental en la plegaria cristiana y la
ennoblece en sus diversas expresiones; c) la sucesión litánica del Avemaría, que
está compuesta por el saludo del Ángel a la Virgen (Cf. Lc 1,28) y la
alabanza obsequiosa del santa Isabel (Cf. Lc 1,42), a la cual sigue la
súplica eclesial Santa María. La serie continuada de las Avemarías es una
característica peculiar del Rosario y su número, en le forma típica y
plenaria de ciento cincuenta, presenta cierta analogía con el Salterio y es
un dato que se remonta a los orígenes mismos de este piadoso ejercicio. Pero
tal número, según una comprobada costumbre, se distribuye —dividido en
decenas para cada misterio— en los tres ciclos de los que hablamos antes,
dando lugar a la conocida forma del Rosario compuesto por cincuenta
Avemarías, que se ha convertido en la medida habitual de la práctica del
mismo y que ha sido así adoptado por la piedad popular y aprobado por la
Autoridad pontificia, que lo enriqueció también con numerosas indulgencias; d) la doxología Gloria al Padre que, en
conformidad con una orientación común de la piedad cristiana, termina la
oración con la glorificación de Dios, uno y trino, "de quien, por quien
y en quien subsiste todo" (Cf. Rom 11,36). 50. Estos son los elementos del santo
Rosario. Cada uno de ellos tiene su índole propia que bien comprendida y
valorada, debe reflejarse en el rezo, para que el Rosario exprese toda su riqueza
y variedad. Será, pues, ponderado en la oración dominical; lírico y
laudatorio en el calmo pasar de las Avemarías; contemplativo en la atenta
reflexión sobre los misterios; implorante en la súplica; adorante en la
doxología. Y esto, en cada uno de los modos en que se suele rezar el Rosario:
o privadamente, recogiéndose el que ora en la intimidad con su Señor; o
comunitariamente, en familia o entre los fieles reunidos en grupo para crear
las condiciones de una particular presencia del Señor (cf. Mt 18, 20);
o públicamente, en asambleas convocadas para la comunidad eclesial. 51. En tiempo reciente se han creado
algunos ejercicios piadosos, inspirados en el Santo Rosario. Queremos indicar
y recomendar entre ellos los que incluyen en el tradicional esquema de las
celebraciones de la Palabra de Dios algunos elementos del Rosario a la
bienaventurada Virgen María, como por ejemplo, la meditación de los misterios
y la repetición litánica del saludo del Ángel. Tales elementos adquieren así
mayor relieve al encuadrarlos en la lectura de textos bíblicos, ilustrados
mediante la homilía, acompañados por pausas de silencio y subrayados con el
canto. Nos alegra saber que tales ejercicios han contribuido a hacer
comprender mejor las riquezas espirituales del mismo Rosario y a revalorar su
práctica en ciertas ocasiones y movimientos juveniles. 52. Y ahora, en continuidad de intención
con nuestros Predecesores, queremos recomendar vivamente el rezo del Santo
Rosario en familia. El Concilio Vaticano II a puesto en claro cómo la
familia, célula primera y vital de la sociedad "por la mutua piedad de
sus miembros y la oración en común dirigida a Dios se ofrece como santuario
doméstico de la Iglesia" (115). La familia cristiana, por tanto, se
presenta como una Iglesia doméstica (116) cuando sus miembros, cada uno
dentro de su propio ámbito e incumbencia, promueven juntos la justicia,
practican las obras de misericordia, se dedican al servicio de los hermanos,
toman parte en el apostolado de la comunidad local y se unen en su culto
litúrgico (117); y más aún, se elevan en común plegarias suplicantes a Dios;
por que si fallase este elemento, faltaría el carácter mismo de familia como
Iglesia doméstica. Por eso debe esforzarse para instaurar en la vida familiar
la oración en común. 53. De acuerdo con las directrices
conciliares, la Liturgia de las Horas incluye justamente el núcleo familiar
entre los grupos a que se adapta mejor la celebración en común del Oficio
divino: "conviene finalmente que la familia, en cuanto sagrario doméstico
de la Iglesia, no sólo eleve preces comunes a Dios, sino también recite
oportunamente algunas partes de la Liturgia de las Horas, con el fin de
unirse más estrechamente a la Iglesia" (118). No debe quedar sin
intentar nada para que esta clara indicación halle en las familias cristianas
una creciente y gozosa aplicación. 54. Después de la celebración de la
Liturgia de las Horas —cumbre a la que puede llegar la oración doméstica—, no
cabe duda de que el Rosario a la Santísima Virgen debe ser considerado como
una de las más excelentes y eficaces oraciones comunes que la familia
cristiana está invitada a rezar. Nos queremos pensar y deseamos vivamente que
cuando un encuentro familiar se convierta en tiempo de oración, el Rosario
sea su expresión frecuente y preferida. Sabemos muy bien que las nuevas
condiciones de vida de los hombres no favorecen hoy momentos de reunión
familiar y que, incluso cuando eso tiene lugar, no pocas circunstancias hacen
difícil convertir el encuentro de familia en ocasión para orar. Difícil, sin
duda. Pero es también una característica del obrar cristiano no rendirse a
los condicionamientos ambientales, sino superarlo; no sucumbir ante ellos,
sino hacerles frente. Por eso las familias que quieren vivir plenamente la
vocación y la espiritualidad propia de la familia cristiana, deben desplegar
toda clase de energías para marginar las fuerzas que obstaculizan el
encuentro familiar y la oración en común. 55. Concluyendo estas observaciones,
testimonio de la solicitud y de la estima de esta Sede Apostólica por el
Rosario de la Santísima Virgen María, queremos sin embargo recomendar que, al
difundir esta devoción tan saludable, no sean alteradas sus proporciones ni
sea presentada con exclusivismo inoportuno: el Rosario es una oración excelente,
pero el fiel debe sentirse libre, atraído a rezarlo, en serena tranquilidad,
por la intrínseca belleza del mismo. . CONCLUSIÓN VALOR
TEOLÓGICO Y PASTORAL 56. Venerables Hermanos: al terminar
nuestra Exhortación Apostólica deseamos subrayar en síntesis el valor
teológico del culto a la Virgen y recordar su eficacia pastoral para la
renovación de las costumbres cristianas. La piedad de la Iglesia hacia la Santísima
Virgen es un elemento intrínseco del culto cristiano. La veneración que la
Iglesia ha dado a la Madre del Señor en todo tiempo y lugar -desde la
bendición de Isabel (cf. Lc. 1, 42-45) hasta las expresiones de
alabanza y súplica de nuestro tiempo- constituye un sólido testimonio de su
"lex orandi" y una invitación a reavivar en las conciencias su
"lex credendi". Viceversa: la "lex credendi" de la
Iglesia requiere que por todas partes florezca lozana su "lex
orandi" en relación con la Madre de Cristo. Culto a la Virgen de raíces
profundas en la Palabra revelada y de sólidos fundamentos dogmáticos: la
singular dignidad de María "Madre del Hijo de Dios y, por lo mismo, Hija
predilecta del Padre y templo del Espíritu Santo; por tal don de gracia
especial aventaja con mucho a todas las demás criaturas, celestiales y
terrestres" (119), su cooperación en momentos decisivos de la obra de la
salvación llevada a cabo por el Hijo; su santidad, ya plena en el momento de
la Concepción Inmaculada y no obstante creciente a medida que se adhería a la
voluntad del Padre y recorría la vía de sufrimiento (cf. Lc 2, 34-35;
2, 41-52; Jn 19, 25-27), progresando constantemente en la fe, en la
esperanza y en la caridad; su misión y condición única en el Pueblo de Dios,
del que es al mismo tiempo miembro eminentísimo, ejemplar acabadísimo y Madre
amantísima; su incesante y eficaz intercesión mediante la cual, aún habiendo
sido asunta al cielo, sigue cercanísima a los fieles que la suplican, aún a
aquellos que ignoran que son hijos suyos; su gloria que ennoblece a todo el
género humano, como lo expreso maravillosamente el poeta Dante: "Tú eres
aquella que ennobleció tanto la naturaleza humana que su hacedor no desdeño
convertirse en hechura tuya" (120); en efecto, María es de nuestra
estirpe, verdadera hija de Eva, (aunque ajena a la mancha de la Madre, y verdadera
hermana nuestra, que ha compartido en todo, como mujer humilde y pobre,
nuestra condición). Añadiremos que el culto a la
bienaventurada Virgen María tiene su razón última en el designio insondable y
libre de Dios, el cual siendo caridad eterna y divina (cf. 1Jn 4,
7-8.16), lleva a cabo todo según un designio de amor: la amó y obró en ella
maravillas (cf. Lc 1, 49); la amó por sí mismo, la amó por nosotros;
se la dio a sí mismo y la dio a nosotros. 57. Cristo es el único camino al Padre
(cf. Jn 14, 4-11). Cristo es el modelo supremo al que el discípulo
debe conformar la propia conducta (cf. Jn 13, 15), hasta lograr tener
sus mismos sentimientos (cf. Fil 2,5), vivir de su vida y poseer su
Espíritu (cf. Gál 2, 20; Rom 8, 10-11); esto es lo que la Iglesia
ha enseñado en todo tiempo y nada en la acción pastoral debe oscurecer esta
doctrina. Pero la Iglesia, guiada por el Espíritu Santo y amaestrada por una
experiencia secular, reconoce que también la piedad a la Santísima Virgen, de
modo subordinado a la piedad hacia el Salvador y en conexión con ella, tiene
una gran eficacia pastoral y constituye una fuerza renovadora de la vida
cristiana. La razón de dicha eficacia se intuye fácilmente. En efecto, la
múltiple misión de María hacia el Pueblo de Dios es una realidad sobrenatural
operante y fecunda en el organismo eclesial. Y alegra el considerar los
singulares aspectos de dicha misión y ver cómo ellos se orientan, cada uno
con su eficacia propia, hacia el mismo fin: reproducir en los hijos los
rasgos espirituales del Hijo primogénito. Queremos decir que la maternal
intercesión de la Virgen, su santidad ejemplar y la gracia divina que hay en
Ella, se convierten para el género humano en motivo de esperanza. La misión maternal de la Virgen empuja al
Pueblo de Dios a dirigirse con filial confianza a Aquella que está siempre
dispuesta a acogerlo con afecto de madre y con eficaz ayuda de auxiliadora;
(121) por eso el Pueblo de Dios la invoca como Consoladora de los afligidos,
Salud de los enfermos, Refugio de los pecadores, para obtener consuelo en la
tribulación, alivio en la enfermedad, fuerza liberadora en el pecado; porque
Ella, la libre de todo pecado, conduce a sus hijos a esto: a vencer con
enérgica determinación el pecado. (122) Y, hay que afirmarlo nuevamente,
dicha liberación del pecado es la condición necesaria para toda renovación de
las costumbres cristianas. La santidad ejemplar de la Virgen mueve a
los fieles a levantar "los ojos a María, la cual brilla como modelo de
virtud ante toda la comunidad de los elegidos". (123) Virtudes sólidas,
evangélicas: la fe y la dócil aceptación de la palabra de Dios (cf. Lc
1, 26-38; 1, 45; 11, 27-28; Jn 2, 5); la obediencia generosa (cf. Lc
1, 38); la humildad sencilla (cf. Lc 1, 48); la caridad solícita (cf. Lc
1, 39-56); la sabiduría reflexiva (cf. Lc 1, 29.34; 2, 19. 33. 51); la
piedad hacia Dios, pronta al cumplimiento de los deberes religiosos (cf. Lc
2, 21.22-40.41), agradecida por los bienes recibidos (Lc 1, 46-49),
que ofrecen en el templo (Lc 2, 22-24), que ora en la comunidad
apostólica (cf. Act 1, 12-14); la fortaleza en el destierro (cf. Mt
2, 13-23), en el dolor (cf. Lc 2, 34-35.49; Jn 19, 25); la
pobreza llevada con dignidad y confianza en el Señor (cf. Lc 1, 48; 2,
24); el vigilante cuidado hacia el Hijo desde la humildad de la cuna hasta la
ignominia de la cruz (cf. Lc 2, 1-7; Jn 19, 25-27); la
delicadeza provisoria (cf. Jn 2, 1-11); la pureza virginal (cf. Mt
1, 18-25; Lc 1, 26-38); el fuerte y casto amor esponsal. De estas
virtudes de la Madre se adornarán los hijos, que con tenaz propósito
contemplan sus ejemplos para reproducirlos en la propia vida. Y tal progreso
en la virtud aparecerá como consecuencia y fruto maduro de aquella fuerza
pastoral que brota del culto tributado a la Virgen. La piedad hacia la Madre del Señor se
convierte para el fiel en ocasión de crecimiento en la gracia divina:
finalidad última de toda acción pastoral. Porque es imposible honrar a la
"Llena de gracia" (Lc 1, 28) sin honrar en sí mismo el
estado de gracia, es decir, la amistad con Dios, la comunión en El, la
inhabitación del Espíritu. Esta gracia divina alcanza a todo el hombre y lo
hace conforme a la imagen del Hijo (cf. Rom 2, 29; Col 1, 18).
La Iglesia católica, basándose en su experiencia secular, reconoce en la
devoción a la Virgen una poderosa ayuda para el hombre hacia la conquista de
su plenitud. Ella, la Mujer nueva, está junto a Cristo, el Hombre nuevo, en
cuyo misterio solamente encuentra verdadera luz el misterio del hombre, (124)
como prenda y garantía de que en una simple criatura —es decir, en Ella— se
ha realizado ya el proyecto de Dios en Cristo para la salvación de todo
hombre. Al hombre contemporáneo, frecuentemente atormentado entre la angustia
y la esperanza, postrado por la sensación de su limitación y asaltado por
aspiraciones sin confín, turbado en el ánimo y dividido en el corazón, la
mente suspendida por el enigma de la muerte, oprimido por la soledad mientras
tiende hacia la comunión, presa de sentimientos de náusea y hastío, la
Virgen, contemplada en su vicisitud evangélica y en la realidad ya conseguida
en la Ciudad de Dios, ofrece una visión serena y una palabra tranquilizadora:
la victoria de la esperanza sobre la angustia, de la comunión sobre la
soledad, de la paz sobre la turbación, de la alegría y de la belleza sobre el
tedio y la náusea, de las perspectivas eternas sobre las temporales, de la
vida sobre la muerte. Sean el sello de nuestra Exhortación y una
ulterior prueba del valor pastoral de la devoción a la Virgen para conducir
los hombres a Cristo las palabras mismas que Ella dirigió a los siervos de
las bodas de Caná: "Haced lo que El os diga" (Jn 2, 5);
palabras que en apariencia se limitan al deseo de poner remedio a la incómoda
situación de un banquete, pero que en las perspectivas del cuarto Evangelio
son una voz que aparece como una resonancia de la fórmula usada por el Pueblo
de Israel para ratificar la Alianza del Sinaí (cf. Ex 19, 8; 24, 3.7; Dt
5, 27) o para renovar los compromisos (cf. Jos 24, 24; Esd 10,
12; Neh 5, 12) y son una voz que concuerda con la del Padre en la
teofanía del Tabor: "Escuchadle" (Mt 17, 5). 58. Hemos tratado extensamente, venerables
Hermanos, de un culto integrante del culto cristiano: la veneración a la
Madre del Señor. Lo pedía la naturaleza de la materia, objeto de estudio, de
revisión y también de cierta perplejidad en estos últimos años. Nos conforta
pensar que el trabajo realizado, para poner en práctica las normas del
Concilio, por parte de esta Sede Apostólica y por vosotros mismos —la
instauración litúrgica, sobre todo— será una válida premisa para un culto a
Dios Padre, Hijo y Espíritu, cada vez más vivo y adorador y para el
crecimiento de la vida cristiana de los fieles; es para Nos motivo de
confianza el constatar que la renovada Liturgia romana constituye -aun en su
conjunto- un fúlgido testimonio de la piedad de la Iglesia hacia la Virgen;
Nos sostiene la esperanza de que serán sinceramente aceptadas las directivas
para hacer dicha piedad cada vez más transparente y vigorosa; Nos alegra
finalmente la oportunidad que el Señor nos ha concedido de ofrecer algunos
principios de reflexión para una renovada estima por la práctica del santo
Rosario. Consuelo, confianza, esperanza, alegría que, uniendo nuestra voz a
la de la Virgen —como suplica la Liturgia romana —, (125) deseamos traducir
en ferviente alabanza y reconocimiento al Señor. Mientras deseamos, pues, hermanos
carísimos, que gracias a vuestro empeño generoso se produzca en el clero y
pueblo confiado a vuestros cuidados un incremento saludable en la devoción
mariana, con indudable provecho para la Iglesia y la sociedad humana,
impartimos de corazón a vosotros y a todos los fieles encomendados a vuestra
solicitud pastoral una especial Bendición Apostólica. Dado en Roma, junto a San Pedro, el día
2 de febrero, Fiesta de la Presentación del Señor, del año 1974, undécimo de
Nuestro Pontificado. PAULUS
P. P. VI NOTAS 9. Cf.
Conc. Vat. II, Const. Sobre la Sagrada
Liturgia, Sacrosanctum Concilium, n. 3; AAS 56 (1964), p. 98. 10. Cf.
Conc. Vat. II, ibid., n. 102;
AAS 56 (1964), p. 125. 11. Cf.
Missale Romanum ex Decr. Sacr. Oec. Conc. Vat II instauratum,
auctoritate Pauli PP. VI promulgatum,
de. Typica, MCMLXX, di 8 Decembris, Praefatio. 12. Missale Romanum ex Decr. Sacr.
Oec. Conc. Vat II instauratum auctoritate Pauli PP. VI promulgatum. Ordo
Lectionum Missae, de. Typica, MCMLXIX, p. 8: Lectio I (Anno A: Is 7,10-14:
"Ecce Virgo concipiet"; Anno B: 2 Sam 7,1-5, 8b-11, 16:
"Regnum David erit usque in aeternum ante faciem Domini"; Anno C:
Mich 5,2-5a (Hebr. 1-4a): "Ex te egredietur dominator in Israel"). 13. Ibid, p.8: Evangelium (Anno A;
Mt 1,18-24: "Iesus nascetur de Mara, desponsata Ioseph, fili
David"; Anno B: LC 1,26-38: "Ecce concipies in utero et paries
filium"; Anno C: Lc 1,39-45: "Unde hoc mihi ut veniat mater Domini
mei ad me?"). 14. Cf.
Missale Romanum, Praefatio de Adventu, II. 15. Missale
Romanum, Ibid. 16. Missale
Romanum, Prex Eucharistica I, Communicantes in Nativitate Domini et per
octavam. 17. Missale
Romanum, die 1 Ianuarii, Ant. Ad introitum et Collecta. 18. Cf.
Missale Romanum, die 22 Augusti, Collecta 19. Missale
Romanum, die 8 Septembirs, Post communionem. 20. Missale
Romanum, die 31 Maii, Collecta. 21. Cf. Ibid., Collecta et Super
Oblata. 22. Missale Romanum, die 15
Septembirs, Collecta. 23. Cf. N.1, p.16. 24. Entre las numerosas Anáforas, cf. Las
siguientes, que gozan de particular venración entre los Orientales: Anaphora
Mar ci Evangelistae: Prex Eucharistica, de. A. Hanggi-I Pahl. Fritris
Domini graeca, ibid., p. 257; Anaphora Ionnis Chrysostomi, ibid., p. 229. 25. Cf.
Missale Romanum, die 8 Decembris, Praefatio. 26. Cf.
Missale Romanum, die 15 Augusti, praefatio. 27. Cf.
Missale Romanum, die 1 Iianuarii, Post Communionem. 28. Cf.
Missale Romanum, Commune B. Mariae Virginis, 6. Tempore paschali, Collecta. 29. Missale
Romanum, die 15 Septembirs, Collecta. 30. Missale
Romanum, die 31 Maii, Collecta. En
la misma línea el Praefatio de B. María Virgine, II: "Realmente es justo
y necesario... en esta conmemoraión de la Santísima Virgen María, proclamar
tu amor por nosotros con su mismo cántico de alabanza". 31. Cf.
Ordo Lectionum Missae, Dom. III Adventus (Anno C: sSoph 3, 14-18a);
Dom. IV Adventus (cf. Supra ad n.12); Dom. Infra Oct. Nativitatis (Anno A: Mt
2,13-15, 19-23; Anno B: Lc 2,22-40; Anno C: Lc 2,41-52); Dom. II post
Nativitatem (Jn 1,1-18); Dom. VII Paschae (Anno A: Act1,12-14); Dom. II per
annum (Anno C: Jn 2,1-12); Dom. X per annum (Anno B: Gén 3,9-15); Dom. XIV
per annum (Anno B: Mc 6,1-6). 32. Cf.
Ordo Lectionum Missae, Pro catechumenatu et baptismo adultorum, Ad
traditionem Orationis Dominicae (Lectio II, 2: Gál 4,4-7); Ad Initiatioem
christianam extra Vigiliam paschalem (Evang., 7: In 1,1-5, 9-14, 16-18); Pro
nuptiis (Evang., 7: Jn 2,1-11); Pro consecratione virginum et professione
reliosa (Lectio 1,7: Is 61, 9-11; Evang., 6: Mc 3, 31-35; Lc 1, 26-28 (cf.
Ordo consecrationis virginum, n. 130: Ordo professionis religiosae, Pars
altera, n. 145)). 33. Cf.
Ordo Lectionum Missae, Pro profugis et exsulibus (Evang., 1: Mt 2,
13-15, 19-23); Pro gratiarum actione (Lectio 1,4: Soph 3, 14-15). 34. La
Divina Commedia, Paradiso XXXIII, 1-9; cf. Liturgia Horarum,
Memoria Sanctae Mariae in Sabbato, ad Officium Lectionis, Hymnus. 35. Cf.
Ordo Baptismi parvulorum, n. 48; Ordo initiationis christianae
adultorum, n. 214. 36. Cf.
Rituale Romanum, Tit. VII, cap. III, De benedictione mulieris post
partum. 37. Cf.
Ordo professionis religiosae, Pars Prior, nn. 57 et 67. 38. Cf.
Ordo consecrationis virginum, n. 16. 39. Cf.
Ordo professionis religiosae, Pars Prior, nn. 62 et 142; Pars Altera,
nn. 67 et 158; Ordo consecrationis virginum, nn. 18 et 20). 40. Cf.
Ordo unctionis infirmorum corumque pastoralis corae, nn. 143, 146,
147, 150. 41. Cf.
Misale Romanum, Missae defunctorum Pro defunctis fratribus, propinquis
et benefactoribus, Collecta. 42. Cf. Ordo exsequiarum, n.226. 43. Cf.
Conc. Vat. II, Const. dogm. sobre la
Iglesia, Lumen gentium, n. 63: AAS 57 (1965), p. 64. 44. Cf.
Conc. Vat. II, Const. sobre la Sagrada
Liturgia, Sacrosanctum Concilium, n. 7: AAS 56 (1964), pp. 100-101. 45. Sermo 215, 4: PL 38, 1074. 46. Ibid. 47. Cf.
Conc. Vat. II, Const. Dogm. sobre la
divina Revelación, Dei Verbum, n. 21: AAS 58 (1966), pp. 827-828. 48. Cf.
Adversus haereses IV, 7, 1: PG 7, 1: 990-991; S. Ch. 100, t. III, pp.
454-458. 49. Adversus
haereses III, 10, 2: PG 7, 1, 873; S. Ch. 34, p. 164. 50. Cf.
Conc. Vat. II, Const. dogm. sobre la
Iglesia, Lumen gentium, n. 62: AAS 57 (1965), p. 63. 51. Cf.
Conc. Vat. II, Const. sobre la Sagrada
Liturgia, Sacrosantum Concilium, n. 83: AAS 56 (1964), p.121. 52. Conc. Vat. II, Const. dogm. sobre la
Iglesia, Lumen gentium, n. 63: AAS 57 (1965), p. 64. 53. Ibid., n. 64: AAS 57 (1965), p.
64. 54. Tractatus XXV (In Nativitate
Domini), 5: CCL 138, p.123; S. Ch. 22 bis, p. 132; cf. también Tractatus
XXIX (In Nativitate Domini), 1: CCL ibid., p.147; S. Ch. ibid., p. 178; Tractatus
LXIII (De Passione Domini) 6: CCL ibid., p. 386; S. Ch. 74, p. 82. 55. M. Ferotin, Le "Liber
Mozarabicus Sacramentorum", col. 56. 56. In
purificatione B. Mariae, Sermo III, 2: PL 183, 370; Sancti Bernardi
Opera, ed. J. Leclereq-H Rochais, IV Romae 1966, p. 342. 57. Cf.
Conc. Vat. II, Const. dogm. sobre la
Iglesia, Lumen gentium, n. 57; AAS 57 (1965), p. 61. 58. Ibid., n.58; AAS 57 (1965),
p.61. 59. Cf. Pius XII, Carta Encíclica, Mystici
Corporis: AAS 35 (1943), p. 247. 60. Cf.
Conc. Vat. II, Const. sobre la Sagrada
Liturgia, Sacrosanctum Concilium, n. 47; AAS 56 (1964), p. 113. 61. Cf. ibid., nn. 102 y 106; AAS
56 (1964), pp. 125 y 126. 62. "...Acuérdate de todos aquellos
que te agradaron en esa vida, de los santos padres, de los patriarcas, de los
profetas, de los apóstoles (...) y de la santa y gloriosa Madre de Dios,
María, y de todos los santos (...) que se acuerden ellos de nuestra miseria y
pobreza y te ofrezcan junto con nosotros este tremendo e incruento
sacrificio": Anaphora Iacobi fratris Domini syriaca: Prex
Eucharistica, ed. A. Hanggi-I Pahl, Fribourg, Editions Universitaires,
1968, p. 274. 63. Expositio Evangelii secundum Lucam,
II, 26: CSEL 32, IV, p. 55, S. Ch. 45, pp. 83-84. 64. Cf.
Conc. Vat. II, Const. dogm. sobre la
Iglesia, Lumen gentium, n. 62: AAS 57 (1965), p. 63. 65.
Conc. Vat. II, Const. Sobre la Sagrada
Liturgia, Sacrosantum Concilium, n. 103: AAS 56 (1964), p. 125. 66.
Const. Vat. II, Const. Dogm. sobre la
Iglesia. Lumen gentium, n. 67: AAS 57 (1965), p. 65. 67..
Cf. Ibid., n. 67; AAS 57 (1965), p. 65-66. 68..
Cf. Conc. Vat. II, Const. sobre la
Sagrada Liturgia, Sacrosanctum Concilium, n. 104; AAS 56 (1964), pp.
125-126. 69..
Cf. Conc. Vat. II, Const.dogm. sobre
la Iglesia, Lumen gentium, n. 66; AAS 57 (1965), p. 65. 70.. Cf. Paulus VI, Alocución pronunciada
el día 24 de Abril de 1970 en el Santuario de "Nostra Signora di
Bonaria" en Cagliari; ASS 62 (1970), p. 300. 71.. Pius IX, Carta Apostólica, Ineffabilis
Deus: Pii IX Pontificis Maximi Acta, I, 1, Romae 1854, p. 599; cf.
también V. Sardi, La Solenne definizione del dogma dell Immacolato
concepimento di Maria Santissima, Atti e documenti..., Roma 1904-1905,
vol. II,
p. 302. 72..
Cf. Conc. Vat. II, Const. dogm. sobre
la Iglesia, Lumen gentium, n. 66; AAS 57 (1965), p. 65. 73.. S. Hildelfonsus, De virginitate
perpetua sanctae Mariae Cap. XII; PL 96, 108. 74.. Conc. Vat. II, Const. dogm. sobre la
Iglesia, Lumen gentium, n. 56; AAS 57 (1965), p. 60 y los autores
citados en la correspondiente nota 176. 75.. Cf. S. Ambrosius, De Spiritu
Sancto II, 37-38; CSEL 79, pp. 100-101; Cassianus, De Incarnatione Domini
II, Cap. II; CSEL 17, pp. 247-249; S. Beda, Homilia I, 3; CCL 122, p. 18 y p.
20. 76.. Cf. S. Ambrosius, De institutione
virginis, Cap. XII, 79; PL 16 (ed. 1880), 339; Epistula 30, 3 et Epistula
42, 7; ibid., 1107 et 1175; Expositio evangelii secundum Lucam
X, 132: S. Ch. 52, p. 200; S. Proclus Constantinopolitanus, Oratio I,1
et Oratio V,3: PG 65, 681,et 720; S. Basilius Celeucensis, Oratio
XXXIX, 3; PG 85, 433; S. Andreas Cretensis Oratio IV, PG 97, 868; S.
Germanus Constantinopolitanus, Oratio III, 15; PC 98, 305. 77.. Cf. S. Hieronymus, Adversus
Iovinianun I, 33; PL 23, 267; S. Ambrosius, Epistula 63, 33; PL 16
(ed. 1880), 1249; De institutione virginis, cap. XVII, 195; ibid.,
346; De Spiritu Sancto III, 79-80; CSEL 79, pp. 182-183; Sedulius,
Hymnus "A solis ortus cardini", vv. 13-14; CSEL 10, p. 164; Hymnus
Acathistos, str. 23; ed. I. B. Pietra, Analecta Sacra, I, p. 261; S.
Proclus Constantinopolitanus, Oratio I, 3; PG 65, 684; Oratio
II, 6; ibid., 700; S. Basilius Seleucencis, Oratio IV; PG 97, 868; S.
Ioannes Damascenus, Oratio VI, 10; PG 96, 677. 78. Cf. Severus Antiochenus, Homilia
57; PO 8, pp. 357-358; Hesychius Hierosolymitanus, Homilia de sancta Maria
Deipara; PG 93, 1464; Chrysippus Hierosolymitanus, Oratio in sanctam
Mariam Deiparam, 2; PO 19, p.338; S. Andreas Cretensis, Oratio V;
PG 97, 896; S. Ioannes Damascenus, Oratio VI, 6; PG 96, 672. 79. Liber
Apotheosis, vv. 571-572; CCL 126, p.97. 80. Cf. S. Isidorus, De ortu et obitu
Patrum, cap. LXVII, 111; PL 83, 184; S. Hildefonsus, De virginitate
perpetua sanctae Mariae, cap. X; PL 96, 95; S. Bernardus, In Assumptione
B. Virginis Mariae, Sermo IV, 4; PL 183, 428; In Nativitate B.
Virginis Mariae; ibid., 442; S. Petrus Damianus, Carmina sacra
et preces II, Oratio ad Deum Filium; PL 145, 921; Antiphona
"Beata Dei Genitrix Maria"; Corpus antiphonialium Officii,
ed. R. J. Hesbert, Roma 1970, vol. IV, n. 6314, p.80. 81..
Cf. Paulus Diaconus Homilia I, In Assumptione B. Mariae Virginis; PL
95, 1567; De Assumptione sanctae Mariae Virginis Paschasio Radberto
trib., nn. 31, 42, 57, 83; ed. A. Ripberger, in "Spicilegium
Friburgense", n. 9, 1962, 72, 76, 84, 96-97; Eadmerus Cantauriensis De
excellentia Virginis Mariae, cap. IV-V; PL 159, 562-567; S. Bernardus, In
laudibus Virginis Matris, Homilia IV, 3; Sancti Bernardi Opera, ed. J.
Leclereq-H. Rochais, IV, Romanae 1966, pp. 49-50. 82. Cf.
Origenes, In Lucam Homilia VII, 3; PG 13, 1817; S. Ch. 87, p. 156; S.
Cyrillus Alexandrinus, Comentarius in Aggaeum prophetam, cap. XIX; PG
71, 1060; S. Ambrosius, De fide IV, 9, 113-114; CSEL 78, pp. 197-198; Expositio
Evangelii secundum Lucam II, 23-27-28; CSEL 32, IV, pp. 53-54 et 55-56;
Severianus Gabalensis, In mundi creationem oratio VI, 10; PG 56,
497-498; Antipater Bostrensis, Homilia in Sanctissimae Deiparae Annunciationem,
16; PG 85, 1785. 83. Cf. Eadmerus Cantuariensis, De
excellentia Virginis Mariae, cap. VII; PL 159, 571; S. Amedeus
Lausannensis, De Maria Virgine Matre, Homilia VII; PL 188, 1337; S.
Ch. 72, p. 184. 84. De virginitate perpetua sanctae
Mariae, cap. XII; PL 96, 106. 85.
Conc. Vat. II, Const. Dogm. Sobre la
Iglesia, Lumen gentium, n. 54; AAS 57 (1965), p. 59. Cf. Paulo VI,
Alocución a los Padres Conciliares, en la clausura de la segunda sesión del
Concilio Ecuménico Vaticano II, 4 diciembre 1963: AAS 56 (1964), p. 37. 86. Cf.
Conc. Vat. II, Const. Dogm. Sobre la
Iglesia, Lumen gentium, nn. 6, 7-8, 9-17; AAS 57 (1965), pp. 8-9,
9-12, 12-21. 87. Ibid., n. 63; AAS 57 (1865), p.
64. 88. S. Cyprianus, De Catholicae
Ecclesiae unitate, 5; CSEL 3, p. 214. 89. Isaac De Stella, Sermo LI. In Assumtione B.
Mariae; PL 194, 1863. 90. Sermo XXX, 7; S. Ch. 164, p. 134. 91. Cf.
Conc. Vat. II, Const. dogm. sobre la
Iglesia, Lumen gentium, nn. 66-69; AAS 57 (1965), pp. 65-67. 92. Cf.
Conc. Vat. II, Const. dogm. sobre la
divina Revelación, Dei Verbum, n. 25; AAS 58 (1966), pp. 829-830. 93. Cf.
Conc. Vat. II, Const. sobre la sagrada
Liturgia, Sacrosanctum Concilium, n. 13; AAS 56 (1964), p.103. 94. Cf. Officium magni canonis
paracletici, Magnum Orologion, Athenis 1963, p. 558; passim en los
cánones y en los troparios litúrgicos; cf. Sofonio Eustradiadou. Theotokarion,
Chenneviéres sur Marne 1931, pp. 9-19. 95. Cf. Conc. Vat II, Const. dogm. sobre
la Iglesia, Lumen gentium, n. 69; AAS 57 (1965), pp. 66-67. 96. Cf. Ibid., n. 66; AAS 57
(1965), p. 65; Const. sobre la Sagrada Liturgia, Sacrosanctum Concilium,
n. 103; AAS 56 (1964), p. 125. 97. Cf.
Conc. Vat. II, Const. dogm. sobre la
Iglesia, Lumen gentium, n. 67; AAS 57 (1965), pp. 65-66. 98. Ibid., n. 66; AAS 57 (1965), p.
65. 99. Cf. Pablo VI, Alocución a los Padres
Conciliares en la Basílica Vaticana, el día 21 de noviembre de 1964; ASS 56
(1964), p. 1017. 100. Conc. Concilio Vat. II, Decr. Sobre
el Ecumenismo, Unitatis redintegratio, n. 20; AAS 57 (1965), p.105. 101.Carta Encíclica, Adiutricem populi;
AAS 28 (1895-1896), p.135. 102.
Cf. Conc. Vat. II, Const. dogm. sobre
la Iglesia, Lumen gentium, 56; AAS 57 (1965), p.60. 103. S. Petrus Chrysologus, Sermo
CXLIII; PL 52, 583. 104. Conc. Vat. II, Const. dogm. sobre la
Iglesia, Lumen gentium, n.55; AAS 57 (1965), pp. 59-60. 105. Cf. Pablo VI, Exhortación Apostólica,
Signum magnum I; AAS 59 (1967), pp. 467-468; Missale Romanum, die 15
Septembris, Super oblata. 106. Const. dogm. sobre la Iglesia, Lumen
gentium, n. 67; AAS 57 (1965), pp. 65-66. 107.Cf.
Augustinus, In Iohannis Evangelium, Tractatus X, 3; CCL 56,
pp.101-102; Epistula 243, Ad laetum, n. 9; CSEL 57, pp. 575-576; S.
Beda, In Lucae Evangelium expositio, IV, XI, 28; CCL 120, p.237;
Homilia I, 4: CCL 122, pp. 26-27. 108.Cf.
Conc. Vat. II, Const. dogm. sobre la
Iglesia, Lumen gentium, n. 58; AAS 57 (1965), p. 61. 09. Missale Romanum, Dominica IV Adventus,
Collecta. Análogamente la Collecta del 25 de marzo, que en el rezo del
Angelus puede sustituir a la precedente. 110.
Pius XII, Epistula Philippinas Insulas ad Archiepiscopum Manilensem:
AAS 38 (1946), p. 419. 111. Cf. Discurso a los participantes al
II Congreso Internacional Dominicano del Rosario; Insegnamenti di Paolo VI,
(1963), pp.463-464. 112. Cf. AAS 58 (1966), pp. 745-749. 113.
Cf. AAS 61 (1969), pp. 649-654. 114. Cf. n. 13; AAS 56 (1964), p.
103. 115. Decr. sobre el apostolado de los
seglares. Apostolicam actuositatem, n. 11; AAS 58 (1966), p. 848. 116. Conc. Vat. II, Const. Dogm. sobre la
Iglesia, Lumen gentium, n.11; AAS 57 (1965), p.16. 117.
Cf. Conc. Vat. II, Decr. sobre el
apostolado de los seglares, Apostolicam actuositatem, n.11; AAS 58
(1966), p. 848. 118. N.
27 119.Conc.
Vat. II, Const. Dogm. Sobre la Iglesia,
Lumen Gentium, n. 53: AAS 57 (1965), pp. 58-59. 120.La Divina Comedia, Paradiso
XXXIII, 4-6. 121.Cf.
Conc. Vat. II, Const. Dogm. Sobre la
Iglesia, Lumen Gentium, nn. 60-63; AAS 57 (1965), pp. 62-64. 122.Cf.
Ibid., n. 65: AAS 57 (1965), pp. 64-65. 123.Ibid.,
n. 65: AAS 57 (1965), p. 64. 124.Cf.
Conc. Vat. II, Const. Past. Sobre la
Iglesia en el mundo actual, Gaudium el spes, n. 22: AAS 58 (1966), pp.
1042-1044. 125.Cf.
Missale Romanum, die 31 Maii, Collecta. |
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