Milagros
de Fe
Leamos algunos hechos de la vida de Don Bosco:
El año 1887 fue don
Bosco por última vez a Florencia; por
aquellos días sucedieron hechos que redundaron
en honor de María Auxiliadora y de los que dio testimonio un colaborador del
periódico Vera Buona Novella de Florencia.
Don Bosco no
desperdiciaba ocasión para inculcar en sus hijos la más ferviente gratitud a la
Celestial Auxiliadora con la práctica ejemplar de la pobreza. Para estimularlos
a amarla y practicarla ejemplarmente solía contar, visiblemente emocionado, que
hasta los más pobres sentían el deber de darle alguna limosna en señal de
agradecimiento por las gracias obtenidas, y que él, comprendiendo perfectamente
el sacrificio que se imponían, tenía con ellos una discreción conmovedora.
Comienza a abrir los cimientos: ¿cuándo hemos empezado una obra contando
primeramente con el dinero? Hay que dejar hacer algo a la Divina
Providencia.
Don Ángel Savio ejecutó las órdenes. Pero, como había que dejar bajo el
pavimento de la iglesia un subterráneo, resultaba que además de las
excavaciones para los cimientos, se debía excavar enteramente, con dos metros y
medio de profundidad, una superficie de casi mil doscientos metros cuadrados.
Dado el enorme transporte de tierras, por medio de carros, al lugar fijado por
el Ayuntamiento, resultó que aquel año sólo se pudo realizar una parte del
trabajo.
Mientras tanto, la Providencia hacía algo. Al principio hubo varios acomodados
ciudadanos que prometieron notables donativos, pero algunos cambiaron de
parecer y dedicaron a otra cosa su beneficencia. Otros querían hacer sus
ofrendas, pero una vez avanzados los trabajos. Don Bosco pasaba sus apuros.
Habían empezado las excavaciones y se echaba encima el pago de la primera
quincena. Necesitaba mil liras. De pronto, con motivo del sagrado ministerio,
don Bosco fue llamado al lecho
de una persona gravemente enferma. Estaba en cama
imposibilitada desde hacía tres meses, aquejada de tos y de fiebre, con grave
debilidad de estómago.
-Si yo pudiese, comenzó a decir, recuperarme un
poco, estaría dispuesta a cualquier rezo, o cualquier sacrificio; sería para mí
una señalada gracia si tan sólo pudiese levantarme de la cama.
-Sí, sí, con mucho gusto. Si durante
esta novena consigo solamente poderme levantar de la cama y dar unos pasos por
esta habitación, haré un donativo para la iglesia de que me habla.
-Estoy curada, ya he ido a dar gracias a la Virgen Santísima; tenga el paquete
que le he preparado. Esta es la primera limosna, pero ciertamente no será la
última.
Don Bosco tomó el paquete, volvió a casa, lo desenvolvió y halló cincuenta
napoleones de oro, que eran precisamente las mil liras que necesitaba.
Desde este momento, como veremos, fueron tales y tantas las gracias de la
Virgen, para quienes cooperaban a la construcción de su iglesia en Valdocco,
que bien puede asegurarse que Ella misma la edificó.
Lo que sucedió en Portugal el ocho de diciembre de 1888 no es un milagro
ordinario, sino un grandísimo milagro, como año y medio después lo calificó el cardenal
Luis Masella, prefecto de la sagrada Congregación de Ritos. Sor María Josefa
Alves de Castro, religiosa Dorotea, residente en el colegio de Covilla,
diócesis de Guarda, se puso gravemente enferma en el mes de marzo. Se le
diagnosticó tuberculosis pulmonar. Desde el mes de septiembre estaba la enferma
tan falta de fuerzas que no podía ni recostarse en la cama. Su confesor
extraordinario, el padre jesuita Nicolás Rodríguez, que la vio entonces varias
veces, escribe que tenía un aspecto cadavérico. Un día le llevó este padre una
reliquia de don Bosco. Apenas la besó la enferma, sintió abrirse su corazón a
la esperanza, experimentando en su interior un misterioso consuelo.
El veintidós de noviembre comenzó una novena a María Inmaculada pidiendo que,
por intercesión de don Bosco, le devolviera la salud. La noche siguiente al
quinto día concilió el sueño, como no podía hacerlo desde bastante tiempo;
durmiendo, le pareció que le tocaban a la espalda y la llamaban por su nombre.
Se despertó sobresaltada, pero, al no ver a nadie, se desvaneció. No supo
explicar después si el desvanecimiento duró mucho o poco; sólo recordaba que
había visto a don Bosco que le decía:
«Me parecía, escribe, que vivía una gran tibieza, porque caía
frecuentemente en faltas notables, para una religiosa. El día once de abril fui
a confesarme, pero con gran extrañeza mía, noté que mi confesor usaba palabras
muy ásperas, y esto me desanimó bastante».
Durante la noche siguiente a la aparición, y estando despierta, perdió las
fuerzas y se desmayó. Entonces se le apareció la Inmaculada con don Bosco, el
cual, de rodillas ante la Virgen, le pedía que perdonara a la religiosa,
añadiendo que en adelante observaría sus propósitos. Y la Virgen le dijo a la
Hermana: -Si te corriges, no te abandonaré.
El día veintinueve comenzó la novena de la fiesta de la Inmaculada con un
fervor como nunca. El cuarto y el quinto día de la novena tuvo nuevas visitas
de la Santísima Virgen y de don Bosco. La Virgen le dijo:
Y, a pesar del
recrudecimiento de la enfermedad, la enferma esperaba confiada el ocho de diciembre. La vigilia tuvo una fiebre
violentísima. De las tres a las cuatro de la mañana parecía que iba a echar sus
pulmones. Después se tranquilizó y se durmió un rato. Finalmente he aquí que la
voz de don Bosco, que tan bien conocía, la despertaba y le dirigía estas
consoladoras palabras:
Saltó la Hermana del lecho, se arrodilló en el suelo y, después de permanecer
así unos minutos, advirtió que ya no sentía ningún mal. Sin embargo, volvió a
acostarse para esperar el sonido de la campana a la hora de levantarse la
comunidad. A las cinco se arregló, bajó a la capilla y asistió de rodillas a
dos misas; pasó a continuación al refectorio con las Hermanas, que estaban maravilladas,
y desayunó con buen apetito.
Sor María Josefa tenía veintinueve años de edad y casi diez de profesión
religiosa. Al enterarse el padre jesuita, de lo ocurrido, quiso estudiar
personalmente el caso, y la encontró en perfectas condiciones dedicada a sus
ocupaciones. Volvió a verla ocho años después y, como él escribe, presentaba
aspecto lozano y trabajaba activamente .
Don Joaquín Berto,
que acompañó en varias ocasiones a don Bosco a Florencia, nos da el siguiente
testimonio: «En 1873 pregunté al Siervo de Dios por qué dicha Marquesa y su
familia usaban tanta deferencia con él, tomaban tan a pecho el incremento de
las obras Salesianas y se preocupaban constantemente del Oratorio, y él me
contó confidencialmente el suceso del ahijado de la Marquesa. Ella misma me
dijo muchas veces: La Marquesa no pudo olvidar nunca el hecho de
que don Bosco había resucitado a su ahijado y lo repetía con frecuencia, asegurándolo totalmente después del 1881,
también se lo repetía a don Faustino Confortala, con quien tenía gran
confianza. El año 1887 fue don Bosco por última vez a
Florencia; durante la comida en casa Uguccioni, la Marquesa recordó a los
comensales con todos sus detalles el suceso de su ahijado resucitado. Don Bosco
bajó la cabeza y, sonrojado, callaba. Don Carlos Viglietti, que estaba
presente, nos dio la noticia. Nosotros mismos, para comprobar este hecho
prodigioso, preguntamos a don Bosco sobre el mismo, ya en sus últimos años, y
obtuvimos plena confirmación con todos los pormenores descritos; pero, al
concluir su relato, después de una breve pausa, añadió con una expresión de
profunda humildad: «Quizá no estaba muerto». No podríamos pretender una
confirmación más explícita. Por aquellos días sucedieron otros
hechos que redundaron en loor de María Auxiliadora y de los que dio testimonio
un colaborador del periódico Vera Buona Novella de Florencia. «El primero corresponde a una señora de Milán,
que hacía cinco meses se iba extenuando víctima de una pulmonía, junto a la
total postración de sus fuerzas vitales. Pasaba don Bosco por estos lugares: la visitó
y aconsejó que recurriese a María Auxiliadora, con una novena de oraciones en
su honor, y la promesa de una limosna para las obras de la iglesia, que se
estaba levantando en Turín, con el título de María Auxiliadora de los
Cristianos. La limosna debía hacerse solamente después de obtener la gracia. »Fue algo maravilloso; aquel mismo día pudo la
enferma reemprender sus ocupaciones, adaptarse a todo género de comidas, ir de
paseo, entrar y salir de casa libremente, como si nunca hubiese estado enferma.
Cuando acabó la novena, se encontraba en un estado de salud tan excelente, como
no se recordaba haber gozado anteriormente.
»María Auxiliadora me ha curado de una
enfermedad, para la que se consideraba inútil todo recurso de la ciencia
médica. Hoy, último día de la novena, me encuentro libre de todo mal y me
siento a la mesa con mi familia, lo que desde hace tres años no había podido hacer.
Mientras viva, no cesaré de alabar el poder y la bondad de la augusta Reina del
Cielo, y haré todo lo posible para promover su culto, especialmente en la
iglesia que se está construyendo en Turín»