Milagros de Fe

 

Leamos algunos hechos de la vida de Don Bosco:

 

El año 1887 fue don Bosco por última vez a Florencia;  por aquellos días sucedieron  hechos que redundaron en honor de María Auxiliadora y de los que dio testimonio un colaborador del periódico Vera Buona Novella de Florencia. 

   «El primero corresponde a una señora de Milán, que hacía cinco meses se iba extenuando víctima de una pulmonía, junto a la total postración de sus fuerzas vitales. 

»Fue algo maravilloso; aquel mismo día pudo la enferma reemprender sus ordinarias y graves ocupaciones, adaptarse a todo género de comidas, ir de paseo, entrar y salir de casa libremente, como si nunca hubiese estado enferma. Cuando acabó la novena, se encontraba en un estado de salud tan excelente, como no se recordaba haber gozado anteriormente.

 

 »Otra señora sufría, desde hacía tres años, un malestar de palpitaciones, con todos los inconvenientes unidos a este mal. Como le vino la fiebre y una especie de hidropesía, quedó postrada e inmóvil en la cama. Su mal había llegado a tal extremo, que cuando dicho sacerdote le daba la bendición, el marido de la enferma tuvo que levantarle la mano para que pudiese santiguarse. Le recomendó también que hiciese una novena en honor de Jesús Sacramentado y de María Auxiliadora, con la promesa de entregar una limosna para las obras de la citada iglesia, una vez obtenida la gracia de la curación. El mismo día en que se terminaba la novena, la enferma estaba libre de todo mal, y ella misma escribió la narración de su enfermedad. En ella se lee lo siguiente:

 

»María Auxiliadora me ha curado de una enfermedad, para la que se consideraba inútil todo recurso de la ciencia médica. Hoy, último día de la novena, me encuentro libre de todo mal y me siento a la mesa con mi familia, lo que desde hace tres años no había podido hacer. Mientras viva, no cesaré de alabar el poder y la bondad de la augusta Reina del Cielo, y haré todo lo posible para promover su culto, especialmente en la iglesia que se está construyendo en Turín»

  

Don Bosco no desperdiciaba ocasión para inculcar en sus hijos la más ferviente gratitud a la Celestial Auxiliadora con la práctica ejemplar de la pobreza. Para estimularlos a amarla y practicarla ejemplarmente solía contar, visiblemente emocionado, que hasta los más pobres sentían el deber de darle alguna limosna en señal de agradecimiento por las gracias obtenidas, y que él, comprendiendo perfectamente el sacrificio que se imponían, tenía con ellos una discreción conmovedora.  

Cuando se trataba de construir la Basílica de María Auxiliadora en Turín, sus asistentes le decían, Pero ¿cómo haremos, don Bosco? le respondió. No se trata de levantar una capilla, sino una iglesia grandísima y muy costosa. Esta mañana no teníamos en casa ni para pagar los sellos del correo. 

   Y don Bosco replicó: 

Comienza a abrir los cimientos: ¿cuándo hemos empezado una obra contando primeramente con el dinero? Hay que dejar hacer algo a la Divina Providencia. 

Don Ángel Savio ejecutó las órdenes. Pero, como había que dejar bajo el pavimento de la iglesia un subterráneo, resultaba que además de las excavaciones para los cimientos, se debía excavar enteramente, con dos metros y medio de profundidad, una superficie de casi mil doscientos metros cuadrados. Dado el enorme transporte de tierras, por medio de carros, al lugar fijado por el Ayuntamiento, resultó que aquel año sólo se pudo realizar una parte del trabajo. 

Mientras tanto, la Providencia hacía algo. Al principio hubo varios acomodados ciudadanos que prometieron notables donativos, pero algunos cambiaron de parecer y dedicaron a otra cosa su beneficencia. Otros querían hacer sus ofrendas, pero una vez avanzados los trabajos. Don Bosco pasaba sus apuros. Habían empezado las excavaciones y se echaba encima el pago de la primera quincena. Necesitaba mil liras. De pronto, con motivo del sagrado ministerio, don Bosco fue llamado al lecho de una persona gravemente enferma. Estaba en cama imposibilitada desde hacía tres meses, aquejada de tos y de fiebre, con grave debilidad de estómago. 

-Si yo pudiese, comenzó a decir, recuperarme un poco, estaría dispuesta a cualquier rezo, o cualquier sacrificio; sería para mí una señalada gracia si tan sólo pudiese levantarme de la cama.

- ¿Qué se le ocurriría hacer?, preguntó don   Bosco

-Lo que me diga.

-Haga una novena a María Auxiliadora.

- ¿Qué debo rezar?

-Durante nueve días rece tres padrenuestros, avemarías y glorias al Santísimo Sacramento con tres salves a la bienaventurada Virgen María.

-Lo haré y ¿qué obra de caridad?

-Si le parece bien y si consigue una verdadera mejoría, haga una ofrenda para la iglesia de María Auxiliadora que se está edificando en Valdocco.

 -Sí, sí, con mucho gusto. Si durante esta novena consigo solamente poderme levantar de la cama y dar unos pasos por esta habitación, haré un donativo para la iglesia de que me habla.

Empezó la novena y estábamos ya en el último día. Don Bosco debía entregar aquella tarde no menos de mil liras a los obreros. Fue a visitar a la enferma. Abrió la doncella y con gran gozo le anunció que su señora se encontraba perfectamente curada; había dado ya dos paseos y había ido a la iglesia para dar gracias al Señor.

Mientras la criada le contaba rápidamente todo aquello, salió jubilosa la misma señora, exclamando: 

-Estoy curada, ya he ido a dar gracias a la Virgen Santísima; tenga el paquete que le he preparado. Esta es la primera limosna, pero ciertamente no será la última.

Don Bosco tomó el paquete, volvió a casa, lo desenvolvió y halló cincuenta napoleones de oro, que eran precisamente las mil liras que necesitaba. 

Desde este momento, como veremos, fueron tales y tantas las gracias de la Virgen, para quienes cooperaban a la construcción de su iglesia en Valdocco, que bien puede asegurarse que Ella misma la edificó.

 

Lo que sucedió en Portugal el ocho de diciembre de 1888 no es un milagro ordinario, sino un grandísimo milagro, como año y medio después lo calificó el cardenal Luis Masella, prefecto de la sagrada Congregación de Ritos. Sor María Josefa Alves de Castro, religiosa Dorotea, residente en el colegio de Covilla, diócesis de Guarda, se puso gravemente enferma en el mes de marzo. Se le diagnosticó tuberculosis pulmonar. Desde el mes de septiembre estaba la enferma tan falta de fuerzas que no podía ni recostarse en la cama. Su confesor extraordinario, el padre jesuita Nicolás Rodríguez, que la vio entonces varias veces, escribe que tenía un aspecto cadavérico. Un día le llevó este padre una reliquia de don Bosco. Apenas la besó la enferma, sintió abrirse su corazón a la esperanza, experimentando en su interior un misterioso consuelo. 

El veintidós de noviembre comenzó una novena a María Inmaculada pidiendo que, por intercesión de don Bosco, le devolviera la salud. La noche siguiente al quinto día concilió el sueño, como no podía hacerlo desde bastante tiempo; durmiendo, le pareció que le tocaban a la espalda y la llamaban por su nombre. Se despertó sobresaltada, pero, al no ver a nadie, se desvaneció. No supo explicar después si el desvanecimiento duró mucho o poco; sólo recordaba que había visto a don Bosco que le decía: 

-Quisiera concederte lo que me pides; pero no puedo, porque la Virgen está disgustada contigo. Con todo, no te desanimes, yo te ayudaré.    Y, dicho esto, desapareció. 

Para entender el alcance de este dulce reproche conviene tener presente una confidencia de la Hermana sobre el tiempo anterior a su enfermedad.

 

«Me parecía, escribe, que vivía una gran tibieza, porque caía frecuentemente en faltas notables, para una religiosa. El día once de abril fui a confesarme, pero con gran extrañeza mía, noté que mi confesor usaba palabras muy ásperas, y esto me desanimó bastante». 

Durante la noche siguiente a la aparición, y estando despierta, perdió las fuerzas y se desmayó. Entonces se le apareció la Inmaculada con don Bosco, el cual, de rodillas ante la Virgen, le pedía que perdonara a la religiosa, añadiendo que en adelante observaría sus propósitos. Y la Virgen le dijo a la Hermana: -Si te corriges, no te abandonaré. 

Fue cosa de breve duración, que terminó dejando su alma inundada de satisfacción.

El día veintinueve comenzó la novena de la fiesta de la Inmaculada con un fervor como nunca. El cuarto y el quinto día de la novena tuvo nuevas visitas de la Santísima Virgen y de don Bosco. La Virgen le dijo:

-Si prometes servirme con más fervor y ser más fiel a mi divino Hijo, el día de mi fiesta recobrarás la salud perdida. 

Pero entre tanto su estado despertaba las más serias inquietudes.

Durante tres días consecutivos las hemoptisis que tanto la atormentaban, eran más frecuentes y lamentables; la sangre que vomitaba era de un hedor pestilencial.

Y, a pesar del recrudecimiento de la enfermedad, la enferma esperaba confiada el ocho de diciembre. La vigilia tuvo una fiebre violentísima. De las tres a las cuatro de la mañana parecía que iba a echar sus pulmones. Después se tranquilizó y se durmió un rato. Finalmente he aquí que la voz de don Bosco, que tan bien conocía, la despertaba y le dirigía estas consoladoras palabras: 

-Levántate; estás curada. No olvides lo que has prometido...

Saltó la Hermana del lecho, se arrodilló en el suelo y, después de permanecer así unos minutos, advirtió que ya no sentía ningún mal. Sin embargo, volvió a acostarse para esperar el sonido de la campana a la hora de levantarse la comunidad. A las cinco se arregló, bajó a la capilla y asistió de rodillas a dos misas; pasó a continuación al refectorio con las Hermanas, que estaban maravilladas, y desayunó con buen apetito. 

Sor María Josefa tenía veintinueve años de edad y casi diez de profesión religiosa. Al enterarse el padre jesuita, de lo ocurrido, quiso estudiar personalmente el caso, y la encontró en perfectas condiciones dedicada a sus ocupaciones. Volvió a verla ocho años después y, como él escribe, presentaba aspecto lozano y trabajaba activamente .

 

 

Don Joaquín Berto, que acompañó en varias ocasiones a don Bosco a Florencia, nos da el siguiente testimonio: «En 1873 pregunté al Siervo de Dios por qué dicha Marquesa y su familia usaban tanta deferencia con él, tomaban tan a pecho el incremento de las obras Salesianas y se preocupaban constantemente del Oratorio, y él me contó confidencialmente el suceso del ahijado de la Marquesa. Ella misma me dijo muchas veces:

 »-Estoy convencida de que don Bosco es un santo». 

La Marquesa no pudo olvidar nunca el hecho de que don Bosco había resucitado a su ahijado y lo repetía con frecuencia,  asegurándolo totalmente después del 1881, también se lo repetía a don Faustino Confortala, con quien tenía gran confianza. 

El año 1887 fue don Bosco por última vez a Florencia; durante la comida en casa Uguccioni, la Marquesa recordó a los comensales con todos sus detalles el suceso de su ahijado resucitado. Don Bosco bajó la cabeza y, sonrojado, callaba. Don Carlos Viglietti, que estaba presente, nos dio la noticia. 

Nosotros mismos, para comprobar este hecho prodigioso, preguntamos a don Bosco sobre el mismo, ya en sus últimos años, y obtuvimos plena confirmación con todos los pormenores descritos; pero, al concluir su relato, después de una breve pausa, añadió con una expresión de profunda humildad: «Quizá no estaba muerto». No podríamos pretender una confirmación más explícita. 

Por aquellos días sucedieron otros hechos que redundaron en loor de María Auxiliadora y de los que dio testimonio un colaborador del periódico Vera Buona Novella de Florencia. 

«El primero corresponde a una señora de Milán, que hacía cinco meses se iba extenuando víctima de una pulmonía, junto a la total postración de sus fuerzas vitales. 

Pasaba don Bosco por estos lugares: la visitó y aconsejó que recurriese a María Auxiliadora, con una novena de oraciones en su honor, y la promesa de una limosna para las obras de la iglesia, que se estaba levantando en Turín, con el título de María Auxiliadora de los Cristianos. La limosna debía hacerse solamente después de obtener la gracia.

»Fue algo maravilloso; aquel mismo día pudo la enferma reemprender sus ocupaciones, adaptarse a todo género de comidas, ir de paseo, entrar y salir de casa libremente, como si nunca hubiese estado enferma. Cuando acabó la novena, se encontraba en un estado de salud tan excelente, como no se recordaba haber gozado anteriormente. 

 »Otra señora sufría, desde hacía tres años, un malestar de palpitaciones, con todos los inconvenientes unidos a este mal. Como le vino la fiebre y una especie de hidropesía, quedó postrada e inmóvil en la cama. Su mal había llegado a tal extremo, que cuando el sacerdote le daba la bendición, el marido de la enferma tuvo que levantarle la mano para que pudiese santiguarse. Le recomendó también que hiciese una novena en honor de Jesús Sacramentado y de María Auxiliadora, con la promesa de entregar una limosna para las obras de la citada iglesia, una vez obtenida la gracia de la curación. El mismo día en que se terminaba la novena, la enferma estaba libre de todo mal, y ella misma escribió la narración de su enfermedad. En ella se lee lo siguiente: 

 »María Auxiliadora me ha curado de una enfermedad, para la que se consideraba inútil todo recurso de la ciencia médica. Hoy, último día de la novena, me encuentro libre de todo mal y me siento a la mesa con mi familia, lo que desde hace tres años no había podido hacer. Mientras viva, no cesaré de alabar el poder y la bondad de la augusta Reina del Cielo, y haré todo lo posible para promover su culto, especialmente en la iglesia que se está construyendo en Turín»